domingo, 9 de diciembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIX) "Testigos de piedra"





TESTIGOS DE PIEDRA
Rodrigo D’Ávila


De la garita al “bolo” y de éste a la barra, tres pasos, y vuelta a empezar en el mismo o diferente orden; el más difícil y peligroso: garita - barra o viceversa. A este arriesgado ejercicio de equilibrismo dedicábamos horas de nuestro ocio que entonces constituía una parte decisiva de nuestra vida, en realidad bien se podía decir que era nuestra vida.

Sobre esa suerte de obelisco coronado por la Santa, el monumento a las glorias de Ávila que preside el Mercado Grande, se desarrollaron una gran parte de los momentos de la niñez de muchos de nosotros.

Ciertamente no estoy seguro, sin embargo juraría que la base, y puede que también los monolitos acabados en punta piramidal - “bolos”- así como las barras que lo circundan, no son los mismos que antaño. Puede que se perdieran en el traslado desde su exilio del “Recreo” cuando los años en que la plaza toda era un simple garaje, igual que lo fue Santo Tomé. Acaso sea yo el errado y continúen siendo los originales - ¿qué sé yo? - quizá quien haya crecido sea uno mismo y estos mudos testigos de tiempo, forjados en sólida piedra berroqueña y macizo hierro fundido se mantengan tal cual, idénticos, sujetos a la personal mirada de nostálgicos exploradores de recuerdos.

Tanto da lo uno como lo otro, ahora retornan a mi memoria luminosas sobremesas de otoño, soberbios atardeceres de estío o inhóspitas noches de gélidos fríos saltando, siempre intentando cabriolas, pretendiendo - inconscientes - el más difícil todavía: pasos en barra - “bolo” y brinco a garita. He de reconocer, sin asomo de falsa modestia, que no era yo de los más hábiles en tan sofisticada disciplina; mis disgustos, golpes en rodillas, muslos y otras zonas menos nobles me costaba esa impericia. A propósito de esto, diré que los había verdaderos profesionales en este menester que volaban sobre barras y piedras, ahí va el alias de uno de ellos, el primero que se acerca a mi encuentro: “demonio”, “el demonio”. Tal era su destreza, que uno corriendo con los pies en el suelo persiguiendo al acróbata que evolucionaba por arriba no fuera capaz de acercársele siquiera.

Sancho Dávila y los demás Dávila, Juan de la Cruz, Pedro del Barco, El Tostado, Isabel de Castilla, Pedro Lagasca... a fuer de verlos ya nos parecían casi de la familia. Entonces no conocíamos los méritos que les habían hecho merecedores de lucir sus nombres esculpidos en piedra. Qué grandes hazañas en tenebrosas y lejanas tierras habrían alcanzado, qué libros escrito, en qué batallas vencido o sucumbido, o en fin, cuantos infieles convertido. Daba igual, aquellos personajes, la mayoría varones - aunque en realidad las féminas fueran se puede decir que aún más célebres y recordadas - estaban allí, ajenos a las miserias del día a día y por derecho propio, observándonos, vigilantes, acaso sorprendidos... ¿Quién sabe?

Cae la tarde, los últimos rayos de sol encienden la efigie de la Santa y el monumento todo tiñendo de un pálido ocre este nuestro particular obelisco. Nos vamos, embobado miro otra vez, ya la última, sus nombres grabados a golpe de cincel como si me despidiera hasta mañana; sí, mañana, cuando tornaremos para molestarles en su permanente vela, a perturbar su sueño eterno con risas y juegos. Y así día tras día hasta que, en una de estas, nos sorprenda la madurez y ufanos, con cierto aire de aprendices de hombres debamos abandonar definitivamente ese fascinante cuento de hadas que siempre ha sido y será la infancia, y en aquel tiempo también la adolescencia.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVIII) "Fragor de destrucción, sinfonía en el ocaso"



FRAGOR DE DESTRUCCIÓN, SINFONÍA EN EL OCASO
Rodrigo D’Ávila



Rugen enérgicas las embravecidas máquinas en tanto que, como yo, decenas de curiosos se arremolinan en el Mercado Grande para admirar el espectáculo. Con apariencia de animales mitológicos, quizá prehistóricos, colosales ingenios concebidos para destruir comienzan su trabajo: se trata de abatir aquellas edificaciones que con los años -puede que desde siglo XIX incluso antes- poco a poco, como si buscaran el amparo y protección que a sus pies antaño siempre gozaron, han ido adosándose al lienzo de muralla que da a la calle de San Segundo.

No hace muchos años de esto, sucedió a finales de los setenta, fue entonces, finalizados los penosos trámites administrativos de expropiación, tal vez desahucio, cuando por fin logramos contemplar algo de lo que se han visto privadas varias generaciones de abulenses.

A mi espalda escucho los comentarios de otros que, desocupados o no, asisten a esta reglamentada orgía de estragos:

- ¿Te acuerdas? Allí estaba aquella mercería y pegada a ese cubo casi en el mismo arco, justo en el rincón, la diminuta libreria-papeleria que tan bien conocí - dice un hombre ya maduro a otro de su misma quinta.

- Sí, desde luego, y más allá la zapatería y aquel bar. ¿Cómo se llamaba? ¿La Viña? ¿La Parra? Con su soberbia barra de cinc sobre la que no cesaba de correr el agua limpia - responde el otro. Me vuelvo y... podría jurar que sus ojos brillan y se humedecen.

El estruendo sigue. Cascotes, vigas, piedra y tejas caen entre descomunales nubes de polvo que elevándose por encima de las almenas se pierden entre los grisáceos nimbos de esta oscura tarde acaso otoñal.

El maquinista, muy profesional, prosigue su trabajo; probablemente no tiene plena conciencia de su papel: desenmascarador de un arcano oculto durante años, ignorante émulo de aquellos caballeros que, a la vuelta de las cruzadas, despojaban a su dama del velo que la cubría el rostro.

No obstante, pese a lo que aquello tenía de modernidad, no conseguía evitar me embargara un sentimiento de frustración deudora de la decadencia de una época que se iba. Mas allá del aparente progreso que esta demolición suponía (mejora de la calle, descubrimiento de un sector de nuestra más conocida obra civil...) tenía la sensación de que lo que se desplomaba a golpes de aquel enorme brazo mecánico era una parte de ese mundo que desde siempre habíamos conocido. He de confesar que percibía como muy lejano, extraño para mí, aquel trecho de muralla que ahora se presentaba en su estado cuasi original; lo verdaderamente familiar, lo próximo venía representado en realidad por aquellas viviendas, esos establecimientos, los tejados, las fachadas con sus balcones, los escaparates, letreros y rudimentarios reclamos publicitarios, en fin todo lo que en silencio, como mudo testigo, había acompañado nuestra niñez.

En un instante los murmullos se apagaron, y no porque el ruido ensordecedor los ahogase. La gente calló, quedó sumida en un solemne, respetuoso silencio que no me resisto a dejar de interpretar como un último homenaje que aquellas gentes ofrecían hacia esa parte de su ciudad, a ese poco de ellos mismos que también desaparecía, ya para siempre, entre el fragor de la destrucción.

Mientras tanto, encaramándose sobre el mutismo de todos, aquellos formidables aparatos que parecieran surgidos de la frenética imaginación de H.G. Wells, continuaban impertérritos, implacables, su demoledora tarea.

domingo, 14 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVII) "Futbol en sesión continua"


FUTBOL EN SESIÓN CONTINUA
Rodrigo D’Ávila


Hoy apenas quedará un metro cuadrado por ocupar con esas impersonales edificaciones diseñadas sin imaginación, sometidas a la dictadura del máximo beneficio - mínimo riesgo que poco a poco han poblado el suelo de la ciudad; tendrá que ser así. Sin embargo, hace treinta años era un magnífico solar, una amplia explanada - así la conocíamos - muy próxima al centro (Mercado Grande y aledaños). El lugar se encontraba flanqueado por el paseo de San Roque, el Gobierno Militar-Caja de Reclutas y los inmuebles que albergaban las sedes de la Dirección Provincial de Sanidad y el Colegio de Médicos.


Allí, muy cerca de la plaza de Santa Ana, tenían lugar extraordinarios partidos de fútbol entre la chiquillería de entonces. El ancho y largo del campo coincidía con los propios límites del solar. A modo de porterías, cuatro montones - dos a dos - en donde se apilaban carteras, carpetas - entonces no se habían inventado las mochilas - abrigos y demás parafernalia de dudosa utilidad que acostumbrábamos a portar los niños de entonces. Bien es cierto también que, a diferencia de lo que ahora acontece, las criaturas de aquel tiempo no éramos reos del cruel castigo de acarrear encorvados todo el peso de la ciencia como en nuestros días ocurre con los escolares que, cual penados a trabajos forzados, pesadamente caminan bajo sus enormes mochilas hacia, ¿sus celdas? No, hasta colegios e institutos. Para que luego digan que el saber no ocupa lugar.

Aquellos interminables partidos duraban hasta el anochecer, en otoño, durante el frío invierno entre humeantes resoplidos, ó también en la “dulce” primavera abulense en las ya dilatadas tardes de luz, tibio sol y espléndido aroma a cereal que conseguía llegar hasta nosotros desde los labrantíos que salpicando el valle de Amblés casi podía decirse extendíase a nuestros pies.

Amancio, Pereda, Suarez, Zoco, Olivella - el del Barcelona - nuestro paisano Rivilla, en sus últimos años en activo, eran algunos de nuestros héroes. Relativamente reciente la gesta de la victoria de España frente a la pérfida Rusia, entonces URSS, en la Eurocopa de Naciones, todos nos sentíamos inflamados por esa afición al pateo del balón, por supuesto no de reglamento.

Pero... ¿qué sucede? Uno de los críos permanece fuera del campo ajeno al esfuerzo de los otros. ¿Qué hace? Parece pretende radiar el partido, a voces se desgañita describiendo lo que se desarrolla en la cancha entre el regocijo de los demás.

Otros, se apartan por un momento del fragor de la disputa para sisear y lanzar torpes - por inexpertos - requiebros a las chicas que salen del cercano colegio de las Nieves. Aunque justo es reconocer que sólo traicionaban el juego precisamente aquellos menos dotados para él, el resto seguían enfrascados en la contienda.

Entre dos luces, incluso entre una sola luz: la ausencia cuasi total de ella, abandonábamos el campo, deprisa, apresuradamente, seguro recibiríamos una nueva y cariñosa reprimenda. No importaba, todo en aras del juego, del buen rollo como ahora se dice. Y es que entonces, cuando el fútbol tan sólo era deporte, únicamente necesitábamos del balón, un espacio abierto y para terminar... quizá de un cielo cuajado de estrellas.

martes, 9 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVI) "Una fuerte explosión de gas"




UNA FUERTE EXPLOSIÓN DE GAS
Rodrigo Dávila





Parece que lo estoy viendo como si acabara de ocurrir, fue aquel uno de esos acontecimientos que se te quedan grabados de forma inalterable a la manera de un tatuaje que el tiempo no lograra borrar. Entonces ya era adolescente, casi un jovencito, y podía comprender con mayores elementos de juicio el alcance del evento; un hecho que, sin tratar de ponerme trascendente, seguro pudo cambiar o cuando menos apresurar la sucesión de episodios que han seguido en la historia, en nuestra historia más reciente. No sé muy bien de que manera, pues ello entra dentro de lo que podríamos calificar como política ficción, pero seguro estoy que de no haber sucedido las cosas tal y como acaecieron muy posiblemente el final hubiera sido otro, y mucho me temo que acaso fatalmente peor.

Era de mañana, una gris y fría mañana de diciembre. En la calle ya se respiraba ese, por rutinario, casi insoportable ambiente navideño. Espumillón, bolas, campanillas y minúsculos Papa Noel en brillantes colores de aquel plástico duro, prácticamente irrompible colgaban por doquier. Los escaparates se habían engalanado, y como de un tiempo a esta parte era costumbre proliferaban los árboles de Navidad intentando ganar terreno al tradicional y autóctono Belén, con su misterio, pastorcillos y demás.

Seguro disfrutaría ya de vacaciones, porque a esas horas de otro modo jamás seguiría en casa. No sé la razón, tampoco era lo habitual, pero algo me impulsó a conectar la radio, aquella enorme y magnífica radiogramola Phillips como la bautizamos -o quizá así se denominara técnicamente entonces- por componerse de una estupenda radio sobre la que descansaba un extraordinario giradiscos automático, capaz para programar la audición de varios sucesivos. Como digo, giré la rueda del encendido, luego hice lo mismo con la correspondiente al dial y escuché extrañado como en todas las emisoras salía al aire una similar programación: música clásica convencional en unas y sacra en otras.

Paré en una cualquiera de ellas, seguro radio Nacional -la única que emitía noticias- y distraído permanecí unos minutos escuchando. No hube de aguardar mucho, de repente paró la melodía al tiempo que una voz grave e impostada -gemela a las otras que recitaban los “partes”- comenzó a leer un comunicado: “Como venimos informando, a primeras horas del día de hoy, en la calle Claudio Coello de Madrid, se ha producido una fuerte explosión. Aunque las informaciones son contradictorias en este momento, se cree puede haber sido ocasionada por el gas... En la deflagración se ha visto involucrado el Excmo. Sr. Presidente del Gobierno, Almirante Don Luis Carrero Blanco.”

Finalizaba el comunicado anunciando nuevos detalles para el siguiente informativo y se invitaba a los oyentes se mantuvieran a la escucha.

No hacía falta ser un lince para sospechar la comisión de un atentado, de un magnicidio como grandilocuentemente se dice, puesto que eso de la explosión de gas no se lo tragaba nadie. ¿Pudiera ser posible que hasta la providencia se hubiera puesto de parte de la oposición al régimen?

Aguanté un poco más y al poco las noticias fueron confirmando las primeras y lógicas sospechas: un atentado por voladura de una carga colocada en el subsuelo de la calle Claudio Coello -itinerario matutino habitual del señor Carrero- que había hecho, literalmente, saltar por los aires el Dodge Dart oficial en que viajaba. La explosión fue de tal calibre que el vehículo, superando una enorme tapia, acabó en el otro lado, justo en una terraza sobre el patio de un colegio religioso en cuya capilla precisamente terminaba de oir misa el Almirante.

Salí a la calle, la gente estaba nerviosa, angustiados unos, soliviantados otros. Entré en un café, todos allí comentaban el suceso: el ejercito acuartelado, el gobierno reunido, manifestaciones de la ultraderecha y confusión... una extraordinaria y abrumadora confusión que todo lo dominaba.

Sostener que aquello pudo cambiar el rumbo de todas y cada una de las vidas de la gente corriente tal vez resultara exagerado, no obstante, lo que sí me atrevería a asegurar es que desde entonces, primero de manera imperceptible y después -en no más de dos años a raíz del otro gran acontecimiento- como una marea que todo lo inundara, la vida pública de este país dio un giro copernicano, y ya es sabido que aquélla, en mayor o menor medida, de una u otra manera, tarde o temprano acaba por entrometerse en la existencia del común de las gentes, hasta en aquéllas más sencillas y nada comprometidas. ¿O acaso sea al revés?

martes, 2 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXV) "Ese negro resplandor"




ESE NEGRO RESPLANDOR
Rodrigo Dávila



En su tiempo se me aparecía espléndido, magnífico, con todos los adelantos habidos y por haber, nada tenía que envidiar a los de Madrid. Una empinada escalinata y diáfanas puertas de cristal lo separaban de la calle, tras ellas enseguida alcanzabas un amplio vestíbulo. A la derecha, de nuevo un corto tramo de escalera y, siguiendo al acomodador, franqueabas las insonorizadas puertas -una en el centro y dos en los costados- accediendo al inmenso patio de butacas cuidadosamente tapizadas y todo él enmoquetado con el exquisito gusto de entonces, que hoy quizá veríamos un punto demodé. De frente, unas imponentes cortinas en raso bermellón que abarcaban por completo el escenario y tras ellas, escondida, la espléndida pantalla apta para la panavisión o el cinerama. Aquello constituía la apariencia, aunque mucho más fue lo que representó para mí -para nosotros- el viejo cine Lagasca.

Para no mentir, diré que calificar aquella sala como longeva no es del todo exacto. Únicamente deberíamos usar ese adjetivo si lo entendiéramos en el sentido de que el local desapareció hace mucho tiempo, no así si nos atuviéramos a su supervivencia, ya que no le permitieron llegar a disfrutar de una tranquila ancianidad. Falleció pronto, permaneció abierto muy poco, en pie algo más pero tampoco mucho.

Aquel cine no era ni mucho menos el único, acudíamos también al Cinema, al Principal -el Gredos lo recuerdo muy en nebulosa, en lo más profundo de mi memoria- y más adelante al Tomás.

La cinematografía como arte y la sala, templo para la apoteosis de su rito, siempre han estado -al menos para mí- rodeadas de connotaciones míticas, puede que ello se debiera a la propia ceremonia que en su seno tiene lugar, muy emparentada con la dimensión onírica, la imaginación de nosotros los fieles que nos congregábamos unidos por un sentimiento común, algo así como el que comulgarían los miembros de una secta adoradora de la imagen, para asistir a las proyecciones.

Películas de estreno, tardes de sesión continua, matinales... cine para todos los gustos y edades. Comedias, policiacas, de romanos, misterio o del oeste... No sé si también para los demás, en mi caso entrar en la zona oscura significaba introducirme en otro mundo y por un rato desplazarme en el tiempo, en el espacio, asumiendo variopintas personalidades. Un fascinante viaje sin moverme de la butaca.

A la salida, la última claridad de la tarde te devolvía a la realidad. Abandonabas la sala y esa luz te cegaba, entrabas en shock, pero no, no eran sólo aquellos postreros rayos de sol los causantes de ese estado, su origen tenía mucho que ver con el repetido fenómeno de reencuentro entre ficción y realidad. Verdaderamente este prodigio se me aparece ahora a modo de paradoja: al entrar en la sala dejabas la luz y te sumergías en la oscuridad -o al menos eso parecía- una negrura que no era tal, en realidad se trataba de fulgor en todos los sentidos, para todos tus sentidos. Marchabas del local, retornabas al mundo real y lo que efectivamente conseguías no era otra cosa que regresar a la rutina, eso que en el fondo juzgabas la segura e indubitada oscuridad.

Bruscamente y forzado, te reintegrabas a la impuesta realidad renunciando a la aventura, al misterio, a la fantasía... para reemprender el camino de vuelta hacia lo cotidiano, lo habitual y -cuando menos en aquel primer instante de opaco resplandor o clara negrura- también hacia algo tremendamente aburrido.

martes, 25 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIV) "Pares o nones"



PARES O NONES
Rodrigo Dávila




Tiempo de piedad, recogimiento y expiación de los pecados (porque entonces también se pecaba). Periodo de silencio, contrición, gesto severo y procesiones. La primavera está cercana, puede que haya comenzado ya, no obstante mis recuerdos no son multicolores, se tiñen de negro, quizá violáceo a todo lo más.

En efecto, es la Semana Santa, la de aquella época claro. Si a lo largo del año todo se hallaba prohibido, durante esos siete días puede asegurarse que lo estaba aún más si cabe. Un detalle: hasta se nos vetaba algo tan inocente y saludable como la risa, la carcajada, sonreír incluso.

Proscritos, como por otra parte y en cualquier tiempo era habitual, los derechos de reunión, asociación, manifestación y un largo etcétera; además de radio y televisión (excepto para música y programas religiosos), el cine (salvo películas de ambiente sacro), teatro, el juego... bueno... el juego no, al menos no del todo. Resultaba curioso, pues esta constituía la insólita excepción. Si durante todo el año el juego estaba prohibido, que digo... prohibidísimo, he aquí por extraño que parezca y en aras de esas extrañas paradojas que de cuando en cuando florecen en este nuestro increíble país, y qué casualidad, en las fechas del calendario de absoluta ebullición e inflamado rigor espiritual, consentíase a cualquiera jugarse en público hasta... digamos que las pestañas -por ser éste un aditamento muy íntimo y no obstante prescindible-. Aunque eso sí, sólo en algunos días de aquella semana e invocando un loable espíritu a medias entre lo folklórico y cultural, arraigado en nuestras más añejas supersticiones... perdón quería decir tradiciones.

Me estoy refiriendo al ancestral divertimento -aún hoy practicado, si bien con mucho menos encanto- denominado “Los Borregos”. Desconozco si tal apelativo lo recibía de las menudas canicas de madera que se utilizaban para llamar a la suerte -también a la desgracia, que de todo había- o bien tenía que ver con una especie de cariñoso y festivo apodo que se imponía, tampoco sé la razón aunque la sospecho, a los afamados jugadores que durante esas escasas jornadas resistían -y ríanse de Numancia- pegados a las mesas de juego como si en ello les fuera la vida -y de nuevo debo pedir perdón por la comparación, esta vez a los dóciles y lanudos acémilas-.

Este lúdico pasatiempo, ya que calificarlo de deporte como comprenderán excede de los límites del buen gusto, este entretenimiento digo, acontecía todos los años puntualmente en Ávila -si bien también lo tenían por costumbre en alguna otra villa de la provincia, caso de Madrigal- donde además de la túnica procesional, cilicio o capirote, los aficionados preparaban sus fajos de billetes para acudir a los locales del Casino Abulense, único templo conocido para la celebración de este sacrosanto rito anual.

Para los no iniciados apenas aclararé que “Los Borregos” (juego) - prescindiendo de si tal apelativo se extiende a los jugadores- se trata de un pasatiempo de apuestas a pares o nones, en el que los apostantes juegan contra otro que hace de banca el que a su vez lanza las bolas en dirección a un agujero situado en uno de los rincones de la mesa de billar, verde campo de juego -aunque también puede practicarse con dados-. Ante el grito del croupier: “¡Hagan sus apuestas!” Los jugadores o puntos obedecen depositando sus dineros en la parte de la mesa establecida, ello hasta el límite que permita la banca. Ésta juega por ejemplo a pares, los puntos a nones, y gana la una o los otros según que la suma de las bolitas que queden fuera del agujero resulte una u otra cantidad. En el caso de que todas vayan dentro del hoyo ganará la banca, ésa es su ventaja.

Recuerdo noches de marzo o abril en los salones del nuevo Casino, el de la calle Gabriel y Galán. Aglomeración de gente, humo, sudor, nervios y ansiedad; el papel manoseado, arrugado, tal pareciera que hasta despreciado, circula uno a uno o en fajos cual lechugas reventonas. Las pequeñas pelotitas al encuentro del pozo de la fortuna o el desastre. Mientras, a escasos metros, se celebran los oficios, recorren las calles las procesiones o visítanse monumentos. Y entre este paisaje y paisanaje estallaba lo pintoresco, una especie de show celtibérico en una tierra llena de contrastes. Todo nos estaba acotado excepto el juego, que a su vez volvía a prohibirse en cuanto pasaban aquellas fechas teñidas de añil, coronadas de capirotes y abrumadas por el silencio, un silencio apenas roto por el redoblar de los tambores, la estremecedora agonía de alguna extravagante saeta surgida en cualquier esquina de la noche y... por supuesto, por la fervorosa y blasfema algarabía que, en las antipodas de una oración, emergía incontenible desde las mesas de juego.

Hace poco he escuchado una tesis que justificaría la razón de ser de esta irreverente práctica, a medio camino entre la liturgia y el folklore; con todas las cautelas no me resisto a citarla: con esta costumbre se evocaría la timba que montaron los guardias custodios romanos cuando se jugaron, a una especie de apuesta a los dados, la túnica de Cristo.

Así era la Semana Santa entonces, un puñado de días a la medida de cada cual, donde como ahora y para muchos lo de menos era la efemérides que se conmemoraba por unos hechos acaecidos tan lejos de aquí, y sin embargo... tan cerca.

domingo, 16 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIII) "Érase un concierto pedestre"







ÉRASE UN CONCIERTO PEDESTRE
Rodrigo Dávila

Es domingo, la mañana de un luminoso día de finales de primavera. Aún se dejan sentir los penúltimos frescores de la aurora de este día recién estrenado. Ya se sabe, en esta tierra hasta bien entrado el verano, y ni siquiera entonces, puedes desdeñar al menos una ligera rebeca -como por entonces se decía en recuerdo de la prenda que sobre los hombros lucía la protagonista del filme del mismo nombre, obra del inolvidable Hitchcock-.

El traje nuevo, ese que sólo se exhibía los domingos, está dispuesto: pantalones cortos, por supuesto, camisa azul y relucientes zapatos que refulgen a la luz del tibio sol de la mañana... De la mano de mi padre atravieso el Mercado Grande donde comienzan a instalarse las primeras mesas de las terrazas sobre el húmedo mosaico de granito recién regado, recorremos San Millán y remontamos la imperceptible pendiente, pero cuestecilla al fin y al cabo, de la calle Duque de Alba hasta llegar a nuestro destino: el jardín del Recreo. Nos disponemos a escuchar el concierto matinal que la banda municipal va a interpretar encaramada, como siempre, sobre el centenario templete que preside aquella pequeña y coquetona zona verde que desde el principio ha servido de antesala al gran parque de la ciudad: San Antonio.

Gentes de todas las edades aguardan el comienzo de la función, sentados y en pie los mayores observan como los maestros afinan el instrumental, mientras los más pequeños corretean alrededor de esa mínima manzana de forja y granito que configura una especie de magnífica pérgola con presencia y sabor a decadente principio de siglo.

Según he oido, este templete estuvo ubicado antes en el Mercado Grande, no llegué a conocerlo allí, eso era cuando la plaza crecía con arbolitos en su centro y la circulación de los escasos automóviles limitaba la zona de juegos.

Pero... ¡Atención! Se hace el silencio y la orquesta inicia los primeros compases. Piezas de todas las épocas y estilos: popular, pasodobles, vals, polcas, algo de música culta... Turina, Falla, un poco de Bhrams, punto de Mozart, y el concierto se cierra con la célebre “Marcha Radetzky” a mayor gloria de la familia Strauss.

La audición ha resultado un éxito, todos parece han salido contentos, hasta los más mocosos que enredaron lo posible entre los siseos de melómanos y demás gente sin chiquillos en la familia. Aún así la música lo ahogaba todo, silenciaba cualquier otro ruido molesto, como éste de los infantes y no tan infantes, que parecían contradecir al maestro Strawinsky cuando sostenía que los niños entendían mejor su música, seguro que ninguna pieza suya se interpretó aquella mañana.
¿La calidad de la orquesta? Imagino que correcta, siempre se dijo - puede que por algún chovinista local - que nuestra banda en nada tenía que envidiar a otras de ayuntamientos con mayor nombradía y presupuesto.

Terminada la interpretación, y siempre de la mano de mi padre, abandonamos el Recreo y nos dirigimos, ya mi madre con nosotros, a misa con sermón y púlpito incluido. Tras ésta venía el aperitivo en cualquiera de los bares que por entonces salpicaban el Grande y aledaños.

Una comida festiva ponía fin a aquella mañana de domingo, una radiante mañana de cualquier primavera escenario de una infancia que ahora, después de tanto tiempo, vuelve renovada a mi encuentro acaso aderezada de una pizca de melancolía.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXII) "Una jornada particular"


UNA JORNADA PARTICULAR
Rodrigo D’Avila




El frío, la nieve, aquellas nevadas de que hablaban nuestros mayores no eran un mito como algunos ingenuos pudieran sospechar hoy día. Yo llegué a conocer alguna.

Recuerdo un despertar destemplado; había calefacción en casa, un lujo para entonces, la caldera de carbón -hierro forjado al fuego- calentaba el agua de los radiadores, sin embargo, tras una larga noche, el frío y el hielo de la calle conseguía doblegar los rescoldos que a duras penas sobrevivían despiertos entre la ceniza que ya casi lo inundaba todo.

Había que acudir al colegio. En pijama, descalzo sobre la gélida baldosa, me aproximo al balcón, quito la aldaba, abro de par en par las dos contraventanas de recia madera y… ¡oh maravilla! La calle se despereza oculta bajo el disfraz blanco, como el de aquellos clowns de alba faz, brillante ropaje y gorro de capirote.

La nieve, aprovechando la plácida noche, ha hecho su trabajo, y a fe mía que lo hizo bien. Ni un solo centímetro ha dejado de maquillar, apenas se distinguen al fondo las huellas, más que huellas diría agujeros que algún obligado intrépido madrugador mal que bien ha socavado en su seguro laborioso caminar interrumpido, también probablemente, por alguna que otra caída. Las marcas delatoras de las costaladas, deudoras de fatales pérdidas del equilibrio, se desparraman salpicadas en la distancia.

Y es que entonces, en el tiempo que ahora recupero de la memoria, en cierta ocasión nevó bien, baste decir que del pétreo adoquín de la calle hasta la nueva superficie elevada por el blanco y suave elemento fácilmente habría un metro, y eso sin exagerar, que si dejo volar mi imaginación hinchando el volumen… podría casi duplicarse tal cota a límites insospechados.

Más atrás, en duros años que recordar no puedo, sencillamente porque no los viví, aunque si logré colgarme a ellos gracias a las cálidas evocaciones de mi abuela, lo habitual era pasarse los inviernos -que, como se sabe, aquí se prolongan casi hasta el verano, si es que éste llega- retirando nieve y luchando a brazo partido por sobrevivir a esa impoluta precipitación con que nos obsequiaba la madre naturaleza, que en esta tierra más pareciera suegra.

Las abluciones matutinas, la equipación apropiada y un apresurado desayuno constituían el prólogo de nuestra ansiosa, por una vez, marcha hacia el colegio. El camino prometía resultar una aventura, no puedo decir que nos sintiéramos Amudsen en su periplo hacia el Polo Norte, entre otras razones porque no sabíamos de su existencia, sin embargo, el itinerario venía jalonado por lo que imaginábamos agradables penalidades sin cuento, aunque sólo fuera por el hecho de la propia dificultad en el caminar, avanzar por aquel manto virgen que en muchos lugares nos sobrepasaba más allá de las rodillas obligándonos a un esfuerzo sobrehumano que gustosos asumíamos, todo en aras de la mágica nueva de cada invierno, que en aquella ocasión -y para regocijo de todos- se había multiplicado en su intensidad, proporción y crudeza.

Con la última campanada del cimbalillo de la catedral atravesábamos la puerta del Instituto de San Roque y, por un rato, justo hasta el recreo, debíamos suspender nuestros juegos y risas, ese intervalo era lo de menos, lo importante, lo que en realidad justificaba el paseo en tan inclemente mañana, era precisamente eso: la propia inclemencia que a todos nosotros se nos representaba como un paréntesis en la rutinaria vida escolar, mientras despiertos soñábamos con encontrar en aquellos parajes -entonces casi de las afueras- a algún perdido esquimal, acaso un oso blanco o… ¿por qué no…? Al abominable hombre de las nieves.

martes, 28 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXI) "Un silencio de siglos"


UN SILENCIO DE SIGLOS
Rodrigo D’Ávila




Calladas, en silencio... decía la leyenda que cuando desde el alto, por encima de los muros que delimitaban la huerta, se sentían observadas, la inmediata era echarse al suelo en tanto se tapaban por completo ayudadas por aquel hábito de tiempo y gloriosa soledad.

Cuenta también el decir popular, que su vida se desarrollaba en tales condiciones de pobreza, más aún, de deliberada miseria y extrema parquedad de medios, que alguna de ellas falleció sin conocerse la causa del último mal, aunque algunos -puede no muy descaminados- aventuraban una causa primera: el frío. Murió, morían de frío.

No había despuntado el alba cuando ya se oía el bullicioso cimbalillo -hasta en eso eran humildes-  invitando a las primeras oraciones del día. Era como si pregonaran -a pesar de que ellas en su infinita sencillez seguro no lo pretendían- su disposición a velar por todos nosotros.

Gélidas mañanas de enero, tibias albas de primavera de la mano del inclemente hielo de esta tierra -las más de las veces- o del suave frescor de la aurora, abandonaban su incómodo catre como habían hecho durante siglos y comenzaban su diaria faena.

Aunque mi relato, como no puede ser menos cuando se trata de recuerdos, va en pretérito, bien podría narrarse en presente; y es que hoy, en los albores del siglo XXI, seguro estoy de que nada ha cambiado, como si un dique -los muros del convento- impidiera el paso de los años y separara nuestro tiempo de “El Tiempo” con mayúsculas, ese que, imperturbable, se mantiene por los siglos de los siglos entre esos paredones milenarios.

Los domingos, en misa de once, rompían su mutismo acompañando la celebración con cánticos. En mi inocencia infantil, me impresionaban aquellas voces desde su voluntario encierro tras las rejas, que apenas se quebraba cuando el sacerdote, rodeado de aún si cabe más hondo sosiego, abría un minúsculo ventanuco entre los hierros y les administraba la comunión. El coro callaba, mientras yo, cerrando un instante los ojos, pensaba que algo muy semejante a aquello debía ser el cielo.

Salíamos del rito semanal y parecía que aquella paz nos acompañase durante un tiempo, justo el que transcurría hasta que de nuevo nos introducíamos en la baraúnda cotidiana, esa que ya no nos abandonaría durante mucho tiempo, a la espera del momento en que volviéramos a reencontrarnos con nuestro yo más íntimo.

Sé que hoy, para sobrevivir, además de con los escasos productos de la huerta que aún cultivan, se ayudan dedicándose a pequeños trabajos de encuadernación, acaso a otros de aguja e hilo... Todo acompañado del silencio, de ese silencio infinito que parece, más allá de una imposición de la Orden, un aliado, casi un fiel amigo, el único que libre, imperturbable entra y sale del convento y mantiene su atronadora presencia.

lunes, 13 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXX) "Érase un artefacto varado"






ÉRASE UN ARTEFACTO VARADO
Rodrigo Dávila

Han transcurrido tantos años... Aún así, y pese al tiempo de que he dispuesto para especular en torno a aquel suceso, hoy no podría asegurar si lo que voy a relatar acaeció en realidad o tan sólo se lo debo a la imaginación, a mi fantasía infantil ávida de aventuras, del disfrute, aunque nada más fuera un poco, de una vida a imagen y semejanza de aquellos héroes semanales de los tebeos o de los personajes surgidos de la pantalla en alucinantes tardes de sesión continua en el “Principal”, “Lagasca”, el “Cinema” o, más adelante, el “Tomás”.

Sí que puedo asegurar que era verano, o acaso primavera muy avanzada, lo cierto es que el curso había concluido, esto más que anotarlo en el haber de mi memoria lo deduzco, pues de no ser así mi contemplación directa de los hechos hubiera resultado pocos menos que imposible.
Era muy niño, de eso tampoco me cabe la menor duda pues acudí al lugar de la acción acompañado de alguien mayor, no recuerdo de quien.
Pero vayamos con el sucedido, aquel episodio inolvidable y rocambolesco al que el paso del tiempo - o quizá porque así lo fuera de por si - ha dotado de un barniz de ilusión, de mágico sueño que los años se han encargado de mitificar.

Puede fuera media mañana, mediodía de uno soleado con pájaros cantarines, vencejos sobrevolando los cubos de la muralla y todo eso... Apenas había puesto el pie en la calle, cuando alguien, seguro que de mi edad, agitado y nervioso me espetó:
- ¿Te has enterado...?

- ¿De qué?- pregunté a mi vez contagiado de la emoción que transmitía el mensajero.

- Un avión se ha visto obligado a hacer un aterrizaje forzoso en el antiguo campo de aviación de la carretera de Sonsoles.

- ¡Amos anda! - respondí incrédulo - ¡No me tomes el pelo!

- Que te digo que es verdad - insistió - acompáñame hasta el Rastro y te convencerás.

Corriendo nos acercamos, y desde el mirador pude comprobar la autenticidad de aquella asombrosa noticia.

En efecto, a lo lejos, en el erial a la izquierda de la carretera que conduce al Santuario, muy cerca de la enorme nave que siempre identifiqué con un hangar, y perfectamente visible, reposaba sereno, como si allí hubiera estado siempre a la espera, un viejo bimotor de hélice cuya carlinga, gris azulada, lanzaba cegadores destellos que llegando hasta nuestros atónitos ojos de par en par abiertos pareciera nos invitara a su contemplación más cercana.

La gente, pese a que el aterrizaje no hacía mucho había tenido lugar, se arremolinaba alrededor del artefacto al tiempo se aproximaba lo que permitían unos números de la Guardia Civil, cuya presencia advertí no por ellos, a los que no distinguía, sino por dos Land Rover verde oliva aparcados junto al hangar.
Así que era eso. El ruido que esta mañana temprano me despertó sobresaltado y que pensaba había soñado: un avión de esos que tantas veces había visto en el cine y en los cromos.

En este punto es donde los recuerdos se tornan más difusos. No sé como, con quien, ni a que hora, lo cierto es que la siguiente imagen que acude a mi memoria es la del aparato a escasos metros de mí. Por lo que podía ver el artilugio se encontraba intacto, no recuerdo los distintivos que seguro tenía en el fuselaje, desconozco por tanto si se trataba de un avión militar o civil, de lo que no me cabe la menor duda es que allí como de guardia se encontraban dos individuos - por cierto, me parecieron enormes - ataviados con cazadoras de cuero y botas altas charlando con el oficial al mando de las fuerzas que protegían el aparato.
Este acontecimiento acompañó mis sueños las noches que siguieron, tal vez por ello haya perdurado en mi memoria ligado a tantos otros, estos sí que ensoñaciones y hasta pesadillas, hasta el punto de que ahora, con el paso de los años, me sienta incapaz de distinguir entre fantasía y realidad. Aunque... bien pensado, quién sabe si ambas no serán la misma cosa, y por eso hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme: total que más dará.

miércoles, 1 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIX) "Nuestro secreto Shangri-la"




NUESTRO SECRETO SHANGRI-LA
Rodrigo D’Ávila


Quedamos en vernos todos. La pandilla que componemos ocho o diez chavales tiene una cita: apenas hayamos comido y en el Grande. Ahora nos hallamos en una maravillosa tarde de verano, el calor sofocante no nos importa, ¡faltaría más! El objetivo de la reunión merece cualquier sacrificio, y además no existe tal, todo lo contrario se trata una fiesta que nadie de los mayores conoce - seguro nos la prohibirían en aquella época tan inclinada a reprimir – queremos marchar, como ya hicimos el verano pasado, a nuestro refugio, ese rincón de aventuras imposibles que a lo lejos usufructuamos, allá en el Soto, cerca del Fresno, para aquel tiempo y edad puede decirse que casi representaba el confín de la tierra conocida.

El misterio y la épica de lo que nos está vetado tal parece consiguiera convertir nuestro periplo en otro de ensueño que se abriera paso a machetazos a través de una jungla de ficción, en pugna por alcanzar unos horizontes más o menos perdidos.

Pero no, nuestro destino apenas lo constituye un pequeño claro entre fresnos, alisos y negrillos a la orilla del Adaja, o lo que de él queda en la estación en que todo se seca, y por supuesto lo primero que casi desaparece y siempre se reduce a su mínima expresión, sea cual fuese el grado de humedad del pasado e interminable invierno, es ese aprendiz de río. Allí, al fresco del exiguo caudal que aún lleva, hemos construido el pasado estío una rudimentaria cancha de tenis - nuestro secreto Shangri-la - inflamados de ánimo como estamos con las hazañas de Santana, Arilla y los demás componentes del imbatible equipo de Copa Davis que se bate el cobre en la remota Australia por conseguir la legendaria "Ensaladera".

Impacientes nos vamos concentrando en la Palomilla, ya estamos casi todos: los habituales de todo el año y también los que sólo aparecen en vacaciones recién llegados del vecino Madrid. Cada uno trae lo que puede: unos postes, la red, raquetas de madera - aquellas antiguas que aparecen en las fotos sepia de principios de siglo cuando Lili Alvarez triunfaba en Wimbledon - pelotas de goma, cantimploras con agua... Nos ponemos en marcha dispuestos a pasar una inolvidable tarde de aventura, tenis y... fantasía.

La marcha resulta casi un suspiro, tenemos prisa por llegar. Atravesamos las empinadas callejuelas - ahora son bajada - rumbo al sur, San Nicolas, las ventas que flanquean la carretera, entramos en el Soto y por la ribera del río alcanzamos nuestro particular e ignoto Roland Garros.

Enseguida preparamos la cancha y, turnándonos en el uso del único par de raquetas con que contamos, damos inicio al juego. Los de fuera jalean cada partido de singles con el inconfesable deseo de que cuanto antes termine para así sustituir al que pierda, pues el pingüe trofeo del vencedor no es otro que el derecho a continuar jugando.

Pasan las horas, cae la tarde, apenas se ve; eso y sólo eso nos avisa de que es hora de volver. Regresamos exhaustos, sudorosos, felices, ya de suave anochecida y con la sóla compañía de miles de estrellas. Mañana será otro día, igual y no obstante distinto, volveremos de nuevo al refugio, o tal vez no, total que más da.

-¿Dónde estuvisteis toda la santa tarde? No te he visto el pelo - pregunta inocente mi madre.

- Por ahí - displicente contesto, aunque no puedo evitar que una sonrisa, casi una forzada mueca, asome delatora a mis labios.

jueves, 26 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGÍA (XXVIII) "En una noche oscura"




EN UNA NOCHE OSCURA
Rodrigo D’Ávila



Es noche cerrada, el madrugón fue de los de órdago pero creo ha merecido la pena. Al pie del cimborrio de la catedral aguardo a que el impresionante cortejo reanude la marcha.

Siento frío, mucho frío, y es que verdaderamente lo hace, demasiado para las calendas en que nos encontramos, incluso para esta tierra en donde cualquier veleidad climatológica es posible y nos pone a prueba un año sí y otro también. ¡Ay... cuanta razón tenía el que afirmó!: “Aquí sólo existen dos estaciones, la de invierno y la de ferrocarril”.

De muy dentro y al aire emergen blancas nubecillas, se trata del vaho efecto del cambio de temperatura, acaso también fruto de la emoción que a todos los penitentes embarga.

El silencio, tan sólo roto por esos cánticos centenarios, todo lo inunda. Sobrecoge la gran disciplina, el fervoroso recogimiento que como en una fantástica comunión se extiende alrededor de la muralla milenaria, casi eterna; y todavía más allá, hacia arriba, horadando el negro manto cuajado de estrellas en esta madrugada quieta, serena, oscura, semejante a aquella otra del alma que escribió el místico universal - no puedo utilizar el posesivo, porque de la humanidad entera ya es -.

Reanudamos la marcha, el gentío rodea completamente, tal que en un milagroso abrazo, el magnífico collar de claras gemas que en la negrura absoluta resplandece postrado sobre un relicario de fino paño tejido en azabache y calma.

El camino, empedrado en recios adoquines, me traslada siglos atrás. Por un momento parece escuchara los cascos de briosos corceles, el batir de nobles seculares espadas, hasta puede que las oraciones del vecino convento de la Encarnación. Percibiera el aroma de decenas de antorchas o de la tierra mojada por la última escarcha antes del alba. Pero no, vuelvo en mí, sí, me encuentro en la segunda mitad de este siglo, sin embargo, si tan sólo mirara/observáramos la muralla y su infinito techo protector, bien pudiera ser ésta que ahora en estos instantes disfruto, una mágica noche cualquiera del medievo encaramado a este altozano rincón de la meseta.

Continúa el orbital viaje alrededor de Él, porque de eso se trata, y por ello también lo sea al interior de nosotros mismos. Ronda Vieja, cercanías del puente sobre el Adaja, cuesta del Hospital Viejo...

Allá a lo lejos, tras los descarnados, desmochados montes, comienzan a irrumpir las primeras luces del nuevo día. Tal vez la temperatura sea una pizca más clemente, acaso el cuerpo expuesto largo rato a la intemperie haya logrado aclimatarse al gélido ambiente reinante, lo cierto es que parece ya hiciera mejor. A todo esto el cielo raso preludia un radiante viernes santo.

Ya termina todo, a la devoción de estas últimas horas sobreviene la algarabía, todo el mundo se afana en encontrar un rincón donde degustar a pequeños sorbos la humeante taza de chocolate y los no menos clásicos churros o porras, inseparable acompañamiento de aquél.

Bandadas de jóvenes, casi adolescentes, de ambos sexos se desperdigan por la en otros días y a estas horas durmiente ciudad. Hoy pocos siguen en sus casas, la mayoría retornará ahora y muchos acogerán con avidez las destempladas sábanas para dormir un sueño reparador hasta después del mediodía, puede que no amanezcan de nuevo si no para comer.

En estos momentos, ya en los albores de la aurora, no me resisto a, solo, absolutamente solo, recorrer otra vez, de vuelta a casa, una pequeña parte del itinerario. Ahora, mientras el silencio me acompaña, ese silencio que casi podría jurar no fuera a abandonarnos nunca, caminaré “el Vía Crucis”, el ancestral Vía Crucis del viernes santo en Ávila. Y será para mí, exclusivamente para este pobre mortal que por unos instantes se siente el único ser humano sobre la tierra.

jueves, 19 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTAGIA (XXVII) "El tercer tiempo"



EL TERCER TIEMPO
Rodrigo D’Ávila



La gente camina en una misma dirección, como en una riada incontenible, tal que si fuera un sólo hombre - o mujer -. Avanzan por Duque de Alba, la avenida de Madrid, la de Portugal, paseo de Don Carmelo; todos se dirigen a idéntico lugar. ¿Se tratará de una procesión? ¿Acaso una manifestación patriótica? Quizás, en fin, ¿la solidaria colaboración ciudadana de sofocar juntos un incendio o ayudar en catástrofe parecida?

Nada de eso, lo que a todos convoca es algo mucho más sencillo y lúdico: un partido de fútbol en el viejo “San Antonio”. Hoy juegan la Segoviana y el Real Ávila, el derby regional por excelencia, disputa entre dos pacíficas ciudades que sin embargo, cada cierto tiempo, se inflaman de una estúpida competencia entre sus equipos de fútbol que puede vaya más allá de lo estrictamente deportivo.

Ya llegamos al campo, en los alrededores permanecen aparcados decenas de autocares “SG”, mientras la multitud se agolpa en las puertas del estadio pugnando por entrar los primeros, seguro habrá sitio para todos pero nadie quiere ser el último.

Disfrutamos una tibia tarde de un domingo otoñal, el personal ha comido apresuradamente embutiéndose en el ya durante meses inseparable abrigo, puro - habano o no - en el bolsillo, acaso una petaca con coñac y ha salido danzando para no perderse el espectáculo.

El agudo silbido del árbitro da comienzo al juego, apenas lo sigo, me entretengo en mirar hacia las atestadas gradas que tan sólo se llenan en tardes como esta. De ellas surgen exuberantes volutas de humo que, como en un pacto secreto con los rayos del sol, configuran una cortina cada vez menos traslúcida que dificulta la visión de las evoluciones de los artistas.

De pronto, algo sucede en la arena, los gritos se multiplican, todo es bronca. El árbitro, sobre el punto blanco del área, señala hacia la portería de casa: un penalty absolutamente inaceptable si atendemos a los aspavientos e imprecaciones que lanza la multitud. Muchos espectadores, cual energúmenos, dirigen insultos al refereé acompañándose de violentos gestos. A algunos de ellos les conozco de vista, se trata de gente gris, de esa con la que te cruzas en la calle provista de sombrero, traje y hasta bastón, que deja el paso a las señoras mientras se descubre y saluda; también otros de mono mahón o mandil verde, uniforme o pana. Ahora, todos juntos y al amparo de la anónima masa protegidos, se sienten ultrajados, vejados por ese infeliz de negro y podría jurar dispuestos a cualquier cosa.

Parece todo se calma, el delantero centro del equipo contrario ha fallado el lanzamiento, veo como el balón supera la portería, también la valla a su espalda y vuela hacia el jardín fuera de los límites del estadio. Un suspiro de alivio recorre las gradas: ¡Uf, menos mal!

El juego continua entre murmullos de expectación. Uys, ayes y otras interjecciones corales alivian la tensión acumulada.

Así se alcanza el final, el clímax se produce cuando el Ávila marca el gol de la victoria a poco de acabar.

-¡Ganamos!

-¿Quiénes?

- Todos nosotros, ¡faltaría más! - comenta la gente al salir.

Resulta curioso y hasta diría amargo el que tan sólo seamos capaces de unirnos, de asumir un sentimiento compartido cuando nos enfrentamos al extraño, al extranjero. Pero... ¿Qué extranjero?

Ahora llega el tercer tiempo, el del día después y el del otro, ese en el que de verdad se requiere la comunión en los esfuerzos para la conquista de una empresa común: nuestra ciudad, nuestras gentes y puede que nuestra propia vida...

miércoles, 4 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXVI) "La noche más hermosa"







LA NOCHE MÁS HERMOSA
Rodrigo D’Ávila





Tantos meses ansiosos aguardando, en realidad casi un año; aunque siempre lo veías lejano, tan sólo cuando en el colegio nos daban las vacaciones, las calles se engalanaban y se respiraba ambiente navideño, entonces era el momento en que verdaderamente tomábamos conciencia de que a la vuelta de la esquina, en un suspiro, vendrían, durante una gélida – siempre lo fue – noche de enero… ¡Sí! por supuesto, los mágicos Reyes Magos de Oriente.


Mi hermano y yo, nerviosos, nos preparábamos para asistir a la cabalgata, un desfile entonces bastante pobre, aunque como comprenderán nos daba lo mismo, a nuestros ojos se presentaba igual que una gran parada de esas que veíamos en televisión al más puro estilo americano.

Bien abrigados salimos a la calle. Aunque es pronto, la noche se ha enseñoreado de la ciudad, las tinieblas lo pueden todo y es que durante éste, como tantos otros, crudo invierno, diríase que el sol apenas se atreviera a lucir más allá de lo que sabe le corresponde, y la verdad, nunca nos pareció demasiado.
A lo lejos se escucha el redoble de los tambores, el agudo lamento de clarines y trompetas; en realidad, pensándolo bien, qué poco tenía que ver esta parafernalia con las costumbres de la Palestina de hará dos mil años. Qué asombroso milagro es la ilusión de los niños - y… de los mayores, que de todo hay – para lograr remover cualquier racional obstáculo y participar plena, intensamente, de esta velada que a todos subyuga.

La gente se arremolina en las aceras, ya si que es noche cerrada, la mínima iluminación urbana casi no alumbra. Da lo mismo, esa oscilante claridad que proporcionan decenas de antorchas sustituye a la otra luz y creo consigue ponernos en situación. Luces y sombras se combinan para hacer de esta noche una explosión de magia y fantasía.

Abren el paso los pajes, un grupo para cada Rey que se intercalan entre otros motivos del desfile. Tras los primeros, Melchor, a caballo, a duras penas se sostiene encima de la silla, demuestra a cualquier no iniciado que se trata del único momento del año en que se encuentra en situación parecida. Con una mano saluda a todos, mientras que con la otra, inclinado grotescamente hacia delante, se abraza temeroso a las crines, casi al cuello del pobre jamelgo, eso sí, no pierde una nerviosa sonrisa que todas las trazas tiene de responder más al miedo que a la placidez mayestática que a la monarquía se supone.

Tras él, Gaspar y, en la cola, Baltasar, seguro que más previsores o simplemente afortunados, van a pie precedidos de su respectivo paje que pasea con las bridas de sus corceles bien sujetas. El trasero del Rey negro delata que ha aterrizado sobre el duro adoquín de la manera más plebeya, sin una mínima muestra de la nobleza de su condición.

Llega el final, no conseguimos contener nuestra ansiedad, nos vamos corriendo apenas termina de pasar un camión cargado hasta los topes de cientos de cajas que simulan contener esos regalos que hemos encargado y otro de bomberos que imaginar nos hace los equilibrios que los pobres magos de oriente deberán practicar, en dura lucha con escaleras, macetas, balcones y sus propios mantos y ropaje en general, tan poco aptos para tan “altos” menesteres. Ahora pienso que la magia de aquéllos realmente habría que encontrarla en su habilidad para sortear tantas dificultades sin caer al vacío y morir en el intento, eso sí, todo fuera en aras de cumplimentar ese su deber milenario.

Ya estamos en casa y en la cama, casi ni cenamos. Lo que tantas otras noches supone una tarea casi titánica, hoy se logra sin esfuerzo, y no me refiero al dormir, sino al hecho mismo de postrarnos en el lecho.

Tardamos una eternidad en conciliar el sueño, hablo con mi hermano en voz queda, apenas perceptible no fuera a nuestros ilustres visitantes les diera por adelantarse y pudieran llegar a oírnos tomando nuestra vigilia como una inocente traición.

Al fin logro alcanzar una especie de duerme-vela que pretendo me acompañe hasta la maravillosa mañana en que nos encontraremos con el objeto de nuestra ilusión tanto tiempo anhelada.

Mientras, durante la madrugada, aún hoy podría jurar que, abajo en la calle, he escuchado el batir de los cascos de los caballos contra el pétreo suelo, diría incluso que oí el extraño lamento de varios camellos, los que, sin respeto alguno para con el silencio que ahora todo lo inunda, pareciera clamaran por su ración de alfalfa, esa que nosotros previamente habíamos dejado dispuesta en el portal.

martes, 19 de junio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXV) "Feriantes"



F E R I A N T E S
Rodrigo D’Ávila

 


Ya se acercan las fiestas grandes de Ávila; para no inducir a engaño puntualizaré se trataba de las únicas que tenían lugar por aquel entonces. Nos encontramos a primeros de octubre de un año cualquiera a finales de los sesenta. Las clases no han comenzado, o quizá sí, de todos modos si lo han hecho ha sido suavemente, como sin querer, podría decirse que de broma. Hasta que pase “la Santa” no empezaremos en serio.

En el transcurso de una vida hay detalles que permanecen grabados en la memoria; parece como si determinados sucesos vinieran prologados por esos rasgos, de tal manera que con el tiempo casi olvidaras el acontecimiento principal y apenas recordaras esas pinceladas o bien tan sólo a través de ellos rememoraras lo fundamental. Algo de esto me ocurre cuando recuerdo a los “feriantes”, con ese apelativo englobo a ese conjunto de personas de todas las edades que en aquellos tiempos, y también ahora, practicaban un nomadismo moderno, en camiones y rulottes, de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta, acarreando atracciones y diversión para todos.

Siempre supe de la proximidad de las fiestas de Santa Teresa por los preparativos para la instalación de tíovivos, casetas de tiro al blanco, tómbolas, coches de choque y demás artilugios en cualquiera de los solares o espacios que cada año el ayuntamiento habilitaba al efecto. Igual que el buen tiempo preludia el estío y la declaración fiscal del IRPF, aquellos zíngaros -como aún mucha gente los denominaba y asimilaba de manera errónea a los romanís o gitanos- anunciaban la inminente llegada de nuestra festividad mayor.

Dentro del recinto pomposamente llamado “Real de la Feria” hombres y mujeres se afanaban en preparar norias, barcazas oscilantes, pistas de coches eléctricos o la conocidísima “Tómbola del Jamón”, todo a mayor gloria y diversión de los abulenses que no mirarían gastos durante los próximos días.

He de admitir que este ambiente siempre dejó en mí un poso de amargura, y no acierto a explicar el motivo. Puede se tratara del mismo carácter nómada de esas gentes, tan alejado del propio; acaso fuera la misma decepción que me embargaba una vez había disfrutado de la efímera ilusión de una vuelta en el tiovivo, el masoquista tormento del vaivén de la noria -aunque la sensación final aquí era de liberación-, o la pegajosa impresión del algodón de azúcar, en fin no lo sé...

Me sucedía algo parecido con el circo, aunque la razón de este desasosiego al contemplar el mayor espectáculo del mundo bien que la conocía, no era otra que el miedo, sí, mi propia angustia mezclada con una ansiedad insoportable mientras temía que el trapecista no asiera la barra o el salvador brazo de su compañero y cayera al vacío; el sobrecogedor sentimiento que me asaltaba al observar entre las rejas al domador obligando a la fiera a evolucionar contra su voluntad a costa de que aflorara su nunca olvidado y sanguinario instinto; o en fin, que la bala humana saliera despedida contra el público en lugar de aterrizar en la protectora red al otro lado de la carpa.

Así transcurrían las fiestas, hasta que de pronto un día, más allá del de las ánimas, al acercarme -por señalar un sitio- al solar de Santa Ana, donde a veces se instaló la feria, observaba ya no había nada más allá del árido descampado de tierra. En silencio, como llegaron, los feriantes habían desaparecido; en pocas horas desmontaron lo que con tanta ilusión vimos levantar. Se han ido, aquí nos dejan hasta el próximo año, por delante apenas nos espera un largo, crudo e inhóspito invierno.

jueves, 7 de junio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIV) "El espíritu del bosque"





EL ESPÍRITU DEL BOSQUE
Rodrigo D’Ávila


Aunque hoy día pudiéramos considerarlo casi un parque de la ciudad como San Antonio o San Roque, entonces, hace más de treinta años, todavía era nada menos que un bosque, una masa arbórea surcada por el Adaja y constituida por una mayoría de fresnos, arropada por alisos, chopos, álamos y algún que otro negrillo.

En efecto, lo que apenas con unas pinceladas he pretendido esbozar es ni más ni menos que “El Soto”, esa mancha verde que se desparrama por el valle, iniciándose, al tiempo que quiebra la monotonía del paisaje, poco más allá de la plaza de toros y justo a la derecha de la carretera que conduce a Navalmoral y Burgohondo según abandonas la ciudad.

Resulta innegable que todos los bosques poseen, de una u otra forma, vida propia, sin embargo siempre tuve la impresión de que unos gozan de ella en mayor medida que otros. Me explicaré: he conocido y hasta vivido alguna temporada en las cercanías o el interior de bosques de eucaliptos, pinos y otras especies de hoja perenne, y he de reconocer que no es lo mismo. Poco tiene que ver la vida que discurre en éstos, con la que cada primavera explota o durante el otoño se aletarga en el corazón de esos otros cuya fronda predominante se compone de árboles de hoja caduca: ya sean fresnos -como el del Soto-; robles -en el valle del Corneja-; castaños y frutales diversos -en el del Tietar-; o nogales y similares en la vega del Tomes a su paso por la comarca de Barco de Ávila.

La naturaleza en estos últimos es... ¿cómo lo explicaría? Más vital, instintiva y hasta salvaje. El tránsito estacional se percibe con una intensidad mayor, el motivo de ello no creo venga impuesto por el hecho de que los árboles broten o pierdan la hoja, se trata de algo mucho más profundo: es como si las plantas -y animales- que de todo tipo allí sobreviven gozaran de un colorido, una actividad distinta y a buen seguro mejor; en contraste con aquélla de la que disfrutan los otros (pinos, abetos, eucaliptos...)

Caminar entre robles, nogales, hayas o abedules siempre supuso para mí una especie de baño de vida, una zambullida de energía, de exuberancia en el tiempo de renacimiento, y otro de matiz muy distinto, aunque de igual intensidad, cuando la decadencia. El contacto que en esta frondosidad se establece con la naturaleza es mucho más auténtico, más vivo, me atrevería a asegurar que hasta más emocionante.

Siguiendo con esta dinámica, el recorrido otoñal tiene para mí, si cabe, un mayor atractivo. Es como si el declive, el ocaso, en lugar de significar consumación o desenlace, expresara vida, o mejor, paso a otra. En atravesando esa senda, las vivencias se presentan inflamadas de la melancolía de lo que se transforma y no obstante continua siendo vida al fin y al cabo, ya que se trata de la misma vida perpetuándose. Y es que el afán de vivir, la obsesiva necesidad por continuar disfrutando de lo que tenemos, adquiere entonces, en el crepúsculo, su máxima expresión con muchísima mayor profundidad y virulencia que en la primavera. De igual manera, durante el declinar de una vida es cuando, al tomar conciencia de lo que perdemos, de lo que dejamos atrás, valoramos con ansia desmedida aquélla que, plenos de displicencia, recibimos en el tiempo de lozanía.

Paseos otoñales por el Soto, lánguidos atardeceres en un octubre de poniente escarlata. El atuendo verde ya apenas se sostiene, lo sustituyen mil tonos y matices: ocres, amarillos, cremas, marrones, rojos... en una apoteósica sinfonía del ocaso donde los recuerdos se agolpan y una dulce-suave melancolía se revela desfalleciendo el ánimo otrora entero; al tiempo que en la lejanía, desde el norte, a caballo de una gélida brisa que todo lo invade, irrumpe ese viejo conocido, nuestro inseparable camarada el invierno lanza inmisericorde su periódica proclama de frío silencio y soledad, a la par que de un infinito y sobrecogedor vacío.

martes, 29 de mayo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIII) "Desde el bunker"


DESDE EL BUNKER
Rodrigo Dávila





Puedo asegurar que en aquella época, transcurridos un buen puñado de años desde su término - calculo yo tendría once o doce -, aún no tenía conciencia de lo que significaba y significó para todos - no sólo para los que la vivieron - nuestra guerra civil. De otra manera, las andanzas que voy a narrar puede hubieran gozado de un sentido bien distinto, en ningún caso el de un simple juego de niños que fue del modo en que siempre se desarrollaron.

Entonces, imagino que allí seguirán ahora, desperdigadas por el alto que se extiende frente a la entrada principal del recinto que rodea la ermita de Sonsoles, descubrimos una especie de galerías subterráneas fortificadas - denominar a eso “bunkers” sería exagerado - seguro que mudos testigos de la guerra civil. Se trataba de casamatas o trincheras en piedra desde donde se dominaba la ciudad y, por supuesto, el antiguo aeródromo que se hallaba - según tengo entendido - en el valle, a los pies del cerro.

Recuerdo aquellas edificaciones abandonadas, imagino que alguna vez llegaran a utilizarse, a lo mejor ni eso, lo cierto es que allí estaban, medio derruidas, cubiertas de arbustos y olvido, como si el tiempo deseara cuanto antes borrar su memoria.

Ignoro como logramos descubrirlas, lo que sí es cierto es que en ese lugar, a pleno sol y batidas por un viento que casi siempre azotaba inmisericorde, se desenvolvieron algunas tardes de juegos, juegos de guerra, una violencia “light” que pretendía imitar a la otra, la de verdad, que se nos revelaba gratis desde fuera.

La panda se reunía en el Grande, el Rastro, a veces en Santo Tomás, y desde allí, subrepticiamente, sin conocimiento de nuestros mayores que puedo jurar jamás otorgarían permiso, nos encaminábamos por el atajo rumbo a Sonsoles.

Ni que decir tiene que en nada - no más de media hora - alcanzábamos el alto. Una vez allí, procedíamos a una detenida exploración de todos y cada uno de los agujeros que salteaban aquel escarpado y árido pedregal, confiando en encontrar de nuevo alguna vaina perdida, probablemente de un cargador o peine de ametralladora - al menos eso pensábamos en nuestros quiméricos sueños de guerra -. A decir verdad todo estaba abandonado, medio derruido y cubierto de maleza, hierbajos y piedras desprendidas de lo que una vez quiso ser fortificación inexpugnable imagino que para la defensa de la ciudad o de los escasos vuelos que aterrizaran en el vecino campo.

Tras el reconocimiento daba inicio el juego. Divididos en dos grupos, nos emboscábamos en los fortines al tiempo fingíamos dispararnos mientras pugnábamos en protegernos del ataque de cazas enemigos.

Juegos de lo más inocente si no fuera por la violencia en que se inspiraban, asumíamos la pertenencia a un grupo y la naturaleza enemiga del contrario. Lo sé, tan sólo se trataba de un pasatiempo, no obstante ahora, en la distancia que da el tiempo, me inquieta pensar en el hecho de que si entre amigos nos sentíamos capaces de librar una batalla - de mentirijillas - qué no habría de suceder entre dos grupos de desconocidos con armas de verdad. Y es que ese instinto, precisamente ese, se me aparece como la mayor miseria de la guerra: alguien lanza a unos contra otros y la situación escapa al control de todos. La razón, la piedad o el perdón se diluyen en la frenética dialéctica de la violencia; y esto lo saben muy bien los que, a cubierto y sin riesgo, dirigen las operaciones de esos seres anónimos que abajo, en el campo de batalla, pelean sin comprender muy bien el porqué de su lucha.

jueves, 10 de mayo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXII) "Un pequeño paso para el hombre..."







UN PEQUEÑO PASO PARA EL HOMBRE..
Rodrigo D'Ávila
Aquí ya soy algo mayor, al menos yo me siento como tal. He remontado sin esfuerzo mi primera década, alcancé digamos que en teoría lo que califican uso de razón y, cándido de mí, creo ya tengo plena conciencia de lo que soy - si es que alguna vez ésta se llegara a poseer -. Los recuerdos fluyen fáciles, simples, como en una película recién visionada, aunque he de reconocer que mi memoria se tiñe de blanco y negro - sin olvidar la gama de grises - precisamente las tonalidades del viejo Iberia, el televisor que acompañó algunos momentos de mi infancia y adolescencia como los que ahora pretendo evocar.

Ya es de noche, las postrimeras luces de este largo día de estío se han ido apagando con la pesadez del que anhelante espera. Al fin llegó el gran momento, la hora señalada. Quien todavía emocionado esto escribe, como millones de seres de toda raza, credo o condición, aguarda impaciente ante la negra pantalla a que aparezcan los últimos héroes de este siglo que ya hace tiempo cruzó su ecuador. Tres hombres como cualquiera de nosotros, que a miles de kilómetros están dispuestos a pisar una arena, ceniza y rocas que se sepa ningún hombre nacido de mujer haya hollado jamás. Amstrong y Aldrin se encuentran a unos minutos de posar este su humilde cuerpo, erguido desde tan sólo unos miles de años, sobre nuestro querido satélite en el “mar de la tranquilidad”; como han bautizado a esa inhóspita zona de la gran y mágica selene adorada desde tanto tiempo atrás por cuantos seres humanos han elevado, limpia, su mirada al cielo durante la negra oscuridad hallando en ella una guía, una compañera, puede que hasta una fiel amante.

Mientras yo, desde aquí, me siento afortunado por haber nacido a tiempo para vivir estos prodigiosos instantes.

Desde Cabo Cañaveral, Jesús Hermida nos introduce en lo que dentro de poco contemplaremos. Solemne y con la afectación que le caracteriza - por una vez justificada -, va desgranando los pormenores de lo que ha sido el viaje. Collins, arriba, aguardará en la nave principal a sus compañeros que, a bordo de un pequeño módulo, alunizarán para así pasear sobre la polvorienta superficie del área elegida.

Por fin aparecen difusas las primeras imágenes, transcurren unos minutos y Neil Amstrong pronuncia la célebre frase que ya quedará para la posteridad: “Un pequeño paso para el hombre...”

Desciende el último peldaño de la escalerilla, un brinco y... ¡ya está! Es entonces cuando mi imaginación vuela miles de kilómetros, cientos de años atrás. Es el amanecer de un luminoso día de otoño... Oculto tras la espesura y aturdido por mil sonidos observo una desértica playa de arenas marfil, unos barbados y mal encarados individuos, que se protegen tras corazas y yelmos, descienden temerosos de unas menudas falúas, mientras a su vez también son vigilados por varios indígenas que atemorizados no se atreven a dejarse ver. En efecto, me encuentro a finales del siglo XV, el lugar es una pequeña isla a la que Colón bautizaría “La Española”.

Ambos se me aparecían ya entonces como los únicos acontecimientos que resisten una mínima comparación, dentro de lo que ha sido el prolongado - o exiguo según se mire - itinerario del ser humano en esta tierra desde el principio de los tiempos.

Pero sigamos en la luna... Un silencio expectante embarga a cuantos contemplamos esas imágenes de un vacío inmerso en la nada absoluta que nos llegan desde más allá de las estrellas. Torpes, caminando en la ingravidez, los astronautas se desplazan al tiempo que levantan nubecillas de polvo. Durante un rato sobrecogidos tenemos noticia de lo que remotamente sucede; tan lejos... y sin embargo tan cerca. Sí próximos, porque a esos dos hombres cuya existencia pende de un tenue hilo de rudimentaria tecnología, los tenemos por algo propio. No hablan nuestro idioma, puede que tampoco compartan nuestras creencias, ni siquiera piensen parecido a como lo hacemos aquí, da lo mismo, ellos son nosotros y si se hallan en ese infinito remoto es precisamente por todos, por los que aquí quedamos.

Por aquellos días, gentes que conocíamos, mayores y no tan mayores, en cualquier caso desconfiados por naturaleza, dudaban de que cuanto habían vivido fuera cierto, de la veracidad de lo sucedido. No les cabía en la cabeza que ese periplo estelar, que aquel errático paseo no representara más que la mera escenificación interesada de un gobierno que, obedeciendo a quién sabe que ocultos intereses, hubiera montado la representación, mientras nosotros, súbditos del imperio, la asumíamos sin rechistar.

A veces, mucho tiempo después he pensado en ello, durante esas ocasiones en que sospechamos se montan guerras u otras actuaciones cuasi cinematográficas para consumo doméstico, como cortinas de humo desplegadas con el oscuro fin de desviar la atención de otras inconfesables cuestiones. Todo con afanes electorales o propagandísticos. Me da igual, si por ventura - mala ventura - por aquel entonces resultamos engañados en nuestra buena fe e ilusión y lo que inocentes contemplamos no fue más que un truco - que seguro no lo fue - apenas me consuela el pensar: ¡qué nos quiten lo bailao!

jueves, 26 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXI) "El día en que topé con un genio"




EL DÍA EN QUE TOPÉ CON UN GENIO
Rodrigo D’Ávila


A lo largo de la vida de cada cual sobrevienen hechos, acontecimientos, sobre los que aunque no en ese momento, sino después, mucho más tarde, adquieres plena conciencia de su trascendencia, de que te marcarán para siempre, aunque no influyan de manera directa en tu formación o en el definitivo rumbo que tomarás en el futuro.

Creo que tales trances son escasos, y a menudo vives estos momentos y los dejas pasar de largo sin otorgarles mayor importancia; tan sólo al reflexionar luego de los años percibes su trascendencia histórica y te das cuenta de lo afortunado que fuiste al convertirte en protagonista de un hecho nimio en apariencia que sin embargo, ahora transcurridos los años, conservas dentro de ti con inusitada emoción.


Algo de esto acaeció mientras, plácido, discurría un sereno atardecer abulense; uno de esos en que los tenues rayos de sol se filtran por entre las infinitas tonalidades de los árboles, en el prólogo de su decadencia anual, adquiriendo ellos mismos, como si pudieran beber de esos colores, la apariencia de mil y un arco iris que lo inundaran todo.

Enredando que estaba entre los recovecos del Mercado Grande, casi en la entrada del paseo del Rastro, más o menos donde paraban los taxis en espera de viajeros; corría perseguido por algún amigo tan desocupado como yo. Sucedió entonces, mientras volvía la vista atrás para observar mi ventaja y evitar me alcanzara el pertinaz perseguidor, cuando topé de bruces contra un obstáculo firme y no obstante blando, dando con mis huesos en el suelo por el que rodé cuan largo era.

Temeroso, pretendí incorporarme al tiempo que sentía como una mano de hierro cogía mi brazo y ayudaba en mis esfuerzos por recuperar la vertical -posición en aquel tiempo no tan habitual en mí como debiera-. Alcé la vista mientras aguardaba una feroz reprimenda. Lo que entonces apareció ante mis ojos fue un cuerpo enorme, como de un gigante, que me miraba a su vez puede que preocupado por los efectos del batacazo. Su rostro, grande en la misma proporción que el resto de aquel imponente ser, lo poblaba una tupida barba ya canosa, tras de la cual y de su cabello abundante también dominado por el blanco, se abrían paso unos soberbios, vivos y centelleantes ojos en los que se descubría un brillo extraordinario. Vestía un jersey o polo de cuello alto, enormes pantalones también oscuros, completando la imagen un abrigo -o gabardina- negro que le llegaba casi hasta los pies.

En un extraño idioma que por supuesto desconocía, aquel hombre y sus acompañantes parecían preguntarme si me encontraba bien, si había sufrido algún daño, al tiempo que el fascinante personaje acariciaba mi cabeza revolviendo aún más mi, ya de por si, alborotada pelambrera.

Fue visto y no visto, observé por un momento de nuevo los ojos y aquella mágica mirada de la que no conseguía apartar la mía, y con un ágil movimiento me desembaracé de la garra de acero que aún oprimía mi brazo y raudo salí de estampida igual que había llegado.

Hoy confieso que la escenografía del encuentro la reconstruí mucho después, ya que convendrán conmigo, no estaba yo en aquel instante como para brillos, centelleos ni atavíos.

Alguien, instantes después, me contó que se trataba de un director de cine americano que rodaba una película en Ávila. No le hice caso, tanto me daba que fuera un peliculero o el obispo de Tonkín, aunque he de confesar que en unos días no logré olvidar aquella mirada plena de tolerancia y cariño.

Así quedó la cosa, en algunos años no volví a recordar ni el incidente ni a su protagonista. Pasó el tiempo, tampoco demasiado -puede estuviera ya infectado por el virus de mi ancestral afición al séptimo arte- hasta que un día me percaté, sintiendo la misma emoción que hoy conservo al evocarlo, que aquel gigante en todos los sentidos, muro contra el que fue a parar mi frágil esqueleto, era un director de cine, americano -aunque su obra y el mismo pueden considerarse ya patrimonio de todos- y genial. El filme en que trabajaba por entonces tenía por título: “Campanadas a medianoche”, su nombre, nada menos que: Welles, Orson Welles.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.