viernes, 9 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (II) "Aquel simpático tamborileo"





AQUEL SIMPÁTICO TAMBORILÉO
Rodrigo D'Ávila




Varón, edad indeterminada, puede que cincuenta, creo que más cerca de ellos que de los cuarenta, aunque tampoco podría asegurarlo. Cuando de tarde en tarde irrumpe en mis recuerdos se me aparece como entonces: rostro anguloso surcado por mil arrugas, seguramente de tiempo y acaso también de amargura; mediana estatura, más bien bajito; ojos vivos, centelleantes; piernas tipo alfeñique, delgadas en extremo, las que se adivinaban bajo unos pantalones que siempre le venían grandes; todo él era un puro nervio con barba de un par de días.

Su terno: chaquetilla blanca en temporada estival y abrigo raído -puede que regalo de alguna señora caritativa- cuando el crudo invierno.
Ocupación: en verano, durante el escaso buen tiempo de Ávila, provisto de una enorme cesta, más ancha que profunda, colgando de su acartonado cuello, vendía patatas fritas en bolsas de papel amarillo chillón salteado de imponentes manchas de grasa. En invierno no recuerdo a que dedicaba su tiempo.
Su círculo de venta no era otro que el Mercado Grande, al menos era allí donde con mayor frecuencia se le veía, a veces también “El Chico”. En el primero, sorteando sillas y mesas de las terrazas de “Pepillo”, “El Oro del Rhin”, “El Aguila” o “El Florida”, también paseando arriba y abajo, fuera o dentro de los soportales. No anunciaba a voces el producto como otros vendedores, muy al contrario, su sistema, pionero en las modernas técnicas publicitarias, algo así como un márketing de andar por casa y adelantado a su tiempo, consistía en acompañar su quehacer con el rítmico golpeteo de las yemas y nudillos de sus dedos contra la base de la banasta logrando aquella cadencia personal, tan suya, que quería imitar la percusión de alguna jota o cancioncilla popular del momento. A ello simultaneaba un canturreo entre dientes que resultaba ininteligible para el oido humano.

Creo vivía con las monjitas en el Asilo, entregado, además de a su ocupación habitual en la venta patatas fritas y frutos secos, al oficio de una suerte de mandadero o chico de los recados.

Grandes y pequeños, todos en la ciudad le queríamos y saludábamos cuando con él cruzábamos nuestro camino. No dejaba de ser toda una institución. Con el buen humor de siempre preguntaba por nuestras familias, a todos conocía y todos sabíamos de él.

La memoria, engañosa, me envía la escena del barquillero girando la ruleta rodeado de niños, ahora no podría asegurar si en realidad se trataba de él, sonriente, quien procuraba la suerte de uno, cinco o diez aromáticos dulces con tibio olor a canela. Es igual, aunque no hubiera sido él quien en pie convertía cada tarde en una fiesta de risas y jolgorio durante los veranos de entonces, seguro debiera de haberlo sido.

Hace unos años le volví a ver, se notaba que el tiempo ya había dejado su inevitable impronta; ese mismo, inmisericorde para los demás, que años atrás pareciera pasara por él de puntillas, sin detenerse.

- ¡Hola Pepito! - me dijo como siempre hacía. A pesar de los lustros transcurridos aún se acordaba del crío de entonces.

Es la imagen que conservo de este personaje y de aquella época en que yo era un niño. Y él... ¡nada menos! -y lo digo con todo mi respeto y cariño- puede que también.

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