DESDE EL BUNKER
Rodrigo Dávila
Puedo asegurar que en aquella época, transcurridos un buen puñado de años desde su término - calculo yo tendría once o doce -, aún no tenía conciencia de lo que significaba y significó para todos - no sólo para los que la vivieron - nuestra guerra civil. De otra manera, las andanzas que voy a narrar puede hubieran gozado de un sentido bien distinto, en ningún caso el de un simple juego de niños que fue del modo en que siempre se desarrollaron.
Entonces, imagino que allí seguirán ahora, desperdigadas por el alto que se extiende frente a la entrada principal del recinto que rodea la ermita de Sonsoles, descubrimos una especie de galerías subterráneas fortificadas - denominar a eso “bunkers” sería exagerado - seguro que mudos testigos de la guerra civil. Se trataba de casamatas o trincheras en piedra desde donde se dominaba la ciudad y, por supuesto, el antiguo aeródromo que se hallaba - según tengo entendido - en el valle, a los pies del cerro.
Recuerdo aquellas edificaciones abandonadas, imagino que alguna vez llegaran a utilizarse, a lo mejor ni eso, lo cierto es que allí estaban, medio derruidas, cubiertas de arbustos y olvido, como si el tiempo deseara cuanto antes borrar su memoria.
Ignoro como logramos descubrirlas, lo que sí es cierto es que en ese lugar, a pleno sol y batidas por un viento que casi siempre azotaba inmisericorde, se desenvolvieron algunas tardes de juegos, juegos de guerra, una violencia “light” que pretendía imitar a la otra, la de verdad, que se nos revelaba gratis desde fuera.
La panda se reunía en el Grande, el Rastro, a veces en Santo Tomás, y desde allí, subrepticiamente, sin conocimiento de nuestros mayores que puedo jurar jamás otorgarían permiso, nos encaminábamos por el atajo rumbo a Sonsoles.
Ni que decir tiene que en nada - no más de media hora - alcanzábamos el alto. Una vez allí, procedíamos a una detenida exploración de todos y cada uno de los agujeros que salteaban aquel escarpado y árido pedregal, confiando en encontrar de nuevo alguna vaina perdida, probablemente de un cargador o peine de ametralladora - al menos eso pensábamos en nuestros quiméricos sueños de guerra -. A decir verdad todo estaba abandonado, medio derruido y cubierto de maleza, hierbajos y piedras desprendidas de lo que una vez quiso ser fortificación inexpugnable imagino que para la defensa de la ciudad o de los escasos vuelos que aterrizaran en el vecino campo.
Tras el reconocimiento daba inicio el juego. Divididos en dos grupos, nos emboscábamos en los fortines al tiempo fingíamos dispararnos mientras pugnábamos en protegernos del ataque de cazas enemigos.
Juegos de lo más inocente si no fuera por la violencia en que se inspiraban, asumíamos la pertenencia a un grupo y la naturaleza enemiga del contrario. Lo sé, tan sólo se trataba de un pasatiempo, no obstante ahora, en la distancia que da el tiempo, me inquieta pensar en el hecho de que si entre amigos nos sentíamos capaces de librar una batalla - de mentirijillas - qué no habría de suceder entre dos grupos de desconocidos con armas de verdad. Y es que ese instinto, precisamente ese, se me aparece como la mayor miseria de la guerra: alguien lanza a unos contra otros y la situación escapa al control de todos. La razón, la piedad o el perdón se diluyen en la frenética dialéctica de la violencia; y esto lo saben muy bien los que, a cubierto y sin riesgo, dirigen las operaciones de esos seres anónimos que abajo, en el campo de batalla, pelean sin comprender muy bien el porqué de su lucha.
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