jueves, 15 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (V) "Apenas un viejo caserón"


APENAS UN VIEJO CASERÓN
Rodrigo D’Ávila



Se hallaba situado justo encima de Pepillo, como el mascarón de proa de un barco que pusiera rumbo hacia la Palomilla, distribuido en dos plantas, con acceso por Comandante Albarrán y pegado, derecha entrando por su trasera, -como dicen los notarios- justo al cine Lagasca.

Sería incierto no reconocer que mi memoria apenas alcanza poco más que eso, tal vez a la empinada escalera que encontrabas justo en el portal para salvar el pronunciado desnivel de la calle y abordar el primer piso, una especie de hall, recepción o recibidor -como entonces se decía-. A la diestra un gran salón -al menos eso me parecía en aquel tiempo- a izquierda otro más reducido con columnas, en donde y al fondo, más allá de sofás, divanes y mesas convenientemente dispuestas a las que había que sortear para llegar hasta él, se erguía un objeto casi mágico para nosotros, los niños de entonces: el televisor, el primero de que mi recuerdo tiene constancia.

Parecía que en el interior de aquella sala todo girara en torno a la caja cuadrada de madera con la pantalla ostensiblemente abombada hacia el espectador. Elevado sobre el resto del mobiliario, diríase presidiera y oteara nuestras andanzas, las de los más pequeños, y nos atrajera con un magnetismo como ese que en la actualidad puede estimular la informática en las generaciones más jóvenes.

Los demás, los maduros, no aparentaban experimentar ese hechizo. Cada época presenta una máquina o actividad nueva -pudo serlo el teatro, el cine, la música en sus distintos estilos, en otros tiempos- que embelesa a los adolescentes. Creo que una de las principales atracciones del nuestro pudo venir constituida por la televisión.

En la planta de arriba se ubicaban, supongo, las salas de juego -el mínimo que entonces se consentía en locales públicos- del “subastao”, dominó, mus y algún otro de los tradicionales. Las mujeres y, por supuesto, los pequeños tenían vedado el acceso a esa planta verdadero sancta sanctorum del lugar: el Casino Abulense, por si alguien aún no hubiera advertido el local que los pinceles de mi memoria pretenden esbozar desde el principio.

Fue allí, en aquel salón entre sofás, mesas y columnas, donde por vez primera contemplé, en frío blanco y negro y también cálido gris, mi primer partido de fútbol televisado. Calculo sería en la primera mitad de los sesenta, y con uno seguro de los contendientes: el Real Madrid, el gran Madrid de la época. Entonces, casi como ahora, la expectación era máxima y el local se llenaba hasta los topes; muy pocos disponían en sus casas del preciado aparato y, sin temor a equivocarse, el único lugar para ver fútbol era aquél. Bien puede decirse que ese magnífico invento provocó la cruel epidemia que a partir de entonces sufrimos: mudez y sordera general, ya que su contemplación impedía cualquier otra actividad social, si se exceptúan las consabidas imprecaciones al arbitro o hacia el equipo... ni que decir tiene que contrario.

Mis primeras películas televisadas se estrenaron allí, en la sala de balcones volcados hacia la plaza. Apenas recuerdo detalles, ni siquiera títulos o protagonistas de dos de ellas que dejaron una singular impronta en la mente de un niño de tan pocos años.

Una iba de mineros, pienso que hasta puede no fuera en el Casino donde la viera, sino en una proyección artesanal de tarde festiva en el colegio de párvulos de mi niñez. Aún no comprendo como permitían pudiéramos contemplar un filme tan impactante. Los derrumbes en la mina -y muertos subsiguientes- eran constantes, total que aquello causó en mí una profunda impresión, tan es así que durante un tiempo, al entrar en un lugar desconocido, en mi inocencia, nervioso revisaba la resistencia de techos y vigas, no fuera que, a semejanza de lo que ocurría en los entibados túneles de la ficción, aquéllas cedieran y todos quedáramos sepultados.

La otra cinta que indeleble ha permanecido impresa en mi memoria trataba de marcianos, seres repugnantes que aprovechando la noche insuflaban en los ignorantes lugareños una especie de veneno que convertía sus cuerpos en algo así como una paella cuyos granos crecían sin parar hasta que al reventar la diñabas. Algunas noches en vela me costó aquello, ahora tampoco entiendo como emitían esas películas en horario infantil y dirigidas a un público tan menudo. Bueno sí, acaso porque todas eran blancas desde el intransigente punto de vista que imponía el sexto mandamiento. Parece que éste, y sus fatales consecuencias, representaban lo único que podía amenazar nuestras limpias y angelicales conciencias.

A los pocos años cerró aquella primitiva sede del Casino, al menos la primera de que tengo consciencia, abriéndose otra más funcional. Allí quedaron sepultados mis primeros recuerdos, entre las paredes de aquel viejo caserón en blanco y negro -también gris- con sus salas prohibidas y miradores colgados sobre el Mercado Grande.

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