miércoles, 1 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIX) "Nuestro secreto Shangri-la"




NUESTRO SECRETO SHANGRI-LA
Rodrigo D’Ávila


Quedamos en vernos todos. La pandilla que componemos ocho o diez chavales tiene una cita: apenas hayamos comido y en el Grande. Ahora nos hallamos en una maravillosa tarde de verano, el calor sofocante no nos importa, ¡faltaría más! El objetivo de la reunión merece cualquier sacrificio, y además no existe tal, todo lo contrario se trata una fiesta que nadie de los mayores conoce - seguro nos la prohibirían en aquella época tan inclinada a reprimir – queremos marchar, como ya hicimos el verano pasado, a nuestro refugio, ese rincón de aventuras imposibles que a lo lejos usufructuamos, allá en el Soto, cerca del Fresno, para aquel tiempo y edad puede decirse que casi representaba el confín de la tierra conocida.

El misterio y la épica de lo que nos está vetado tal parece consiguiera convertir nuestro periplo en otro de ensueño que se abriera paso a machetazos a través de una jungla de ficción, en pugna por alcanzar unos horizontes más o menos perdidos.

Pero no, nuestro destino apenas lo constituye un pequeño claro entre fresnos, alisos y negrillos a la orilla del Adaja, o lo que de él queda en la estación en que todo se seca, y por supuesto lo primero que casi desaparece y siempre se reduce a su mínima expresión, sea cual fuese el grado de humedad del pasado e interminable invierno, es ese aprendiz de río. Allí, al fresco del exiguo caudal que aún lleva, hemos construido el pasado estío una rudimentaria cancha de tenis - nuestro secreto Shangri-la - inflamados de ánimo como estamos con las hazañas de Santana, Arilla y los demás componentes del imbatible equipo de Copa Davis que se bate el cobre en la remota Australia por conseguir la legendaria "Ensaladera".

Impacientes nos vamos concentrando en la Palomilla, ya estamos casi todos: los habituales de todo el año y también los que sólo aparecen en vacaciones recién llegados del vecino Madrid. Cada uno trae lo que puede: unos postes, la red, raquetas de madera - aquellas antiguas que aparecen en las fotos sepia de principios de siglo cuando Lili Alvarez triunfaba en Wimbledon - pelotas de goma, cantimploras con agua... Nos ponemos en marcha dispuestos a pasar una inolvidable tarde de aventura, tenis y... fantasía.

La marcha resulta casi un suspiro, tenemos prisa por llegar. Atravesamos las empinadas callejuelas - ahora son bajada - rumbo al sur, San Nicolas, las ventas que flanquean la carretera, entramos en el Soto y por la ribera del río alcanzamos nuestro particular e ignoto Roland Garros.

Enseguida preparamos la cancha y, turnándonos en el uso del único par de raquetas con que contamos, damos inicio al juego. Los de fuera jalean cada partido de singles con el inconfesable deseo de que cuanto antes termine para así sustituir al que pierda, pues el pingüe trofeo del vencedor no es otro que el derecho a continuar jugando.

Pasan las horas, cae la tarde, apenas se ve; eso y sólo eso nos avisa de que es hora de volver. Regresamos exhaustos, sudorosos, felices, ya de suave anochecida y con la sóla compañía de miles de estrellas. Mañana será otro día, igual y no obstante distinto, volveremos de nuevo al refugio, o tal vez no, total que más da.

-¿Dónde estuvisteis toda la santa tarde? No te he visto el pelo - pregunta inocente mi madre.

- Por ahí - displicente contesto, aunque no puedo evitar que una sonrisa, casi una forzada mueca, asome delatora a mis labios.

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