jueves, 7 de junio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIV) "El espíritu del bosque"





EL ESPÍRITU DEL BOSQUE
Rodrigo D’Ávila


Aunque hoy día pudiéramos considerarlo casi un parque de la ciudad como San Antonio o San Roque, entonces, hace más de treinta años, todavía era nada menos que un bosque, una masa arbórea surcada por el Adaja y constituida por una mayoría de fresnos, arropada por alisos, chopos, álamos y algún que otro negrillo.

En efecto, lo que apenas con unas pinceladas he pretendido esbozar es ni más ni menos que “El Soto”, esa mancha verde que se desparrama por el valle, iniciándose, al tiempo que quiebra la monotonía del paisaje, poco más allá de la plaza de toros y justo a la derecha de la carretera que conduce a Navalmoral y Burgohondo según abandonas la ciudad.

Resulta innegable que todos los bosques poseen, de una u otra forma, vida propia, sin embargo siempre tuve la impresión de que unos gozan de ella en mayor medida que otros. Me explicaré: he conocido y hasta vivido alguna temporada en las cercanías o el interior de bosques de eucaliptos, pinos y otras especies de hoja perenne, y he de reconocer que no es lo mismo. Poco tiene que ver la vida que discurre en éstos, con la que cada primavera explota o durante el otoño se aletarga en el corazón de esos otros cuya fronda predominante se compone de árboles de hoja caduca: ya sean fresnos -como el del Soto-; robles -en el valle del Corneja-; castaños y frutales diversos -en el del Tietar-; o nogales y similares en la vega del Tomes a su paso por la comarca de Barco de Ávila.

La naturaleza en estos últimos es... ¿cómo lo explicaría? Más vital, instintiva y hasta salvaje. El tránsito estacional se percibe con una intensidad mayor, el motivo de ello no creo venga impuesto por el hecho de que los árboles broten o pierdan la hoja, se trata de algo mucho más profundo: es como si las plantas -y animales- que de todo tipo allí sobreviven gozaran de un colorido, una actividad distinta y a buen seguro mejor; en contraste con aquélla de la que disfrutan los otros (pinos, abetos, eucaliptos...)

Caminar entre robles, nogales, hayas o abedules siempre supuso para mí una especie de baño de vida, una zambullida de energía, de exuberancia en el tiempo de renacimiento, y otro de matiz muy distinto, aunque de igual intensidad, cuando la decadencia. El contacto que en esta frondosidad se establece con la naturaleza es mucho más auténtico, más vivo, me atrevería a asegurar que hasta más emocionante.

Siguiendo con esta dinámica, el recorrido otoñal tiene para mí, si cabe, un mayor atractivo. Es como si el declive, el ocaso, en lugar de significar consumación o desenlace, expresara vida, o mejor, paso a otra. En atravesando esa senda, las vivencias se presentan inflamadas de la melancolía de lo que se transforma y no obstante continua siendo vida al fin y al cabo, ya que se trata de la misma vida perpetuándose. Y es que el afán de vivir, la obsesiva necesidad por continuar disfrutando de lo que tenemos, adquiere entonces, en el crepúsculo, su máxima expresión con muchísima mayor profundidad y virulencia que en la primavera. De igual manera, durante el declinar de una vida es cuando, al tomar conciencia de lo que perdemos, de lo que dejamos atrás, valoramos con ansia desmedida aquélla que, plenos de displicencia, recibimos en el tiempo de lozanía.

Paseos otoñales por el Soto, lánguidos atardeceres en un octubre de poniente escarlata. El atuendo verde ya apenas se sostiene, lo sustituyen mil tonos y matices: ocres, amarillos, cremas, marrones, rojos... en una apoteósica sinfonía del ocaso donde los recuerdos se agolpan y una dulce-suave melancolía se revela desfalleciendo el ánimo otrora entero; al tiempo que en la lejanía, desde el norte, a caballo de una gélida brisa que todo lo invade, irrumpe ese viejo conocido, nuestro inseparable camarada el invierno lanza inmisericorde su periódica proclama de frío silencio y soledad, a la par que de un infinito y sobrecogedor vacío.

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