martes, 20 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VIII) "La tormenta"






LA TORMENTA
Rodrigo D’Ávila

Odio, siempre sentí una especial repulsión casi enfermiza por la remolacha, ese producto de la huerta color a penitencia, aroma y sabor dulzón, que entonces se degustaba simplemente cocido acompañado del humilde aliño de unas gotas de aceite y vinagre. Otros puede que experimenten lo mismo con los caracoles, bígaros o incluso con los menudillos de cualquier animal; y puede que ello tenga un más que razonable fundamento psicológico que justifique tal aversión.

Pues bien, ahora, desde la tranquila perspectiva que proporciona el transcurso de los años, recuerdo aquel día, un cotidiano almuerzo de verano en que el plato principal que se me ofrecía a saborear era precisamente ese: remolacha al vapor. Del mismo modo retorna a mi memoria el venturoso hecho de que, gracias al incidente que relataré a continuación, allí quedó el plato intacto sobre la mesa. Hoy, después de lo que ha llovido -nunca más apropiado-, estoy seguro de que la naturaleza se alió conmigo y juntos logramos eludir, al menos por un día, el paladeo del amargo cáliz que para mí suponía la ingestión de ese horrible fruto del averno.

Y es que, apenas sentados todos -entonces tan sólo cuatro- a la mesa, un pavoroso trueno, de esos de los de antes, provocó un temblor, asimismo de los de toda la vida, a nuestra ya en aquel tiempo antigua casa, lo que desencadenó una brusca desbandada.

El día poco a poco había tornado noche. La luz -también la otra, esa hija del señor Edison-, que alumbraba aquellas primeras horas de la tarde nos abandonó, y nos vimos sumidos en las sombras mientras en la calle descargaba una espeluznante tormenta acompañada de gran aparato eléctrico -como en esos días catalogaba las de su clase el inolvidable Mariano Medina- y de una descomunal tromba de agua que parecía, según anglicismo en uso, un revival de aquel celebrado diluvio universal cuya crónica divulgó un tal Noé; ello no tanto por su duración como por su intensidad, y que si bien no viví a buen seguro poco tenía que envidiar a esta moderna e inolvidable sucesión de fenómenos meteorológicos que a todos los presentes nos sobrecogió aquella tarde, acaso de agosto.

Una parte del tejado de nuestra casa venía constituido por una enorme claraboya que servía un gratificante haz de luz natural a la escalera; pues bien, aquélla no fue capaz de aguantar impertérrita la formidable manta del líquido elemento y las goteras comenzaron a proliferar. Pertrechados de cualquier recipiente apto para achicar agua, subimos los vecinos -en equipo, como ahora se dice- a lo más alto de la escalera distribuyendo convenientemente los peroles sobre rellanos y escalones de madera, en una rápida operación de ascenso-descenso por la pendiente con la humilde pretensión de minimizar los efectos del temporal.

Apenas un par de cubos había yo dispuesto, cuando decidí que mi sitio no era la escalinata, bajo ningún concepto debía perderme aquel espectáculo de una naturaleza tan magníficamente desbocada y me llegué hasta los desvanes. Allí, en lo más alto y a través de las sesgadas ventanas que se proyectaban hacia el cielo, contemplé una de las más impresionantes manifestaciones de absoluto poder en estado puro que recuerdo.

Rayos, relámpagos, truenos, la naturaleza indomable, desafiante, embravecida... mientras yo, ínfimo ser humano, a cada instante que pasaba me sentía aún más pequeño de lo que ya de por sí era.

En esta tesitura permanecí el rato que duró el temporal. Retornó la calma lo mismo que yo al mundo pequeño, a ese microcosmos de enanos que se afanaban -ilusos- en impedir que la naturaleza penetrara en sus vidas más allá de lo habitual, de lo tolerado. Mientras tanto, la lluvia indomable se filtraba a través de los cristales del tragaluz y, en arriesgada caída, chapoteaba entre los cubos que como hongos en otoño habían brotado dispersos sobre la ajada tarima de los desvencijados peldaños de la escalera.

1 comentario:

Cecilia - Ávila dijo...

Me hiciste recordar otra tormenta, esta en mi pueblo, en la que se unieron tres diferentes y aquello fue un espectáculo (para mi espeluznante) de, en plena noche, más de media hora de luz producida por los relámpagos.

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