domingo, 18 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VII) "Mediodía en el jardín eterno"



MEDIODÍA EN EL JARDÍN ETERNO
Rodrigo D’Ávila


Árboles centenarios; viejos arbustos y parterres; piedra y forja talladas por el tiempo; romántica fuente con rumor a rancios paseos de principios de siglo; confortador chorro del que sin miedo todos bebíamos acercando nuestros labios a los de aquel pétreo reptil mitológico; sombra benefactora privilegio de un extraño hábitat; enigmática, esotérica brisa durante abrasadores mediodías...

Todo eso y mucho más representaba, aún representa para mí el parque de San Antonio. Los primeros recuerdos de este lugar verde, ocre, rojizo... -mil tonalidades según la época y en algunas todas al unísono- me devuelven frescura, penumbra, húmedo aire de reciente riego en mañanas que lejos de él se tornaban luminosas preludiando la sofocante canícula de un tórrido agosto abulense.
Penetrar en ese microclima deudor de sombras, tierra mojada y hojas mecidas por una suave brisa de la que nadie explicar podía su origen, significaba algo así como detener el tiempo, o mejor, retroceder cien años y observar severos caballeros en cuello duro, sombrero de hongo y bastón enhiesto; damas cubiertas hasta los pies tocadas con esplendorosas pamelas; doncellas en delantal y cofia de primoroso e impoluto encaje blanco sobre negros recatados vestidos; y en fin, militares, con graduación o sin ella, de ros emplumado que parecieran sacados de cualquier amarillenta fotografía rescatada del desván, ese doméstico cementerio de recuerdos en blanco y negro.

Eso nada menos era, y para muchos puede que siga siendo pese a mudanzas y reformas, el parque de San Antonio.

Al fondo, avistada con la dificultad que entraña su contemplación desde el interior de este bosque animado, la ermita de San Antonio que da nombre a esta especie de edén urbano con su airosa cúpula horadando el aire moderador de un cielo cegador en luz y azul, y abajo, a ras de suelo, justo delante: los railes del ferrocarril.

Los sonidos, además de los naturales del agua, pájaros y brisa entre las hojas, se podrían inventariar sin fatiga: risas y sollozos infantiles, murmullos de sesudas conversaciones y huidizos cuchicheos entre aprendices de amantes... Todo interrumpido de vez en vez por el agudo silbido de la locomotora acompañado de los clásicos bufidos mientras se aproximaba, igual que un animal fabuloso entre tanta naturaleza, a la estación, la típica parada de provincia y también provinciana.

Apenas sin esfuerzo, mi memoria rescata del olvido paseos entre setos, arbustos y macizos de flores; juegos a través de los mil y un recovecos pareciera dispuestos por alguien aficionado al del “escondite”; recogida otoñal de castañas, estéril por otra parte, pues de todos era sabido que el fruto de los castaños de indias causaba la locura a quien osara probarlo; y por fin, sosegado reposo repantingado sobre las berroqueñas rocas al pie de la vía observando el paso de los vagones, mientras imaginaba los remotos lugares de destino o los anónimos parajes de origen de aquellos viajeros que, con ojos como platos aplastados tras las ventanillas, recién habían visto -cual castillo encantado- la más sublime y espectacular obra civil, apenas la única que, sin apearse, podía ser admirada desde esos monstruos de hierro que fugazmente bordeaban la ciudad camino de todas y de ninguna parte.

1 comentario:

Cecilia - Ávila dijo...

Pues para mí sigue siendo el refugio en las tardes calurosas de verano y el lugar mágico en los días del otoño. Tiene una luz especial.

Cecilia

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