jueves, 19 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTAGIA (XXVII) "El tercer tiempo"



EL TERCER TIEMPO
Rodrigo D’Ávila



La gente camina en una misma dirección, como en una riada incontenible, tal que si fuera un sólo hombre - o mujer -. Avanzan por Duque de Alba, la avenida de Madrid, la de Portugal, paseo de Don Carmelo; todos se dirigen a idéntico lugar. ¿Se tratará de una procesión? ¿Acaso una manifestación patriótica? Quizás, en fin, ¿la solidaria colaboración ciudadana de sofocar juntos un incendio o ayudar en catástrofe parecida?

Nada de eso, lo que a todos convoca es algo mucho más sencillo y lúdico: un partido de fútbol en el viejo “San Antonio”. Hoy juegan la Segoviana y el Real Ávila, el derby regional por excelencia, disputa entre dos pacíficas ciudades que sin embargo, cada cierto tiempo, se inflaman de una estúpida competencia entre sus equipos de fútbol que puede vaya más allá de lo estrictamente deportivo.

Ya llegamos al campo, en los alrededores permanecen aparcados decenas de autocares “SG”, mientras la multitud se agolpa en las puertas del estadio pugnando por entrar los primeros, seguro habrá sitio para todos pero nadie quiere ser el último.

Disfrutamos una tibia tarde de un domingo otoñal, el personal ha comido apresuradamente embutiéndose en el ya durante meses inseparable abrigo, puro - habano o no - en el bolsillo, acaso una petaca con coñac y ha salido danzando para no perderse el espectáculo.

El agudo silbido del árbitro da comienzo al juego, apenas lo sigo, me entretengo en mirar hacia las atestadas gradas que tan sólo se llenan en tardes como esta. De ellas surgen exuberantes volutas de humo que, como en un pacto secreto con los rayos del sol, configuran una cortina cada vez menos traslúcida que dificulta la visión de las evoluciones de los artistas.

De pronto, algo sucede en la arena, los gritos se multiplican, todo es bronca. El árbitro, sobre el punto blanco del área, señala hacia la portería de casa: un penalty absolutamente inaceptable si atendemos a los aspavientos e imprecaciones que lanza la multitud. Muchos espectadores, cual energúmenos, dirigen insultos al refereé acompañándose de violentos gestos. A algunos de ellos les conozco de vista, se trata de gente gris, de esa con la que te cruzas en la calle provista de sombrero, traje y hasta bastón, que deja el paso a las señoras mientras se descubre y saluda; también otros de mono mahón o mandil verde, uniforme o pana. Ahora, todos juntos y al amparo de la anónima masa protegidos, se sienten ultrajados, vejados por ese infeliz de negro y podría jurar dispuestos a cualquier cosa.

Parece todo se calma, el delantero centro del equipo contrario ha fallado el lanzamiento, veo como el balón supera la portería, también la valla a su espalda y vuela hacia el jardín fuera de los límites del estadio. Un suspiro de alivio recorre las gradas: ¡Uf, menos mal!

El juego continua entre murmullos de expectación. Uys, ayes y otras interjecciones corales alivian la tensión acumulada.

Así se alcanza el final, el clímax se produce cuando el Ávila marca el gol de la victoria a poco de acabar.

-¡Ganamos!

-¿Quiénes?

- Todos nosotros, ¡faltaría más! - comenta la gente al salir.

Resulta curioso y hasta diría amargo el que tan sólo seamos capaces de unirnos, de asumir un sentimiento compartido cuando nos enfrentamos al extraño, al extranjero. Pero... ¿Qué extranjero?

Ahora llega el tercer tiempo, el del día después y el del otro, ese en el que de verdad se requiere la comunión en los esfuerzos para la conquista de una empresa común: nuestra ciudad, nuestras gentes y puede que nuestra propia vida...

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