miércoles, 12 de septiembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXII) "Una jornada particular"


UNA JORNADA PARTICULAR
Rodrigo D’Avila




El frío, la nieve, aquellas nevadas de que hablaban nuestros mayores no eran un mito como algunos ingenuos pudieran sospechar hoy día. Yo llegué a conocer alguna.

Recuerdo un despertar destemplado; había calefacción en casa, un lujo para entonces, la caldera de carbón -hierro forjado al fuego- calentaba el agua de los radiadores, sin embargo, tras una larga noche, el frío y el hielo de la calle conseguía doblegar los rescoldos que a duras penas sobrevivían despiertos entre la ceniza que ya casi lo inundaba todo.

Había que acudir al colegio. En pijama, descalzo sobre la gélida baldosa, me aproximo al balcón, quito la aldaba, abro de par en par las dos contraventanas de recia madera y… ¡oh maravilla! La calle se despereza oculta bajo el disfraz blanco, como el de aquellos clowns de alba faz, brillante ropaje y gorro de capirote.

La nieve, aprovechando la plácida noche, ha hecho su trabajo, y a fe mía que lo hizo bien. Ni un solo centímetro ha dejado de maquillar, apenas se distinguen al fondo las huellas, más que huellas diría agujeros que algún obligado intrépido madrugador mal que bien ha socavado en su seguro laborioso caminar interrumpido, también probablemente, por alguna que otra caída. Las marcas delatoras de las costaladas, deudoras de fatales pérdidas del equilibrio, se desparraman salpicadas en la distancia.

Y es que entonces, en el tiempo que ahora recupero de la memoria, en cierta ocasión nevó bien, baste decir que del pétreo adoquín de la calle hasta la nueva superficie elevada por el blanco y suave elemento fácilmente habría un metro, y eso sin exagerar, que si dejo volar mi imaginación hinchando el volumen… podría casi duplicarse tal cota a límites insospechados.

Más atrás, en duros años que recordar no puedo, sencillamente porque no los viví, aunque si logré colgarme a ellos gracias a las cálidas evocaciones de mi abuela, lo habitual era pasarse los inviernos -que, como se sabe, aquí se prolongan casi hasta el verano, si es que éste llega- retirando nieve y luchando a brazo partido por sobrevivir a esa impoluta precipitación con que nos obsequiaba la madre naturaleza, que en esta tierra más pareciera suegra.

Las abluciones matutinas, la equipación apropiada y un apresurado desayuno constituían el prólogo de nuestra ansiosa, por una vez, marcha hacia el colegio. El camino prometía resultar una aventura, no puedo decir que nos sintiéramos Amudsen en su periplo hacia el Polo Norte, entre otras razones porque no sabíamos de su existencia, sin embargo, el itinerario venía jalonado por lo que imaginábamos agradables penalidades sin cuento, aunque sólo fuera por el hecho de la propia dificultad en el caminar, avanzar por aquel manto virgen que en muchos lugares nos sobrepasaba más allá de las rodillas obligándonos a un esfuerzo sobrehumano que gustosos asumíamos, todo en aras de la mágica nueva de cada invierno, que en aquella ocasión -y para regocijo de todos- se había multiplicado en su intensidad, proporción y crudeza.

Con la última campanada del cimbalillo de la catedral atravesábamos la puerta del Instituto de San Roque y, por un rato, justo hasta el recreo, debíamos suspender nuestros juegos y risas, ese intervalo era lo de menos, lo importante, lo que en realidad justificaba el paseo en tan inclemente mañana, era precisamente eso: la propia inclemencia que a todos nosotros se nos representaba como un paréntesis en la rutinaria vida escolar, mientras despiertos soñábamos con encontrar en aquellos parajes -entonces casi de las afueras- a algún perdido esquimal, acaso un oso blanco o… ¿por qué no…? Al abominable hombre de las nieves.

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