viernes, 16 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VI) "Entonces, cuando volábamos con las águilas"


ENTONCES, CUANDO VOLÁBAMOS CON LAS ÁGUILAS
Rodrigo D’Ávila


Ahora es verano, fuera hace calor, como dice el saber popular estamos en el cogollito del verano: “De Virgen a Virgen”. La persiana, en tosca madera laminada y de áspero cordel, descansa echada, mientras, entre las rendijas y luchando con ellas, se filtran en perfecta línea de formación tenues rayos de sol que atraviesan la habitación configurando una ingrávida cortina de partículas en suspensión. Al tiempo, luces y sombras se proyectan en la pantalla del arcaico Iberia -hoy así me lo parece- viejo y en blanco y negro por supuesto.

Fuera, en la calle, no se ve, tampoco siente un alma, que decir de los cuerpos... La solanera y sobre todo el espectáculo que todo Ávila contempla mantiene enclaustrados en sus casas, bares, tascas y similares a la ilusionada ciudadanía abulense.

Las imágenes llegan de muy lejos -eso creíamos entonces- de más allá de los Pirineos, porque lo que todos, grandes y pequeños contemplan extasiados es el Tour, el Tour de Francia. Allí, en la distancia, un esforzado paisano acaso imbuido del espíritu de nuestra ancestral Capra Hispánica, sube y baja sin desmayo altas montañas y pequeños altozanos. Ese casi compadre de todos, enjuto, hasta esmirriado, de semblante serio, poco pelo y potentes piernas es Julio Jiménez, el gran Julito, el relojero de Ávila como por aquellas calendas se le apoda dentro y fuera de nuestras fronteras.

Galibier, Alpe D’Huez, Tourmalet, Telegraf... una soberana clase de geografía, esas míticas cimas resuenan en nuestros oídos como algo familiar, al patio de nuestra casa, la casa de todos, y es que allí, donde la respiración se hace jadeo, las fuerzas fallan, la vista se nubla y clamas por que termine el sufrimiento, un abulense está haciendo historia. Ávila ya se conoce un poco más, amén de por su Santa y las murallas también ahora se la tiene por lugar de nacimiento de un deportista y cuna de una asombrosa afición a la contemplación y práctica del ciclismo.

Todos, cada uno dentro de sus posibilidades, empujamos desde aquí. Cada pedalada se jalea, cada golpe de riñones es coreado por un grito de ánimo, cada metro que distancia a un perseguidor se multiplica en cientos, miles de alaridos que ovacionan al esforzado como si pudiendo escucharles le acompañaran e impulsaran en su intento.

A ratos el silencio de la calle se torna sobrecogedor, aunque pronto se rompe con los rugidos que llegan desde cualquier recinto en donde el televisor vomite imágenes; y es que ya son muchos los que pueblan nuestras casas, las antenas que cuelgan de los tejados, cual modernos gallardetes, así lo atestiguan.

El sudor que brota de las sienes de los espectadores recorre, sin apenas darnos cuenta, nuestros congestionados rostros; y no es que el calor se torne sofocante, es la pura ansiedad ante lo que sucede tantos kilómetros más allá lo que provoca se multipliquen pálpitos, rujan gargantas y los poros aflojen su caudal a borbotones.

Ya casi abraza el alto, cerca se divisa la pancarta de meta. Ha dejado tirados a los demás y, con esa graciosa danza, cabalga sobre su bicicleta para casi tocar la gloria. No quedará líder, jamás ganará un Tour, tampoco otra gran ronda, sin embargo dará igual, bastará con aquellos inolvidables momentos que nos habrá hecho vivir, con esas frustradas siestas, con aquel olor a coñá o sol y sombra entre voluptuosas nubes de Farias que acompañó las sobremesas de los sesenta. Al fin ya éramos alguien, también en la chovinista Galia.

Nota.- Desde aquí un recuerdo para otro gran ciclista de la tierra al que tuve el gusto de conocer personalmente y que ya nos dejó: Esteban Martín.

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