sábado, 18 de septiembre de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LVIII) "Memorias de África (I)"




MEMORIAS DE ÁFRICA (I)
Rodrigo D’Ávila



Nada más lejos de mi intención que aburrir. Nada más ajeno a mi ánimo que, sin pretenderlo, aparecer como ese abuelo o tío cebolleta plomazo (habitual en cualquier familia que se precie) que relata quieras o no, entre los bostezos de sus nietos, sobrinos y demás allegados mártires, las aventuras de las que siempre salió airoso -jamás erróneas o calamitosas situaciones- que protagonizó durante el cumplimiento de su glorioso servicio a la patria.

Aunque si bien nunca lo sufrí -mis abuelos dejaron este mundo antes de mi feliz alumbramiento- siempre me propuse no torturar a nadie con batallitas que tan sólo al protagonista pudieran interesar.

No obstante lo dicho, y sin que tachárseme pueda de embustero, resulta indudable que los once meses de cuasi reclusión castrense en el norte del continente negro dieron para mil y una anécdotas, ciento una experiencias y decenas de situaciones cómicas unas, estrafalarias otras y, a los ojos de hoy en día, surrealistas la mayoría, que seguro puedan aparecer como atractivas tanto para aquellos que conocieron la época, como para los afortunados ignorantes - por su juventud lo digo - puedan servirles de regocijo en la distancia, igual que quien lee una historia de romanos, o -no hay que exagerar- una película de los ochenta.

Sentado todo ello, y excusándome por tan dilatado prólogo, demos principio a esta historia bélica, carcelaria -por lo que de aislamiento tiene- road movie y hasta podría catalogarse como de comedia española o “españolada” que así se decía entonces.

La presente crónica comienza con un viaje, el traslado en ferrocarril -rigurosamente vigilado y nocturno- hasta Málaga, donde embarcaríamos hasta nuestro destino final en África.

Lo primero a reseñar: la travesía resultó movidita. Y es que entre el mal cuerpo que de por si llevábamos y el que nos puso la propia mar, bastante alterada, pocos fueron los que no terminaron echando la pota en cubierta. La inexperiencia de muchos en el noble arte de la náutica hizo que sus degluciones -copiosas al principio- lo fueran a sotavento, con las consecuencias que para ellos y sus vecinos fácilmente imaginarán.

Para no cansar, tras un puñado de peripecias de mi interés, porque las sufrí en primera persona, auque ociosas para ustedes, les situaré en el destino final del periplo: unas instalaciones administrativas denominadas Mayoría Centralizada, ya que precisamente en eso radicaba su función: en ellas se agrupaba toda la contabilidad y demás funciones burocráticas de la plaza (en cuanto a nóminas, suministros, ingresos, pagos etc.). En la trasera del complejo, y como un apéndice, se situaba también un depósito de Intendencia al que acudían los adscritos a esa compañía para cargar o descargar provisiones que a su vez distribuían entre los destacamentos de la ciudad.

La importancia que para mí supuso tal almacén se explica en que gracias a él mantuve una buena relación con algunos soldados que, destinados -para su desgracia, pues su sede se situaba anexa a una bandera de la legión- en esa Compañía, sin embargo por suerte para ellos y precisamente por la existencia de ese almacén trabajaban en el mismo lugar que yo mismo.

La vida en ese núcleo cerrado, dentro de un territorio ya aislado de por si, no se podría calificar como dura, al menos si la comparamos con otros como la legión -aunque este destino era "voluntario"- regulares o unidades que sin resultar penosas per se, se transformaban en un infierno gracias a su proximidad con otras que si lo eran, convirtiéndolas por afinidad en destinos desgraciados para aquellos infelices que allí caían.

En Mayoría siempre nos consideramos unos privilegiados. ¿El motivo? Muy sencillo: a cambio de trabajar, y duro en algunas épocas, el régimen disciplinario en el interior resultaba bastante relajado. Trato afable; laxitud en el atuendo y costumbres; no servicios de cocina, limpieza, hostelería, de eso se encargaban otros; y sobre todo, nada de guardias. Se trataba de un hábitat regido por una especie de contubernio, de un pacto no escrito: trabajas con interés, minuciosidad y dedicación, y en contraprestación aquí dentro estarás casi como en la vida civil. “Do ut des” o “Quid pro quo” que dirían los latinos. Y es que la eficacia en aquel trabajo jamás podría haberse impuesto tan sólo con disciplina. Si alguien hubiera querido, la habría armado simplemente con introducir gazapos en la contabilidad, los que se habrían descubierto muchos meses después, justo cuando el autor -licenciado con honores- retozara feliz en su casa.

Para que el tiempo pasara más rápido, especialmente en épocas en que el trabajo escaseaba, solicité y se me concedió el honroso ministerio de encargado de la pequeña pero surtida biblioteca del recinto. De esta manera disfruté en ese tiempo de un rincón donde escaparme cuando quisiera y disponer a mi capricho del mayor tesoro que se escondía en aquel lugar apartado del mundo. En compensación, el trabajo era mínimo: catalogación -si me placía acometerla- fichero, reparto y control de los por desgracia escasos libros que se prestaban.

Lo cierto es que la tarea de bibliotecario contribuyó, además de a mantenerme con cierta ocupación cuando los periodos de baja actividad laboral, a continuar en el cultivo de mi pasión - casi vicio- por la lectura. Hay que convenir que once meses dan para voltear muchas páginas.

Antes aseguré, y casi no mentí, que estábamos rebajados de todos los servicios que no fuera nuestro propio trabajo en las oficinas. Ese “casi” lo constituyen las dos marchas -sólo dos- de las que no pude/pudimos escaquearnos nadie (escaqueo bonita palabra con recia raigambre castrense) y bien sabe Dios que lo intentamos. Se trataba de las famosas concentraciones en una planicie a lo alto de la ciudad llamada “Rostrogordo”. Allí, cada tres o cuatro semanas, se concentraba toda la guarnición de la plaza (puede que más de 20.000 hombres) después de caminar en formación por calles, vericuetos y callejuelas. En mi caso la marcha era de unos siete kilómetros, algunos de pronunciada subida, todos bajo un implacable sol y el sobrecogedor sonido de los tambores de la legión. Al final, agotados y sudorosos (no estábamos en forma para caminatas), alcanzábamos la grandiosa explanada donde hacía horas nos aguardaban, concentrados y ejercitándose en simulados juegos de guerra bajo la inmisericorde mirada de sus mandos, la practica totalidad de la guarnición del Tercio y Regulares, además de las otras tropas auxiliares.

Siempre pensé que estas maniobras, más o al menos tanto como su utilidad práctica a modo de entrenamiento, tenían otra fundamental: la disuasión. En efecto, si toda aquella parafernalia acojonaba, nos amedrentaba a nosotros mismos, qué no iban a experimentar los del otro lado, aquellos que en teoría nos sitiaban y a los que, llegado el caso, deberíamos romper las líneas para avanzar y salir de la ratonera; es decir los -usando un término hoy políticamente incorrecto- “moros” o como en la España actual se dice: magrebies.

La vida en el interior del Centro transcurría rutinaria, plácida, hasta diríase que perezosa. Los días caían con una pesada cadencia, y es que la emoción, el riesgo, el peligro acechaba fuera, en las calles, y no precisamente procedía del enemigo… Pero esa historia será objeto del siguiente capítulo.

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