miércoles, 28 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XI) "Ultramar en tierra adentro"



ULTRAMAR EN TIERRA ADENTRO
Rodrigo D’Ávila



Ultramarinos, misteriosa palabra que siempre me sedujo. Sonaba a travesía, aventuras, a todo aquello más allá del océano y por eso mismo desconocido, enigmático, preñado de peripecias. Viejos lobos de mar, de esos que según la leyenda al morir adoptan la naturaleza de un albatros y vagan por los mares, mientras que en vida surcan procelosas aguas en busca de productos con un denominador común: su extravagancia, esa rareza que se presume en lo remoto y por ello casi siempre inexplorado.

Cuando escuchaba esa mágica palabra mi imaginación se ponía a las órdenes de Marco Polo en sus viajes a oriente en pos de las especias; de Colón, que en semejante empresa llegó hasta lo que creyó indias occidentales; del capitán Acab tras su particular adversario Moby Dick; o en fin, siguiendo la senda de grandes personajes de ficción deudores de Salgari, Verne, Defoe, Melville, London o Stevenson.

Ultramar, más allá de Finisterre, sobrepasada Terranova, atrás quedaron las Azores, alumbrado por el sol de medianoche o cerca del mar de la China.

A veces pensaba, qué extraños vericuetos recorrerían aquellos exóticos manjares hasta venir a parar a humildes establecimientos abulenses; qué fascinantes escenarios no habrían conocido aquellos arenques en redondas cajas, este te a granel, o esas planchas de bacalao seco que apiladas se exponían sobre los mostradores...

De mi niñez recuerdo en especial dos de aquellas tiendas, a saber: “La Perla” y “Lope Santo Domingo”, situadas en ambos extremos del Mercado Grande, bajo los soportales. Parece que las estuviera viendo, la entrada custodiada por pesados sacos llenos hasta el borde de lentejas de la Almunia, garbanzos de Narros, alubias del Barco, pipos de vaya usted a saber. Cada uno con su cazo para servir directamente al cliente.

Acompañazme ahora y, con sigilo, colémonos como entonces…

Cuando traspasabas el umbral te introducías en la penumbra asediado por mil aromas, no sé la razón, pero mis recuerdos se colman de ella; con aquella penumbra de entre la que surgía al fondo el mostrador con su base de madera y encimera -como ahora se dice- de mármol blanco, tal vez gris; tras él, a rebosar, estanterías con todas las mercancías inimaginables y delante, entre estantes y mostrador -como si de pronto adquiriesen la categoría de un objeto más y formasen parte de aquel paisaje-, aparecían el dueño y los dependientes ataviados con blusones de dril o guardapolvos azul mahón.

Papeles de estraza por doquier y, sobre el mostrador, la balanza con sus pesas dispuestas al lado, una cuchilla de cortar el bacalao, cilindros de cristal rebosantes de aquel aceite a granel color caramelo listo para, accionando la palanca, ser tirado en el recipiente que portaba la siguiente parroquiana; y acaso, algún tarro de cristal lleno de golosinas para vender, que no regalar, al niño que por allí se acercara no alcanzando siquiera a atisbar algo por encima de la alba frontera que marcaba la piedra de mármol.

Ya cerraron aquellos entrañables y pequeños ultramarinos -aún queda alguno de barrio- fueron sustituidos por autoservicios, supermercados, hipermercados y grandes superficies. La relación cuasi familiar ha venido a ser desplazada por la asepsia, no sólo en los productos -aislados con plástico- sino también entre el dependiente, que ya no existe al estilo clásico, y la clientela. Ahora todo es blanco, limpio, frío, no hemos de contaminar ni contaminarnos; en un futuro próximo se perderá todo contacto, ello en aras de la prisa, la incomunicación, tal vez la insolidaridad, y por fin, en ese momento, acaso irrumpa feroz un profundo y ya perpetuo hastío.

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