domingo, 16 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIII) "Érase un concierto pedestre"







ÉRASE UN CONCIERTO PEDESTRE
Rodrigo Dávila

Es domingo, la mañana de un luminoso día de finales de primavera. Aún se dejan sentir los penúltimos frescores de la aurora de este día recién estrenado. Ya se sabe, en esta tierra hasta bien entrado el verano, y ni siquiera entonces, puedes desdeñar al menos una ligera rebeca -como por entonces se decía en recuerdo de la prenda que sobre los hombros lucía la protagonista del filme del mismo nombre, obra del inolvidable Hitchcock-.

El traje nuevo, ese que sólo se exhibía los domingos, está dispuesto: pantalones cortos, por supuesto, camisa azul y relucientes zapatos que refulgen a la luz del tibio sol de la mañana... De la mano de mi padre atravieso el Mercado Grande donde comienzan a instalarse las primeras mesas de las terrazas sobre el húmedo mosaico de granito recién regado, recorremos San Millán y remontamos la imperceptible pendiente, pero cuestecilla al fin y al cabo, de la calle Duque de Alba hasta llegar a nuestro destino: el jardín del Recreo. Nos disponemos a escuchar el concierto matinal que la banda municipal va a interpretar encaramada, como siempre, sobre el centenario templete que preside aquella pequeña y coquetona zona verde que desde el principio ha servido de antesala al gran parque de la ciudad: San Antonio.

Gentes de todas las edades aguardan el comienzo de la función, sentados y en pie los mayores observan como los maestros afinan el instrumental, mientras los más pequeños corretean alrededor de esa mínima manzana de forja y granito que configura una especie de magnífica pérgola con presencia y sabor a decadente principio de siglo.

Según he oido, este templete estuvo ubicado antes en el Mercado Grande, no llegué a conocerlo allí, eso era cuando la plaza crecía con arbolitos en su centro y la circulación de los escasos automóviles limitaba la zona de juegos.

Pero... ¡Atención! Se hace el silencio y la orquesta inicia los primeros compases. Piezas de todas las épocas y estilos: popular, pasodobles, vals, polcas, algo de música culta... Turina, Falla, un poco de Bhrams, punto de Mozart, y el concierto se cierra con la célebre “Marcha Radetzky” a mayor gloria de la familia Strauss.

La audición ha resultado un éxito, todos parece han salido contentos, hasta los más mocosos que enredaron lo posible entre los siseos de melómanos y demás gente sin chiquillos en la familia. Aún así la música lo ahogaba todo, silenciaba cualquier otro ruido molesto, como éste de los infantes y no tan infantes, que parecían contradecir al maestro Strawinsky cuando sostenía que los niños entendían mejor su música, seguro que ninguna pieza suya se interpretó aquella mañana.
¿La calidad de la orquesta? Imagino que correcta, siempre se dijo - puede que por algún chovinista local - que nuestra banda en nada tenía que envidiar a otras de ayuntamientos con mayor nombradía y presupuesto.

Terminada la interpretación, y siempre de la mano de mi padre, abandonamos el Recreo y nos dirigimos, ya mi madre con nosotros, a misa con sermón y púlpito incluido. Tras ésta venía el aperitivo en cualquiera de los bares que por entonces salpicaban el Grande y aledaños.

Una comida festiva ponía fin a aquella mañana de domingo, una radiante mañana de cualquier primavera escenario de una infancia que ahora, después de tanto tiempo, vuelve renovada a mi encuentro acaso aderezada de una pizca de melancolía.

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