miércoles, 4 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXVI) "La noche más hermosa"







LA NOCHE MÁS HERMOSA
Rodrigo D’Ávila





Tantos meses ansiosos aguardando, en realidad casi un año; aunque siempre lo veías lejano, tan sólo cuando en el colegio nos daban las vacaciones, las calles se engalanaban y se respiraba ambiente navideño, entonces era el momento en que verdaderamente tomábamos conciencia de que a la vuelta de la esquina, en un suspiro, vendrían, durante una gélida – siempre lo fue – noche de enero… ¡Sí! por supuesto, los mágicos Reyes Magos de Oriente.


Mi hermano y yo, nerviosos, nos preparábamos para asistir a la cabalgata, un desfile entonces bastante pobre, aunque como comprenderán nos daba lo mismo, a nuestros ojos se presentaba igual que una gran parada de esas que veíamos en televisión al más puro estilo americano.

Bien abrigados salimos a la calle. Aunque es pronto, la noche se ha enseñoreado de la ciudad, las tinieblas lo pueden todo y es que durante éste, como tantos otros, crudo invierno, diríase que el sol apenas se atreviera a lucir más allá de lo que sabe le corresponde, y la verdad, nunca nos pareció demasiado.
A lo lejos se escucha el redoble de los tambores, el agudo lamento de clarines y trompetas; en realidad, pensándolo bien, qué poco tenía que ver esta parafernalia con las costumbres de la Palestina de hará dos mil años. Qué asombroso milagro es la ilusión de los niños - y… de los mayores, que de todo hay – para lograr remover cualquier racional obstáculo y participar plena, intensamente, de esta velada que a todos subyuga.

La gente se arremolina en las aceras, ya si que es noche cerrada, la mínima iluminación urbana casi no alumbra. Da lo mismo, esa oscilante claridad que proporcionan decenas de antorchas sustituye a la otra luz y creo consigue ponernos en situación. Luces y sombras se combinan para hacer de esta noche una explosión de magia y fantasía.

Abren el paso los pajes, un grupo para cada Rey que se intercalan entre otros motivos del desfile. Tras los primeros, Melchor, a caballo, a duras penas se sostiene encima de la silla, demuestra a cualquier no iniciado que se trata del único momento del año en que se encuentra en situación parecida. Con una mano saluda a todos, mientras que con la otra, inclinado grotescamente hacia delante, se abraza temeroso a las crines, casi al cuello del pobre jamelgo, eso sí, no pierde una nerviosa sonrisa que todas las trazas tiene de responder más al miedo que a la placidez mayestática que a la monarquía se supone.

Tras él, Gaspar y, en la cola, Baltasar, seguro que más previsores o simplemente afortunados, van a pie precedidos de su respectivo paje que pasea con las bridas de sus corceles bien sujetas. El trasero del Rey negro delata que ha aterrizado sobre el duro adoquín de la manera más plebeya, sin una mínima muestra de la nobleza de su condición.

Llega el final, no conseguimos contener nuestra ansiedad, nos vamos corriendo apenas termina de pasar un camión cargado hasta los topes de cientos de cajas que simulan contener esos regalos que hemos encargado y otro de bomberos que imaginar nos hace los equilibrios que los pobres magos de oriente deberán practicar, en dura lucha con escaleras, macetas, balcones y sus propios mantos y ropaje en general, tan poco aptos para tan “altos” menesteres. Ahora pienso que la magia de aquéllos realmente habría que encontrarla en su habilidad para sortear tantas dificultades sin caer al vacío y morir en el intento, eso sí, todo fuera en aras de cumplimentar ese su deber milenario.

Ya estamos en casa y en la cama, casi ni cenamos. Lo que tantas otras noches supone una tarea casi titánica, hoy se logra sin esfuerzo, y no me refiero al dormir, sino al hecho mismo de postrarnos en el lecho.

Tardamos una eternidad en conciliar el sueño, hablo con mi hermano en voz queda, apenas perceptible no fuera a nuestros ilustres visitantes les diera por adelantarse y pudieran llegar a oírnos tomando nuestra vigilia como una inocente traición.

Al fin logro alcanzar una especie de duerme-vela que pretendo me acompañe hasta la maravillosa mañana en que nos encontraremos con el objeto de nuestra ilusión tanto tiempo anhelada.

Mientras, durante la madrugada, aún hoy podría jurar que, abajo en la calle, he escuchado el batir de los cascos de los caballos contra el pétreo suelo, diría incluso que oí el extraño lamento de varios camellos, los que, sin respeto alguno para con el silencio que ahora todo lo inunda, pareciera clamaran por su ración de alfalfa, esa que nosotros previamente habíamos dejado dispuesta en el portal.

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