miércoles, 28 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XII) "Zambullidas dentro de un orden"


ZAMBULLIDAS DENTRO DE UN ORDEN
Rodrigo D’Ávila
Nervioso, espero anhelante la partida. Es un domingo de agosto. En mi mentalidad de niño, lo que ansioso aguardo representa el cenit de la felicidad. De qué se trata: ¿De un viaje fascinante? ¿Acaso de un festín de golosinas? ¿Tal vez la contemplación de un espectáculo inolvidable? Nada de eso, algo mucho más prosaico que a mí, no obstante, se me aparece poco menos que si se tratara de tocar el cielo con las manos.

Nos dirigimos hacia la dominical peregrinación, chapuzón y subsiguiente merienda en las piscinas de “El Tiro de Pichón” (“El Tiro” como todos lo conocíamos).

Al fin llegó la hora, montamos en el taxi que nos conducirá al agua, mi diversión favorita de la época para cuando llegaba el calor. El trayecto se me hace interminable, y cuidado que es corto. Aún no había aprendido que en esto del disfrute de las cosas los mejores instantes para el goce de algo que deseas con toda el alma son los previos, durante ellos te enfrentas a lo que podrá ser y lo mitificas, luego, como sucede con casi todo, la realidad no se acerca ni de lejos a los sueños.

Ya hemos llegado, hace bien poco me inicié en la técnica de la natación, pero a día de hoy puedo considerarme un consumado especialista. Me cambio sin dilación y corro hacia la pileta... Con indisimulado desprecio paso de largo delante de la de los más pequeños y raudo me sumerjo en la grande, de nada sirven las recomendaciones de mis mayores; visto y no visto, ya estoy en lo hondo, en lo más profundo, aunque dudo si ni tan siquiera haría pie en la zona de metro veinte. Es igual, me siento con fuerzas como para nadar toda la santa tarde, hasta que se haga de noche y me tengan que sacar a rastras.

De vez en vez me agarro a la fría escalerilla de hierro y desde allí miro intrigado hacia un hueco entre dos muros que se abre en la esquina, muy cerca del rectángulo de la pileta. En las blancas paredes encaladas, pintado en negro, leo un letrero que más parece una advertencia que una simple información: “Solarium de Señoras” (así, con latinajo y todo para darle mayor solemne severidad). Tras esos muros se esconde lo prohibido, imagino en mi inocencia a decenas de Walkirias gozando del sol como Dios las trajo al mundo, entonces no alcanzaba muy bien a comprender el significado que pudiera tener ello, sin embargo ya había observado entre los varones miradas y gestos cómplices según pasaban delante del lugar.

Ahora, con los años, comparo ese reservado de entonces con lo más parecido a un harén que en Ávila pudiera hallarse -aunque por supuesto sin guardianes eunucos- y eso que quizá lo más erótico que pudiera descubrirse en aquel encierro fuera el hallazgo de una pizca más de blancas pieles, eso sí, sometidas al inmisericorde castigo del padre sol, en esta moderna parrilla de San Lorenzo sin martirio que valga, o tal vez con él incluido.

Dejo de lado mis ”turbios” pensamientos y retorno al ejercicio natatorio - dicen que más saludable-, mientras los altavoces vomitan una estridente música de la época que muy bien pudiera ser: Gloria Lasso y su “Canastos”, Luis Mariano entonando “Muñequita Linda” o alguna de las últimas novedades de un par de muchachos de pelo largo en exceso que triunfan por toda España bajo el gimnástico apelativo de “El Dúo Dinámico”.

Todo lo bueno acaba, entre amenazas logran salga del líquido elemento. Más allá, en el chalet, merendamos, merienda-cena que dice mi madre, y por fin, ya de noche y caminando, retornamos a casa.

Ha sido una tarde inolvidable, irrepetible, como cualquiera de tantas otras de las que disfruté entonces cuando el olor a cloro, el sabor a tortilla de patatas y la caricia de aquellos atardeceres del estío disimulaban cualquier otra cosa. Podíamos estar tranquilos, todo se hallaba bajo control, sometido a la estricta vigilancia de aquellos irredentos guardianes de la moralidad de la época.

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