martes, 2 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXV) "Ese negro resplandor"




ESE NEGRO RESPLANDOR
Rodrigo Dávila



En su tiempo se me aparecía espléndido, magnífico, con todos los adelantos habidos y por haber, nada tenía que envidiar a los de Madrid. Una empinada escalinata y diáfanas puertas de cristal lo separaban de la calle, tras ellas enseguida alcanzabas un amplio vestíbulo. A la derecha, de nuevo un corto tramo de escalera y, siguiendo al acomodador, franqueabas las insonorizadas puertas -una en el centro y dos en los costados- accediendo al inmenso patio de butacas cuidadosamente tapizadas y todo él enmoquetado con el exquisito gusto de entonces, que hoy quizá veríamos un punto demodé. De frente, unas imponentes cortinas en raso bermellón que abarcaban por completo el escenario y tras ellas, escondida, la espléndida pantalla apta para la panavisión o el cinerama. Aquello constituía la apariencia, aunque mucho más fue lo que representó para mí -para nosotros- el viejo cine Lagasca.

Para no mentir, diré que calificar aquella sala como longeva no es del todo exacto. Únicamente deberíamos usar ese adjetivo si lo entendiéramos en el sentido de que el local desapareció hace mucho tiempo, no así si nos atuviéramos a su supervivencia, ya que no le permitieron llegar a disfrutar de una tranquila ancianidad. Falleció pronto, permaneció abierto muy poco, en pie algo más pero tampoco mucho.

Aquel cine no era ni mucho menos el único, acudíamos también al Cinema, al Principal -el Gredos lo recuerdo muy en nebulosa, en lo más profundo de mi memoria- y más adelante al Tomás.

La cinematografía como arte y la sala, templo para la apoteosis de su rito, siempre han estado -al menos para mí- rodeadas de connotaciones míticas, puede que ello se debiera a la propia ceremonia que en su seno tiene lugar, muy emparentada con la dimensión onírica, la imaginación de nosotros los fieles que nos congregábamos unidos por un sentimiento común, algo así como el que comulgarían los miembros de una secta adoradora de la imagen, para asistir a las proyecciones.

Películas de estreno, tardes de sesión continua, matinales... cine para todos los gustos y edades. Comedias, policiacas, de romanos, misterio o del oeste... No sé si también para los demás, en mi caso entrar en la zona oscura significaba introducirme en otro mundo y por un rato desplazarme en el tiempo, en el espacio, asumiendo variopintas personalidades. Un fascinante viaje sin moverme de la butaca.

A la salida, la última claridad de la tarde te devolvía a la realidad. Abandonabas la sala y esa luz te cegaba, entrabas en shock, pero no, no eran sólo aquellos postreros rayos de sol los causantes de ese estado, su origen tenía mucho que ver con el repetido fenómeno de reencuentro entre ficción y realidad. Verdaderamente este prodigio se me aparece ahora a modo de paradoja: al entrar en la sala dejabas la luz y te sumergías en la oscuridad -o al menos eso parecía- una negrura que no era tal, en realidad se trataba de fulgor en todos los sentidos, para todos tus sentidos. Marchabas del local, retornabas al mundo real y lo que efectivamente conseguías no era otra cosa que regresar a la rutina, eso que en el fondo juzgabas la segura e indubitada oscuridad.

Bruscamente y forzado, te reintegrabas a la impuesta realidad renunciando a la aventura, al misterio, a la fantasía... para reemprender el camino de vuelta hacia lo cotidiano, lo habitual y -cuando menos en aquel primer instante de opaco resplandor o clara negrura- también hacia algo tremendamente aburrido.

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