jueves, 22 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (IX) "Un peculiar aroma"







UN PECULIAR AROMA
Rodrigo D’Ávila










Olor, el olor es lo que primero me llega sin la compañía de imagen alguna. El tufo que emanaba de aquel negocio del bajo -hoy diríamos local comercial-, un aroma desagradable a algo así como cuerno quemado, porque de eso se trataba, ese era precisamente el origen de aquellos efluvios que aún hoy inundan mis sentidos, ese olor que acompañó las primitivas y no por ello torpes, hoy sí que estoy en condiciones de asegurarlo, correrías de mi niñez.

Astas de ciervo, toro de lidia, capra hispánica y tantos otros mamíferos expuestas mientras se oreaban al sol sobre la barandilla -y a la vez asiento- que entonces, como ahora circundaba el Mercado Grande y también hacía de frontera a los juegos de los más pequeños.

De vez en vez, un ruido agudo, chirriante, casi tan desagradable como la fétida fragancia, conseguía penetrar hasta el fondo de nuestros tímpanos; era el torno, que cual preciso bisturí limpiaba de impurezas la superficie de cuernos, huesos y cartílagos de todo tipo de animales.

En nuestra inocencia, asomábamos la “gaita” intentando escudriñar lo que se cocía en el interior de aquel misterioso taller, en donde alguien -como en la isla del doctor Moreau, y aún sin el mismo saberlo- pretendía dar un soplo de vida a aquellos seres inertes. En cierta manera, y con sus limitaciones, la apuesta no era otra que triunfar, aunque tan sólo fuera un poco, sobre las tinieblas, vencer a la negrura que es la manera en que siempre se me ha representado la ausencia de vida.

El taxidermista, porque de él como habrán podido adivinar se trataba, al tiempo que interpretaba el papel de una especie de moderno doctor Frankenstein del reino animal, buscaba -seguro que inconsciente y sin proponérselo en su dimensión filosófica o ética- que este jabalí, ese pequeño gato montes o aquel gracioso rebeco (estas últimas, especies entonces no protegidas) sobrevivieran a la muerte. Que todos lográramos admirar a aquellos seres durante mucho tiempo conservando un cierto hálito de vida, y ello de la única manera en que el ser humano es capaz de conquistarlo aunque sea de manera prosaica: disecados, en formol, o en fin, momificados.

Aquel viejo profesional de la vida y de la muerte se me aparece ahora con el paso de los años, y puedo asegurar que incluso su imagen armonizaba con ello, tal que aquellos médicos pioneros, embalsamadores-forenses del antiguo Egipto. Un pequeño taller, no más de dos habitaciones, el aprendiz y, a diferencia de lo que sucedía en la tierra de los faraones, su trabajo se exponía por y para siempre en un salón, sobre la chimenea tal vez, y finalmente entre las tinieblas de una sombría buhardilla. Los otros, los de antaño, veían sepultada su labor -cuando no ellos mismos- a la vera del padre Nilo, en la intrincada sima de cualquier pirámide aguardando el implacable saqueo.

Entonces, en el principio, nuestra curiosidad era sorprendida a menudo por la pregunta: ¿quién anda ahí? A la que acompañaba inseparable la inmediata respuesta: una veloz huida hacía el portal y la no muy lejana plaza donde de nuevo encontrábamos cobijo al regreso de nuestro particular “Valle de los muertos”. A buen seguro que aquello no significaba una reprimenda, hoy más bien creo se trataba de todo lo contrario, en el fondo aquel hombre se sentía halagado por el hecho de que nosotros, unos niños, fuéramos capaces de interesarnos por su trabajo, por aquella estéril lucha en pos de someter, aunque sólo fuera un poquito y seguro que sin pretenderlo de forma consciente, a la inexorable parca.

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