jueves, 26 de julio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGÍA (XXVIII) "En una noche oscura"




EN UNA NOCHE OSCURA
Rodrigo D’Ávila



Es noche cerrada, el madrugón fue de los de órdago pero creo ha merecido la pena. Al pie del cimborrio de la catedral aguardo a que el impresionante cortejo reanude la marcha.

Siento frío, mucho frío, y es que verdaderamente lo hace, demasiado para las calendas en que nos encontramos, incluso para esta tierra en donde cualquier veleidad climatológica es posible y nos pone a prueba un año sí y otro también. ¡Ay... cuanta razón tenía el que afirmó!: “Aquí sólo existen dos estaciones, la de invierno y la de ferrocarril”.

De muy dentro y al aire emergen blancas nubecillas, se trata del vaho efecto del cambio de temperatura, acaso también fruto de la emoción que a todos los penitentes embarga.

El silencio, tan sólo roto por esos cánticos centenarios, todo lo inunda. Sobrecoge la gran disciplina, el fervoroso recogimiento que como en una fantástica comunión se extiende alrededor de la muralla milenaria, casi eterna; y todavía más allá, hacia arriba, horadando el negro manto cuajado de estrellas en esta madrugada quieta, serena, oscura, semejante a aquella otra del alma que escribió el místico universal - no puedo utilizar el posesivo, porque de la humanidad entera ya es -.

Reanudamos la marcha, el gentío rodea completamente, tal que en un milagroso abrazo, el magnífico collar de claras gemas que en la negrura absoluta resplandece postrado sobre un relicario de fino paño tejido en azabache y calma.

El camino, empedrado en recios adoquines, me traslada siglos atrás. Por un momento parece escuchara los cascos de briosos corceles, el batir de nobles seculares espadas, hasta puede que las oraciones del vecino convento de la Encarnación. Percibiera el aroma de decenas de antorchas o de la tierra mojada por la última escarcha antes del alba. Pero no, vuelvo en mí, sí, me encuentro en la segunda mitad de este siglo, sin embargo, si tan sólo mirara/observáramos la muralla y su infinito techo protector, bien pudiera ser ésta que ahora en estos instantes disfruto, una mágica noche cualquiera del medievo encaramado a este altozano rincón de la meseta.

Continúa el orbital viaje alrededor de Él, porque de eso se trata, y por ello también lo sea al interior de nosotros mismos. Ronda Vieja, cercanías del puente sobre el Adaja, cuesta del Hospital Viejo...

Allá a lo lejos, tras los descarnados, desmochados montes, comienzan a irrumpir las primeras luces del nuevo día. Tal vez la temperatura sea una pizca más clemente, acaso el cuerpo expuesto largo rato a la intemperie haya logrado aclimatarse al gélido ambiente reinante, lo cierto es que parece ya hiciera mejor. A todo esto el cielo raso preludia un radiante viernes santo.

Ya termina todo, a la devoción de estas últimas horas sobreviene la algarabía, todo el mundo se afana en encontrar un rincón donde degustar a pequeños sorbos la humeante taza de chocolate y los no menos clásicos churros o porras, inseparable acompañamiento de aquél.

Bandadas de jóvenes, casi adolescentes, de ambos sexos se desperdigan por la en otros días y a estas horas durmiente ciudad. Hoy pocos siguen en sus casas, la mayoría retornará ahora y muchos acogerán con avidez las destempladas sábanas para dormir un sueño reparador hasta después del mediodía, puede que no amanezcan de nuevo si no para comer.

En estos momentos, ya en los albores de la aurora, no me resisto a, solo, absolutamente solo, recorrer otra vez, de vuelta a casa, una pequeña parte del itinerario. Ahora, mientras el silencio me acompaña, ese silencio que casi podría jurar no fuera a abandonarnos nunca, caminaré “el Vía Crucis”, el ancestral Vía Crucis del viernes santo en Ávila. Y será para mí, exclusivamente para este pobre mortal que por unos instantes se siente el único ser humano sobre la tierra.

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