lunes, 5 de julio de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LVII) "La serena furia de los eucaliptos"






LA SERENA FURIA DE LOS EUCALIPTOS
Rodrigo D’Ávila




Han transcurrido unos pocos años desde que -en su cama, martirizado por los que decían venerarle- murió el dictador y, aunque tibia e imperceptiblemente la vida política va cambiando, la otra, la cotidiana, más o menos se mantiene igual. También el ejército.

Y es que, lo que he venido aplazando sine die desde hace años se convierte en perentorio y urgente, ha llegado el die. Más o menos organizada mi vida civil, me dispongo a comenzar la otra; no, no se trata de la vida mística o contemplativa, ni tampoco de la vida alegre, sino la del cumplimiento de mis inexcusables y obligadas obligaciones para con la patria: el Servicio Militar.

He de reconocer que a lo largo de los años y en distintas ocasiones la varita de la suerte tocó mi existencia, en ésta puede que también fuera así. El azar, el destino o vaya usted a saber, dispuso que habría de pasar un año en una de nuestras queridísimas plazas africanas. ¿Suerte? Qué duda cabe de que sí… aunque tampoco negarse puede que fue de la "mala". Al menos eso pensé entonces. Hoy, después de tantos inviernos, los recuerdos sin virar a rosáceos tampoco pueden calificarse de completamente negativos, todo lo más el balance se resumiría en: perdí tiempo y dinero, sin embargo creo que lo que gané fue mucho más.

Previo al comienzo del servicio en si, hube de disfrutar durante un mes más o menos de lo que se denominaba “campamento”. Lugar: uno al borde del mar, cerca, muy cerca de donde el mediterráneo se convierte en océano. La ocupación: instruirte en técnicas y tácticas de campaña, en fin jugar a la guerra; o al menos eso era lo que se pretendía.

Pues bien, es precisamente de ese periodo del que me propongo dibujar apenas un par de pinceladas, porque lo cierto es que un mes da para muy poco.

En realidad instrucción o adiestramiento práctico apenas hubo, pues gracias a lo desapacible del tiempo -hay que decir que con lluvia no se salía al campo- y la oportuna enfermedad o indisposición transitoria -que recordar no quiero- los días de instrucción que practiqué se redujeron a dos, y eso sin exagerar, que si lo hiciera bien pudiera decirse que no aparecí por Camposoto, que así se llamaba el idílico lugar, poco que ver con el escenario de películas como El Sargento de Hierro o La Chaqueta Metálica.


Mis recuerdos se tiñen del gris negruzco de cielos encapotados; del verde caqui militar que se acentuaba con el otro de las lianas de los eucaliptos azotadas por el viento; del azul oscuro del cabreadísimo mar; o de aquel ocre del papel de estraza moteado de manchas de grasa, recipiente de fritura de pescaito, manjar por antonomasia de aquella tierra muelle/rampa de salida para conquistadores.

La verdad sea dicha, el tiempo, perezoso, transcurría como a tropezones, con la lenta cadencia impuesta por la perniciosa ociosidad que todo lo inundaba; cuan cierto es que el anhelo a que algo termine es inversamente proporcional a su duración real. De martirio chino podría calificarse este teorema que se me acaba de ocurrir.

Tan cierto como el atinado refrán: "no hay mal que cien años dure". Así que, por fin, una venturosa mañana de primeros de marzo, amenazados por los bejucos de cientos de eucaliptos que a nuestro alrededor el viento zarandeaba a su antojo, y tras una emocionante ceremonia, juré/juramos (puede que alguno perjurara) fidelidad a la bandera y retornamos durante un puñado de días a nuestros hogares. Aunque esto tan sólo constituye el principio de la historia que continuará en el siguiente capítulo. En ese, uno ya formará parte, en plenitud y cual Escipión, del glorioso y laureado ejercito de África.

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