martes, 25 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIV) "Pares o nones"



PARES O NONES
Rodrigo Dávila




Tiempo de piedad, recogimiento y expiación de los pecados (porque entonces también se pecaba). Periodo de silencio, contrición, gesto severo y procesiones. La primavera está cercana, puede que haya comenzado ya, no obstante mis recuerdos no son multicolores, se tiñen de negro, quizá violáceo a todo lo más.

En efecto, es la Semana Santa, la de aquella época claro. Si a lo largo del año todo se hallaba prohibido, durante esos siete días puede asegurarse que lo estaba aún más si cabe. Un detalle: hasta se nos vetaba algo tan inocente y saludable como la risa, la carcajada, sonreír incluso.

Proscritos, como por otra parte y en cualquier tiempo era habitual, los derechos de reunión, asociación, manifestación y un largo etcétera; además de radio y televisión (excepto para música y programas religiosos), el cine (salvo películas de ambiente sacro), teatro, el juego... bueno... el juego no, al menos no del todo. Resultaba curioso, pues esta constituía la insólita excepción. Si durante todo el año el juego estaba prohibido, que digo... prohibidísimo, he aquí por extraño que parezca y en aras de esas extrañas paradojas que de cuando en cuando florecen en este nuestro increíble país, y qué casualidad, en las fechas del calendario de absoluta ebullición e inflamado rigor espiritual, consentíase a cualquiera jugarse en público hasta... digamos que las pestañas -por ser éste un aditamento muy íntimo y no obstante prescindible-. Aunque eso sí, sólo en algunos días de aquella semana e invocando un loable espíritu a medias entre lo folklórico y cultural, arraigado en nuestras más añejas supersticiones... perdón quería decir tradiciones.

Me estoy refiriendo al ancestral divertimento -aún hoy practicado, si bien con mucho menos encanto- denominado “Los Borregos”. Desconozco si tal apelativo lo recibía de las menudas canicas de madera que se utilizaban para llamar a la suerte -también a la desgracia, que de todo había- o bien tenía que ver con una especie de cariñoso y festivo apodo que se imponía, tampoco sé la razón aunque la sospecho, a los afamados jugadores que durante esas escasas jornadas resistían -y ríanse de Numancia- pegados a las mesas de juego como si en ello les fuera la vida -y de nuevo debo pedir perdón por la comparación, esta vez a los dóciles y lanudos acémilas-.

Este lúdico pasatiempo, ya que calificarlo de deporte como comprenderán excede de los límites del buen gusto, este entretenimiento digo, acontecía todos los años puntualmente en Ávila -si bien también lo tenían por costumbre en alguna otra villa de la provincia, caso de Madrigal- donde además de la túnica procesional, cilicio o capirote, los aficionados preparaban sus fajos de billetes para acudir a los locales del Casino Abulense, único templo conocido para la celebración de este sacrosanto rito anual.

Para los no iniciados apenas aclararé que “Los Borregos” (juego) - prescindiendo de si tal apelativo se extiende a los jugadores- se trata de un pasatiempo de apuestas a pares o nones, en el que los apostantes juegan contra otro que hace de banca el que a su vez lanza las bolas en dirección a un agujero situado en uno de los rincones de la mesa de billar, verde campo de juego -aunque también puede practicarse con dados-. Ante el grito del croupier: “¡Hagan sus apuestas!” Los jugadores o puntos obedecen depositando sus dineros en la parte de la mesa establecida, ello hasta el límite que permita la banca. Ésta juega por ejemplo a pares, los puntos a nones, y gana la una o los otros según que la suma de las bolitas que queden fuera del agujero resulte una u otra cantidad. En el caso de que todas vayan dentro del hoyo ganará la banca, ésa es su ventaja.

Recuerdo noches de marzo o abril en los salones del nuevo Casino, el de la calle Gabriel y Galán. Aglomeración de gente, humo, sudor, nervios y ansiedad; el papel manoseado, arrugado, tal pareciera que hasta despreciado, circula uno a uno o en fajos cual lechugas reventonas. Las pequeñas pelotitas al encuentro del pozo de la fortuna o el desastre. Mientras, a escasos metros, se celebran los oficios, recorren las calles las procesiones o visítanse monumentos. Y entre este paisaje y paisanaje estallaba lo pintoresco, una especie de show celtibérico en una tierra llena de contrastes. Todo nos estaba acotado excepto el juego, que a su vez volvía a prohibirse en cuanto pasaban aquellas fechas teñidas de añil, coronadas de capirotes y abrumadas por el silencio, un silencio apenas roto por el redoblar de los tambores, la estremecedora agonía de alguna extravagante saeta surgida en cualquier esquina de la noche y... por supuesto, por la fervorosa y blasfema algarabía que, en las antipodas de una oración, emergía incontenible desde las mesas de juego.

Hace poco he escuchado una tesis que justificaría la razón de ser de esta irreverente práctica, a medio camino entre la liturgia y el folklore; con todas las cautelas no me resisto a citarla: con esta costumbre se evocaría la timba que montaron los guardias custodios romanos cuando se jugaron, a una especie de apuesta a los dados, la túnica de Cristo.

Así era la Semana Santa entonces, un puñado de días a la medida de cada cual, donde como ahora y para muchos lo de menos era la efemérides que se conmemoraba por unos hechos acaecidos tan lejos de aquí, y sin embargo... tan cerca.

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