lunes, 26 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (X) "¿Hablar por hablar?"


¿HABLAR POR HABLAR?
Rodrigo D’Ávila

Si dejamos de lado el arduo afán del hombre, inmerso en la noche de los tiempos, para comunicarse por medio de signos, símbolos o actitudes más o menos belicosas, convendremos en que el lenguaje oral es la primera herramienta que se utiliza como vía de entendimiento entre los seres humanos.
 
Este intercambio de ideas, a través de ese mágico vehículo que es la palabra, habitualmente sirve para exponer, informar o aclarar cuestiones en las que al menos uno de los sujetos está directamente interesado, ya que precisa de ese flujo de ideas que esconde el lenguaje oral para su propio beneficio bien sea material o espiritual.

Pero, ¿qué sucede cuando ese intercambio de noticias no resulta fundamental para ninguno de los sujetos? O dicho de otra manera, cuando la conversación pura y simple se convierte en el objetivo final en si mismo. En ocasiones la meta de la charla es el mero placer de la conversación o, si se eleva la intensidad, de la discusión; aunque de ello, por supuesto, no derive necesariamente un enriquecimiento cultural para uno o ambos sujetos, que poseen exactamente un igual interés -y pudiera decirse que al mismo tiempo ninguno- en ese diálogo. Es entonces cuando esa actividad, genuina de nuestro país -igual que la siesta o las corridas de toros- se institucionaliza y recibe el nombre de tertulia.

Viene esto a cuento para, a la manera de breve introducción, glosar siquiera de manera fugaz lo que representó para la vida social de entonces, cuando no se conocía la palabra prisa, uno de los pasatiempos favoritos de nuestros ancestros en casi todos los lugares de esta piel de toro y, cómo no, también en nuestra querida ciudad.
Una advertencia previa, la que confío no me reste autoridad para escribir sobre el tema -y si me resta que me reste- esta observación no es otra que señalar, desde mi natural modestia, el hecho de que cuanto voy a referir no lo he conocido de primera mano -la edad no me permitió asumiera el papel de protagonista- sino que me ha sido a su vez revelado por personas, tertulianos de vocación, a las que concedo el máximo crédito.

Vamos allá.

De las varías tertulias que en una determinada época (años cincuenta y sesenta) tenían lugar en esta ciudad, he seleccionado unas: las de Pepillo, y simplemente cito otras: las del Casino Abulense.

Parece ser, que en los salones de nuestro más recordado café se desarrollaban varias tertulias con diferente horario, a conveniencia de cada grupo y distintos protagonistas. Se solían reunir según ocupaciones: así habría una de ganaderos y agricultores, otras de profesionales y funcionarios, acaso alguna de comerciantes y puede que varias más. Hay que decir que estos grupos no eran cerrados, o lo que es lo mismo, no resultaba extraño que a una acudieran gentes de diferente actividad, aunque siempre predominaran en cada tertulia los de una determinada, pero todo ello de manera muy natural, nada institucionalizado.

La excusa, y así imagino se iniciaran, no era otra que tomar el aperitivo, el café o la copa; de esta manera y de forma espontánea se irían decantando para agrupar a personas de parecida condición social e inquietudes en todos los aspectos; siempre a la hora que más conviniera a cada uno, aunque a decir verdad esto último no debería constituir un grave inconveniente para nadie.

Lo que comenzara con una cadencia más o menos esporádica, poco a poco se transformaría en costumbre y al final adquiriría la categoría de cuasi rito, convirtiéndose en algo insustituible -salvo causa de fuerza mayor- en la liviana o no agenda de cada cual.

Alguien, no demasiado impuesto en este acto social, pudiera comparar las tertulias con las funciones que en la Gran Bretaña desempeñan los exclusivistas clubes anglosajones. Nada más lejos de la realidad. En mi opinión la diferencia tiene su origen en el propio objeto de cada reunión: para aquéllos se pertenece a un club como aquí a un casino, eres socio para leer, jugar, comer o, tranquilo, degustar ese brebaje que llaman “tea”, aunque de ahí pueda surgir una conversación con otro sujeto normalmente tan aburrido como uno mismo. En la tertulia el fin primordial es la charla, lo demás o no existe o resulta accesorio.

Estas reuniones para hablar por hablar que tenían lugar en Ávila desde principios del siglo XX -y aquí puede encontrarse su riqueza- agrupaban a gentes que, por sus distintas profesiones o actividades, gozaban de un amplio y plural conocimiento de la vida de la ciudad y disponían por ello de noticias de primera mano sobre los sucesos acaecidos en los diversos sectores de la sociedad abulense e incluso, porque los había que residían y trabajaban en Madrid, de lo acontecido en la villa y corte.

Es indudable que este intercambio de información y experiencias enriquecía a todos y, sin que pudieran considerarse las tertulias como un grupo de presión, no es menos cierto que las opiniones comúnmente aceptadas, y por la allí mayoría compartidas, no es aventurado pensar influyeran en la toma de decisiones de cada uno de los miembros en la autónoma esfera de gestión de cada cual. Así, sin pretenderse, lo que naciera con un simple afán de entretenimiento quién sabe si terminara como foro de debate determinante en la ejecución de actos con trascendencia para terceros.

En aquellos conciliábulos se ejercía -consentido- un derecho de reunión entonces tan limitado que bien podría asegurarse que asistiendo a él resultaba factible tomar el pulso a la ciudad y, en ocasiones, hasta al mismo país, entonces patria.

No obstante, tampoco es cosa de exagerar acerca del alcance de aquellos cónclaves, pues al lado de asuntos digamos... sugerentes se trataban otros que muy bien cabrían hoy en las páginas de la denominada prensa rosa.

Eran años en los que se tenía al tiempo en tanta estima que no importaba el perderlo mientras charlabas por charlar, aunque... ¿Únicamente hablar por hablar? Si se piensa mejor, quizá lo que ocurría -sin tenerse plena conciencia de ello- es que en realidad se aprovechaba con tal intensidad cada minuto de aquella apacible vida que pareciera, tan sólo eso, ésta permaneciera inmóvil como en otra dimensión, acaso postrada a los pies de la muralla milenaria.

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