martes, 13 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (IV) "Allí, donde nos imaginábamos hombres"


ALLÍ, DONDE NOS IMAGINÁBAMOS HOMBRES
Rodrigo D’Ávila




Se hallaban en el Mercado Grande, justo detrás de los urinarios públicos y pared con pared -paradojas del destino- al convento de la Magdalena. Sí, en efecto, pretendo ubicar en la memoria de quienes los conocieron, y en la imaginación de los que no tuvieron esa suerte: los “billares”, unos locales de inocentes juegos que durante una época fueron escenario de nuestros ratos de ocio, que en aquel tiempo, sin duda, nunca escaseaban.
 
En realidad los denomino “billares” por simplificar, ya que allí, además de los rectángulos en verde tapete, podían encontrarse otras enormes mesas de madera o aglomerado teñidas asimismo en igual tonalidad, donde practicábamos el popular deporte oriental -por su nombre supongo lo será- conocido por “ping-pong” o tenis de mesa. Asimismo, y en una pequeña sala, podíamos tropezar con otro divertimento -éste mucho menos exótico en cuanto a su origen, seguro que celtibérico- que ponía a prueba los reflejos y la flexibilidad de nuestras muñecas. Me estoy refiriendo al futbolín, el manejo de firmes, estáticos monigotes que al unísono, igual que un pequeño ejército de autómatas pateaban una pelotita de madera en un esfuerzo común para introducirla a través del angosto agujero que pretendía ser una portería, todo ello a imagen y semejanza del fútbol de verdad.

Pues bien, allí, en aquel recinto de escasa iluminación natural, murmullos de aprobación o disgusto y nula ventilación, transcurrió una parte -si no sonara demasiado solemne diría que hasta trascendental- de nuestra adolescencia inmersos en la ingenua confianza de que precisamente ya la habíamos superado.

Recuerdo ahora la figura del encargado: edad indeterminada, maduro en todo caso, enjuto, estatura media, finos bigotes y mirada inexpresiva. Parecía, a falta de chaleco brillante, camisa de puntillas y lazo por corbata, recién arrancado de una timba de aquéllas que, a bordo de cualquier barco con enorme pala a popa, confiadas surcaban las traicioneras aguas del Mississippi.

La presencia en aquel tugurio de gente mayor, su convivencia con ellos -en realidad ningún caso nos hacían- aunque tan sólo fuera mediante la contemplación de sus golpes al marfil, tacadas, improperios de disgusto o exclamaciones de júbilo, nos predisponían a sentirnos algo más crecidos de lo que en verdad éramos, a aparentar una edad y sobretodo una madurez de la que tan lejos nos hallábamos y que, pese a todo, con tanta ansia anhelábamos. En la espera, bien podíamos imaginar que ya rebasábamos los veinte y tratábamos de igual a igual a aquellos jóvenes y no tan jóvenes que allí, serios, concentrados, practicaban ese ejercicio de volutas de humo, haces de luz blanca y tapete verde, que tanto recuerda por su ambiente a las timbas de naipes y, no obstante, podía resultar tan inocente como el juego de los peones. Aunque sospecho que, en ocasiones y dentro de algún reservado a resguardo de indiscretas miradas como las nuestras, se apostaban -desconozco en que manera- cientos, puede que miles de pesetas.

Ni que decir tiene que el billar que se jugaba era el de tres bolas, el francés -parece que en ésta y en otras actividades que en la intimidad también se ejercen a dúo, y a las que dieron su nombre, hayan sido pioneros los gabachos-. El americano, ese caracterizado por la profusión de bolas, chillones colores y el fragor de recios leñadores de Ohio bebiendo cerveza y vociferando, era un absoluto desconocido para nosotros y llegó mucho después.

El de aquí, el francés, era un juego técnico, de caballeros graves, serios, circunspectos. Igual que ingenieros calculando la resistencia de materiales para la cimentación de un puente, o arquitectos precisando la exacta ubicación de una viga maestra, así los jugadores escudriñaban las posibilidades para lograr una carambola: distancia entre las bolas y de éstas a las bandas, punto de golpeo de cada una de ellas, potencia del primero y sucesivos, parte de la corona del taco con la que impulsar la bola de ataque... todo ello con milimétrica exactitud y, eso sí, rodeados de un impresionante silencio.

Súbitamente, sin venir a cuento, alguno de los jugadores se quejaba al encargado de que nosotros, los pequeños mirones, molestábamos más de la cuenta. Entonces, aquél, parsimonioso y de primeras con exquisita elegancia, nos invitaba a abandonar la sala. Era justo en ese instante, cuando nuestro compartido delirio de prematura madurez se desvanecía evaporándose el encanto, y rejuveneciendo a la fuerza aún más si cabe, mientras a regañadientes salíamos a la calle donde, de nuevo, un cálido y brillante resplandor nos acogía amoroso en su regazo.

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