miércoles, 28 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XII) "Zambullidas dentro de un orden"


ZAMBULLIDAS DENTRO DE UN ORDEN
Rodrigo D’Ávila
Nervioso, espero anhelante la partida. Es un domingo de agosto. En mi mentalidad de niño, lo que ansioso aguardo representa el cenit de la felicidad. De qué se trata: ¿De un viaje fascinante? ¿Acaso de un festín de golosinas? ¿Tal vez la contemplación de un espectáculo inolvidable? Nada de eso, algo mucho más prosaico que a mí, no obstante, se me aparece poco menos que si se tratara de tocar el cielo con las manos.

Nos dirigimos hacia la dominical peregrinación, chapuzón y subsiguiente merienda en las piscinas de “El Tiro de Pichón” (“El Tiro” como todos lo conocíamos).

Al fin llegó la hora, montamos en el taxi que nos conducirá al agua, mi diversión favorita de la época para cuando llegaba el calor. El trayecto se me hace interminable, y cuidado que es corto. Aún no había aprendido que en esto del disfrute de las cosas los mejores instantes para el goce de algo que deseas con toda el alma son los previos, durante ellos te enfrentas a lo que podrá ser y lo mitificas, luego, como sucede con casi todo, la realidad no se acerca ni de lejos a los sueños.

Ya hemos llegado, hace bien poco me inicié en la técnica de la natación, pero a día de hoy puedo considerarme un consumado especialista. Me cambio sin dilación y corro hacia la pileta... Con indisimulado desprecio paso de largo delante de la de los más pequeños y raudo me sumerjo en la grande, de nada sirven las recomendaciones de mis mayores; visto y no visto, ya estoy en lo hondo, en lo más profundo, aunque dudo si ni tan siquiera haría pie en la zona de metro veinte. Es igual, me siento con fuerzas como para nadar toda la santa tarde, hasta que se haga de noche y me tengan que sacar a rastras.

De vez en vez me agarro a la fría escalerilla de hierro y desde allí miro intrigado hacia un hueco entre dos muros que se abre en la esquina, muy cerca del rectángulo de la pileta. En las blancas paredes encaladas, pintado en negro, leo un letrero que más parece una advertencia que una simple información: “Solarium de Señoras” (así, con latinajo y todo para darle mayor solemne severidad). Tras esos muros se esconde lo prohibido, imagino en mi inocencia a decenas de Walkirias gozando del sol como Dios las trajo al mundo, entonces no alcanzaba muy bien a comprender el significado que pudiera tener ello, sin embargo ya había observado entre los varones miradas y gestos cómplices según pasaban delante del lugar.

Ahora, con los años, comparo ese reservado de entonces con lo más parecido a un harén que en Ávila pudiera hallarse -aunque por supuesto sin guardianes eunucos- y eso que quizá lo más erótico que pudiera descubrirse en aquel encierro fuera el hallazgo de una pizca más de blancas pieles, eso sí, sometidas al inmisericorde castigo del padre sol, en esta moderna parrilla de San Lorenzo sin martirio que valga, o tal vez con él incluido.

Dejo de lado mis ”turbios” pensamientos y retorno al ejercicio natatorio - dicen que más saludable-, mientras los altavoces vomitan una estridente música de la época que muy bien pudiera ser: Gloria Lasso y su “Canastos”, Luis Mariano entonando “Muñequita Linda” o alguna de las últimas novedades de un par de muchachos de pelo largo en exceso que triunfan por toda España bajo el gimnástico apelativo de “El Dúo Dinámico”.

Todo lo bueno acaba, entre amenazas logran salga del líquido elemento. Más allá, en el chalet, merendamos, merienda-cena que dice mi madre, y por fin, ya de noche y caminando, retornamos a casa.

Ha sido una tarde inolvidable, irrepetible, como cualquiera de tantas otras de las que disfruté entonces cuando el olor a cloro, el sabor a tortilla de patatas y la caricia de aquellos atardeceres del estío disimulaban cualquier otra cosa. Podíamos estar tranquilos, todo se hallaba bajo control, sometido a la estricta vigilancia de aquellos irredentos guardianes de la moralidad de la época.

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XI) "Ultramar en tierra adentro"



ULTRAMAR EN TIERRA ADENTRO
Rodrigo D’Ávila



Ultramarinos, misteriosa palabra que siempre me sedujo. Sonaba a travesía, aventuras, a todo aquello más allá del océano y por eso mismo desconocido, enigmático, preñado de peripecias. Viejos lobos de mar, de esos que según la leyenda al morir adoptan la naturaleza de un albatros y vagan por los mares, mientras que en vida surcan procelosas aguas en busca de productos con un denominador común: su extravagancia, esa rareza que se presume en lo remoto y por ello casi siempre inexplorado.

Cuando escuchaba esa mágica palabra mi imaginación se ponía a las órdenes de Marco Polo en sus viajes a oriente en pos de las especias; de Colón, que en semejante empresa llegó hasta lo que creyó indias occidentales; del capitán Acab tras su particular adversario Moby Dick; o en fin, siguiendo la senda de grandes personajes de ficción deudores de Salgari, Verne, Defoe, Melville, London o Stevenson.

Ultramar, más allá de Finisterre, sobrepasada Terranova, atrás quedaron las Azores, alumbrado por el sol de medianoche o cerca del mar de la China.

A veces pensaba, qué extraños vericuetos recorrerían aquellos exóticos manjares hasta venir a parar a humildes establecimientos abulenses; qué fascinantes escenarios no habrían conocido aquellos arenques en redondas cajas, este te a granel, o esas planchas de bacalao seco que apiladas se exponían sobre los mostradores...

De mi niñez recuerdo en especial dos de aquellas tiendas, a saber: “La Perla” y “Lope Santo Domingo”, situadas en ambos extremos del Mercado Grande, bajo los soportales. Parece que las estuviera viendo, la entrada custodiada por pesados sacos llenos hasta el borde de lentejas de la Almunia, garbanzos de Narros, alubias del Barco, pipos de vaya usted a saber. Cada uno con su cazo para servir directamente al cliente.

Acompañazme ahora y, con sigilo, colémonos como entonces…

Cuando traspasabas el umbral te introducías en la penumbra asediado por mil aromas, no sé la razón, pero mis recuerdos se colman de ella; con aquella penumbra de entre la que surgía al fondo el mostrador con su base de madera y encimera -como ahora se dice- de mármol blanco, tal vez gris; tras él, a rebosar, estanterías con todas las mercancías inimaginables y delante, entre estantes y mostrador -como si de pronto adquiriesen la categoría de un objeto más y formasen parte de aquel paisaje-, aparecían el dueño y los dependientes ataviados con blusones de dril o guardapolvos azul mahón.

Papeles de estraza por doquier y, sobre el mostrador, la balanza con sus pesas dispuestas al lado, una cuchilla de cortar el bacalao, cilindros de cristal rebosantes de aquel aceite a granel color caramelo listo para, accionando la palanca, ser tirado en el recipiente que portaba la siguiente parroquiana; y acaso, algún tarro de cristal lleno de golosinas para vender, que no regalar, al niño que por allí se acercara no alcanzando siquiera a atisbar algo por encima de la alba frontera que marcaba la piedra de mármol.

Ya cerraron aquellos entrañables y pequeños ultramarinos -aún queda alguno de barrio- fueron sustituidos por autoservicios, supermercados, hipermercados y grandes superficies. La relación cuasi familiar ha venido a ser desplazada por la asepsia, no sólo en los productos -aislados con plástico- sino también entre el dependiente, que ya no existe al estilo clásico, y la clientela. Ahora todo es blanco, limpio, frío, no hemos de contaminar ni contaminarnos; en un futuro próximo se perderá todo contacto, ello en aras de la prisa, la incomunicación, tal vez la insolidaridad, y por fin, en ese momento, acaso irrumpa feroz un profundo y ya perpetuo hastío.

lunes, 26 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (X) "¿Hablar por hablar?"


¿HABLAR POR HABLAR?
Rodrigo D’Ávila

Si dejamos de lado el arduo afán del hombre, inmerso en la noche de los tiempos, para comunicarse por medio de signos, símbolos o actitudes más o menos belicosas, convendremos en que el lenguaje oral es la primera herramienta que se utiliza como vía de entendimiento entre los seres humanos.
 
Este intercambio de ideas, a través de ese mágico vehículo que es la palabra, habitualmente sirve para exponer, informar o aclarar cuestiones en las que al menos uno de los sujetos está directamente interesado, ya que precisa de ese flujo de ideas que esconde el lenguaje oral para su propio beneficio bien sea material o espiritual.

Pero, ¿qué sucede cuando ese intercambio de noticias no resulta fundamental para ninguno de los sujetos? O dicho de otra manera, cuando la conversación pura y simple se convierte en el objetivo final en si mismo. En ocasiones la meta de la charla es el mero placer de la conversación o, si se eleva la intensidad, de la discusión; aunque de ello, por supuesto, no derive necesariamente un enriquecimiento cultural para uno o ambos sujetos, que poseen exactamente un igual interés -y pudiera decirse que al mismo tiempo ninguno- en ese diálogo. Es entonces cuando esa actividad, genuina de nuestro país -igual que la siesta o las corridas de toros- se institucionaliza y recibe el nombre de tertulia.

Viene esto a cuento para, a la manera de breve introducción, glosar siquiera de manera fugaz lo que representó para la vida social de entonces, cuando no se conocía la palabra prisa, uno de los pasatiempos favoritos de nuestros ancestros en casi todos los lugares de esta piel de toro y, cómo no, también en nuestra querida ciudad.
Una advertencia previa, la que confío no me reste autoridad para escribir sobre el tema -y si me resta que me reste- esta observación no es otra que señalar, desde mi natural modestia, el hecho de que cuanto voy a referir no lo he conocido de primera mano -la edad no me permitió asumiera el papel de protagonista- sino que me ha sido a su vez revelado por personas, tertulianos de vocación, a las que concedo el máximo crédito.

Vamos allá.

De las varías tertulias que en una determinada época (años cincuenta y sesenta) tenían lugar en esta ciudad, he seleccionado unas: las de Pepillo, y simplemente cito otras: las del Casino Abulense.

Parece ser, que en los salones de nuestro más recordado café se desarrollaban varias tertulias con diferente horario, a conveniencia de cada grupo y distintos protagonistas. Se solían reunir según ocupaciones: así habría una de ganaderos y agricultores, otras de profesionales y funcionarios, acaso alguna de comerciantes y puede que varias más. Hay que decir que estos grupos no eran cerrados, o lo que es lo mismo, no resultaba extraño que a una acudieran gentes de diferente actividad, aunque siempre predominaran en cada tertulia los de una determinada, pero todo ello de manera muy natural, nada institucionalizado.

La excusa, y así imagino se iniciaran, no era otra que tomar el aperitivo, el café o la copa; de esta manera y de forma espontánea se irían decantando para agrupar a personas de parecida condición social e inquietudes en todos los aspectos; siempre a la hora que más conviniera a cada uno, aunque a decir verdad esto último no debería constituir un grave inconveniente para nadie.

Lo que comenzara con una cadencia más o menos esporádica, poco a poco se transformaría en costumbre y al final adquiriría la categoría de cuasi rito, convirtiéndose en algo insustituible -salvo causa de fuerza mayor- en la liviana o no agenda de cada cual.

Alguien, no demasiado impuesto en este acto social, pudiera comparar las tertulias con las funciones que en la Gran Bretaña desempeñan los exclusivistas clubes anglosajones. Nada más lejos de la realidad. En mi opinión la diferencia tiene su origen en el propio objeto de cada reunión: para aquéllos se pertenece a un club como aquí a un casino, eres socio para leer, jugar, comer o, tranquilo, degustar ese brebaje que llaman “tea”, aunque de ahí pueda surgir una conversación con otro sujeto normalmente tan aburrido como uno mismo. En la tertulia el fin primordial es la charla, lo demás o no existe o resulta accesorio.

Estas reuniones para hablar por hablar que tenían lugar en Ávila desde principios del siglo XX -y aquí puede encontrarse su riqueza- agrupaban a gentes que, por sus distintas profesiones o actividades, gozaban de un amplio y plural conocimiento de la vida de la ciudad y disponían por ello de noticias de primera mano sobre los sucesos acaecidos en los diversos sectores de la sociedad abulense e incluso, porque los había que residían y trabajaban en Madrid, de lo acontecido en la villa y corte.

Es indudable que este intercambio de información y experiencias enriquecía a todos y, sin que pudieran considerarse las tertulias como un grupo de presión, no es menos cierto que las opiniones comúnmente aceptadas, y por la allí mayoría compartidas, no es aventurado pensar influyeran en la toma de decisiones de cada uno de los miembros en la autónoma esfera de gestión de cada cual. Así, sin pretenderse, lo que naciera con un simple afán de entretenimiento quién sabe si terminara como foro de debate determinante en la ejecución de actos con trascendencia para terceros.

En aquellos conciliábulos se ejercía -consentido- un derecho de reunión entonces tan limitado que bien podría asegurarse que asistiendo a él resultaba factible tomar el pulso a la ciudad y, en ocasiones, hasta al mismo país, entonces patria.

No obstante, tampoco es cosa de exagerar acerca del alcance de aquellos cónclaves, pues al lado de asuntos digamos... sugerentes se trataban otros que muy bien cabrían hoy en las páginas de la denominada prensa rosa.

Eran años en los que se tenía al tiempo en tanta estima que no importaba el perderlo mientras charlabas por charlar, aunque... ¿Únicamente hablar por hablar? Si se piensa mejor, quizá lo que ocurría -sin tenerse plena conciencia de ello- es que en realidad se aprovechaba con tal intensidad cada minuto de aquella apacible vida que pareciera, tan sólo eso, ésta permaneciera inmóvil como en otra dimensión, acaso postrada a los pies de la muralla milenaria.

jueves, 22 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (IX) "Un peculiar aroma"







UN PECULIAR AROMA
Rodrigo D’Ávila










Olor, el olor es lo que primero me llega sin la compañía de imagen alguna. El tufo que emanaba de aquel negocio del bajo -hoy diríamos local comercial-, un aroma desagradable a algo así como cuerno quemado, porque de eso se trataba, ese era precisamente el origen de aquellos efluvios que aún hoy inundan mis sentidos, ese olor que acompañó las primitivas y no por ello torpes, hoy sí que estoy en condiciones de asegurarlo, correrías de mi niñez.

Astas de ciervo, toro de lidia, capra hispánica y tantos otros mamíferos expuestas mientras se oreaban al sol sobre la barandilla -y a la vez asiento- que entonces, como ahora circundaba el Mercado Grande y también hacía de frontera a los juegos de los más pequeños.

De vez en vez, un ruido agudo, chirriante, casi tan desagradable como la fétida fragancia, conseguía penetrar hasta el fondo de nuestros tímpanos; era el torno, que cual preciso bisturí limpiaba de impurezas la superficie de cuernos, huesos y cartílagos de todo tipo de animales.

En nuestra inocencia, asomábamos la “gaita” intentando escudriñar lo que se cocía en el interior de aquel misterioso taller, en donde alguien -como en la isla del doctor Moreau, y aún sin el mismo saberlo- pretendía dar un soplo de vida a aquellos seres inertes. En cierta manera, y con sus limitaciones, la apuesta no era otra que triunfar, aunque tan sólo fuera un poco, sobre las tinieblas, vencer a la negrura que es la manera en que siempre se me ha representado la ausencia de vida.

El taxidermista, porque de él como habrán podido adivinar se trataba, al tiempo que interpretaba el papel de una especie de moderno doctor Frankenstein del reino animal, buscaba -seguro que inconsciente y sin proponérselo en su dimensión filosófica o ética- que este jabalí, ese pequeño gato montes o aquel gracioso rebeco (estas últimas, especies entonces no protegidas) sobrevivieran a la muerte. Que todos lográramos admirar a aquellos seres durante mucho tiempo conservando un cierto hálito de vida, y ello de la única manera en que el ser humano es capaz de conquistarlo aunque sea de manera prosaica: disecados, en formol, o en fin, momificados.

Aquel viejo profesional de la vida y de la muerte se me aparece ahora con el paso de los años, y puedo asegurar que incluso su imagen armonizaba con ello, tal que aquellos médicos pioneros, embalsamadores-forenses del antiguo Egipto. Un pequeño taller, no más de dos habitaciones, el aprendiz y, a diferencia de lo que sucedía en la tierra de los faraones, su trabajo se exponía por y para siempre en un salón, sobre la chimenea tal vez, y finalmente entre las tinieblas de una sombría buhardilla. Los otros, los de antaño, veían sepultada su labor -cuando no ellos mismos- a la vera del padre Nilo, en la intrincada sima de cualquier pirámide aguardando el implacable saqueo.

Entonces, en el principio, nuestra curiosidad era sorprendida a menudo por la pregunta: ¿quién anda ahí? A la que acompañaba inseparable la inmediata respuesta: una veloz huida hacía el portal y la no muy lejana plaza donde de nuevo encontrábamos cobijo al regreso de nuestro particular “Valle de los muertos”. A buen seguro que aquello no significaba una reprimenda, hoy más bien creo se trataba de todo lo contrario, en el fondo aquel hombre se sentía halagado por el hecho de que nosotros, unos niños, fuéramos capaces de interesarnos por su trabajo, por aquella estéril lucha en pos de someter, aunque sólo fuera un poquito y seguro que sin pretenderlo de forma consciente, a la inexorable parca.

martes, 20 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VIII) "La tormenta"






LA TORMENTA
Rodrigo D’Ávila

Odio, siempre sentí una especial repulsión casi enfermiza por la remolacha, ese producto de la huerta color a penitencia, aroma y sabor dulzón, que entonces se degustaba simplemente cocido acompañado del humilde aliño de unas gotas de aceite y vinagre. Otros puede que experimenten lo mismo con los caracoles, bígaros o incluso con los menudillos de cualquier animal; y puede que ello tenga un más que razonable fundamento psicológico que justifique tal aversión.

Pues bien, ahora, desde la tranquila perspectiva que proporciona el transcurso de los años, recuerdo aquel día, un cotidiano almuerzo de verano en que el plato principal que se me ofrecía a saborear era precisamente ese: remolacha al vapor. Del mismo modo retorna a mi memoria el venturoso hecho de que, gracias al incidente que relataré a continuación, allí quedó el plato intacto sobre la mesa. Hoy, después de lo que ha llovido -nunca más apropiado-, estoy seguro de que la naturaleza se alió conmigo y juntos logramos eludir, al menos por un día, el paladeo del amargo cáliz que para mí suponía la ingestión de ese horrible fruto del averno.

Y es que, apenas sentados todos -entonces tan sólo cuatro- a la mesa, un pavoroso trueno, de esos de los de antes, provocó un temblor, asimismo de los de toda la vida, a nuestra ya en aquel tiempo antigua casa, lo que desencadenó una brusca desbandada.

El día poco a poco había tornado noche. La luz -también la otra, esa hija del señor Edison-, que alumbraba aquellas primeras horas de la tarde nos abandonó, y nos vimos sumidos en las sombras mientras en la calle descargaba una espeluznante tormenta acompañada de gran aparato eléctrico -como en esos días catalogaba las de su clase el inolvidable Mariano Medina- y de una descomunal tromba de agua que parecía, según anglicismo en uso, un revival de aquel celebrado diluvio universal cuya crónica divulgó un tal Noé; ello no tanto por su duración como por su intensidad, y que si bien no viví a buen seguro poco tenía que envidiar a esta moderna e inolvidable sucesión de fenómenos meteorológicos que a todos los presentes nos sobrecogió aquella tarde, acaso de agosto.

Una parte del tejado de nuestra casa venía constituido por una enorme claraboya que servía un gratificante haz de luz natural a la escalera; pues bien, aquélla no fue capaz de aguantar impertérrita la formidable manta del líquido elemento y las goteras comenzaron a proliferar. Pertrechados de cualquier recipiente apto para achicar agua, subimos los vecinos -en equipo, como ahora se dice- a lo más alto de la escalera distribuyendo convenientemente los peroles sobre rellanos y escalones de madera, en una rápida operación de ascenso-descenso por la pendiente con la humilde pretensión de minimizar los efectos del temporal.

Apenas un par de cubos había yo dispuesto, cuando decidí que mi sitio no era la escalinata, bajo ningún concepto debía perderme aquel espectáculo de una naturaleza tan magníficamente desbocada y me llegué hasta los desvanes. Allí, en lo más alto y a través de las sesgadas ventanas que se proyectaban hacia el cielo, contemplé una de las más impresionantes manifestaciones de absoluto poder en estado puro que recuerdo.

Rayos, relámpagos, truenos, la naturaleza indomable, desafiante, embravecida... mientras yo, ínfimo ser humano, a cada instante que pasaba me sentía aún más pequeño de lo que ya de por sí era.

En esta tesitura permanecí el rato que duró el temporal. Retornó la calma lo mismo que yo al mundo pequeño, a ese microcosmos de enanos que se afanaban -ilusos- en impedir que la naturaleza penetrara en sus vidas más allá de lo habitual, de lo tolerado. Mientras tanto, la lluvia indomable se filtraba a través de los cristales del tragaluz y, en arriesgada caída, chapoteaba entre los cubos que como hongos en otoño habían brotado dispersos sobre la ajada tarima de los desvencijados peldaños de la escalera.

domingo, 18 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VII) "Mediodía en el jardín eterno"



MEDIODÍA EN EL JARDÍN ETERNO
Rodrigo D’Ávila


Árboles centenarios; viejos arbustos y parterres; piedra y forja talladas por el tiempo; romántica fuente con rumor a rancios paseos de principios de siglo; confortador chorro del que sin miedo todos bebíamos acercando nuestros labios a los de aquel pétreo reptil mitológico; sombra benefactora privilegio de un extraño hábitat; enigmática, esotérica brisa durante abrasadores mediodías...

Todo eso y mucho más representaba, aún representa para mí el parque de San Antonio. Los primeros recuerdos de este lugar verde, ocre, rojizo... -mil tonalidades según la época y en algunas todas al unísono- me devuelven frescura, penumbra, húmedo aire de reciente riego en mañanas que lejos de él se tornaban luminosas preludiando la sofocante canícula de un tórrido agosto abulense.
Penetrar en ese microclima deudor de sombras, tierra mojada y hojas mecidas por una suave brisa de la que nadie explicar podía su origen, significaba algo así como detener el tiempo, o mejor, retroceder cien años y observar severos caballeros en cuello duro, sombrero de hongo y bastón enhiesto; damas cubiertas hasta los pies tocadas con esplendorosas pamelas; doncellas en delantal y cofia de primoroso e impoluto encaje blanco sobre negros recatados vestidos; y en fin, militares, con graduación o sin ella, de ros emplumado que parecieran sacados de cualquier amarillenta fotografía rescatada del desván, ese doméstico cementerio de recuerdos en blanco y negro.

Eso nada menos era, y para muchos puede que siga siendo pese a mudanzas y reformas, el parque de San Antonio.

Al fondo, avistada con la dificultad que entraña su contemplación desde el interior de este bosque animado, la ermita de San Antonio que da nombre a esta especie de edén urbano con su airosa cúpula horadando el aire moderador de un cielo cegador en luz y azul, y abajo, a ras de suelo, justo delante: los railes del ferrocarril.

Los sonidos, además de los naturales del agua, pájaros y brisa entre las hojas, se podrían inventariar sin fatiga: risas y sollozos infantiles, murmullos de sesudas conversaciones y huidizos cuchicheos entre aprendices de amantes... Todo interrumpido de vez en vez por el agudo silbido de la locomotora acompañado de los clásicos bufidos mientras se aproximaba, igual que un animal fabuloso entre tanta naturaleza, a la estación, la típica parada de provincia y también provinciana.

Apenas sin esfuerzo, mi memoria rescata del olvido paseos entre setos, arbustos y macizos de flores; juegos a través de los mil y un recovecos pareciera dispuestos por alguien aficionado al del “escondite”; recogida otoñal de castañas, estéril por otra parte, pues de todos era sabido que el fruto de los castaños de indias causaba la locura a quien osara probarlo; y por fin, sosegado reposo repantingado sobre las berroqueñas rocas al pie de la vía observando el paso de los vagones, mientras imaginaba los remotos lugares de destino o los anónimos parajes de origen de aquellos viajeros que, con ojos como platos aplastados tras las ventanillas, recién habían visto -cual castillo encantado- la más sublime y espectacular obra civil, apenas la única que, sin apearse, podía ser admirada desde esos monstruos de hierro que fugazmente bordeaban la ciudad camino de todas y de ninguna parte.

viernes, 16 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (VI) "Entonces, cuando volábamos con las águilas"


ENTONCES, CUANDO VOLÁBAMOS CON LAS ÁGUILAS
Rodrigo D’Ávila


Ahora es verano, fuera hace calor, como dice el saber popular estamos en el cogollito del verano: “De Virgen a Virgen”. La persiana, en tosca madera laminada y de áspero cordel, descansa echada, mientras, entre las rendijas y luchando con ellas, se filtran en perfecta línea de formación tenues rayos de sol que atraviesan la habitación configurando una ingrávida cortina de partículas en suspensión. Al tiempo, luces y sombras se proyectan en la pantalla del arcaico Iberia -hoy así me lo parece- viejo y en blanco y negro por supuesto.

Fuera, en la calle, no se ve, tampoco siente un alma, que decir de los cuerpos... La solanera y sobre todo el espectáculo que todo Ávila contempla mantiene enclaustrados en sus casas, bares, tascas y similares a la ilusionada ciudadanía abulense.

Las imágenes llegan de muy lejos -eso creíamos entonces- de más allá de los Pirineos, porque lo que todos, grandes y pequeños contemplan extasiados es el Tour, el Tour de Francia. Allí, en la distancia, un esforzado paisano acaso imbuido del espíritu de nuestra ancestral Capra Hispánica, sube y baja sin desmayo altas montañas y pequeños altozanos. Ese casi compadre de todos, enjuto, hasta esmirriado, de semblante serio, poco pelo y potentes piernas es Julio Jiménez, el gran Julito, el relojero de Ávila como por aquellas calendas se le apoda dentro y fuera de nuestras fronteras.

Galibier, Alpe D’Huez, Tourmalet, Telegraf... una soberana clase de geografía, esas míticas cimas resuenan en nuestros oídos como algo familiar, al patio de nuestra casa, la casa de todos, y es que allí, donde la respiración se hace jadeo, las fuerzas fallan, la vista se nubla y clamas por que termine el sufrimiento, un abulense está haciendo historia. Ávila ya se conoce un poco más, amén de por su Santa y las murallas también ahora se la tiene por lugar de nacimiento de un deportista y cuna de una asombrosa afición a la contemplación y práctica del ciclismo.

Todos, cada uno dentro de sus posibilidades, empujamos desde aquí. Cada pedalada se jalea, cada golpe de riñones es coreado por un grito de ánimo, cada metro que distancia a un perseguidor se multiplica en cientos, miles de alaridos que ovacionan al esforzado como si pudiendo escucharles le acompañaran e impulsaran en su intento.

A ratos el silencio de la calle se torna sobrecogedor, aunque pronto se rompe con los rugidos que llegan desde cualquier recinto en donde el televisor vomite imágenes; y es que ya son muchos los que pueblan nuestras casas, las antenas que cuelgan de los tejados, cual modernos gallardetes, así lo atestiguan.

El sudor que brota de las sienes de los espectadores recorre, sin apenas darnos cuenta, nuestros congestionados rostros; y no es que el calor se torne sofocante, es la pura ansiedad ante lo que sucede tantos kilómetros más allá lo que provoca se multipliquen pálpitos, rujan gargantas y los poros aflojen su caudal a borbotones.

Ya casi abraza el alto, cerca se divisa la pancarta de meta. Ha dejado tirados a los demás y, con esa graciosa danza, cabalga sobre su bicicleta para casi tocar la gloria. No quedará líder, jamás ganará un Tour, tampoco otra gran ronda, sin embargo dará igual, bastará con aquellos inolvidables momentos que nos habrá hecho vivir, con esas frustradas siestas, con aquel olor a coñá o sol y sombra entre voluptuosas nubes de Farias que acompañó las sobremesas de los sesenta. Al fin ya éramos alguien, también en la chovinista Galia.

Nota.- Desde aquí un recuerdo para otro gran ciclista de la tierra al que tuve el gusto de conocer personalmente y que ya nos dejó: Esteban Martín.

jueves, 15 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (V) "Apenas un viejo caserón"


APENAS UN VIEJO CASERÓN
Rodrigo D’Ávila



Se hallaba situado justo encima de Pepillo, como el mascarón de proa de un barco que pusiera rumbo hacia la Palomilla, distribuido en dos plantas, con acceso por Comandante Albarrán y pegado, derecha entrando por su trasera, -como dicen los notarios- justo al cine Lagasca.

Sería incierto no reconocer que mi memoria apenas alcanza poco más que eso, tal vez a la empinada escalera que encontrabas justo en el portal para salvar el pronunciado desnivel de la calle y abordar el primer piso, una especie de hall, recepción o recibidor -como entonces se decía-. A la diestra un gran salón -al menos eso me parecía en aquel tiempo- a izquierda otro más reducido con columnas, en donde y al fondo, más allá de sofás, divanes y mesas convenientemente dispuestas a las que había que sortear para llegar hasta él, se erguía un objeto casi mágico para nosotros, los niños de entonces: el televisor, el primero de que mi recuerdo tiene constancia.

Parecía que en el interior de aquella sala todo girara en torno a la caja cuadrada de madera con la pantalla ostensiblemente abombada hacia el espectador. Elevado sobre el resto del mobiliario, diríase presidiera y oteara nuestras andanzas, las de los más pequeños, y nos atrajera con un magnetismo como ese que en la actualidad puede estimular la informática en las generaciones más jóvenes.

Los demás, los maduros, no aparentaban experimentar ese hechizo. Cada época presenta una máquina o actividad nueva -pudo serlo el teatro, el cine, la música en sus distintos estilos, en otros tiempos- que embelesa a los adolescentes. Creo que una de las principales atracciones del nuestro pudo venir constituida por la televisión.

En la planta de arriba se ubicaban, supongo, las salas de juego -el mínimo que entonces se consentía en locales públicos- del “subastao”, dominó, mus y algún otro de los tradicionales. Las mujeres y, por supuesto, los pequeños tenían vedado el acceso a esa planta verdadero sancta sanctorum del lugar: el Casino Abulense, por si alguien aún no hubiera advertido el local que los pinceles de mi memoria pretenden esbozar desde el principio.

Fue allí, en aquel salón entre sofás, mesas y columnas, donde por vez primera contemplé, en frío blanco y negro y también cálido gris, mi primer partido de fútbol televisado. Calculo sería en la primera mitad de los sesenta, y con uno seguro de los contendientes: el Real Madrid, el gran Madrid de la época. Entonces, casi como ahora, la expectación era máxima y el local se llenaba hasta los topes; muy pocos disponían en sus casas del preciado aparato y, sin temor a equivocarse, el único lugar para ver fútbol era aquél. Bien puede decirse que ese magnífico invento provocó la cruel epidemia que a partir de entonces sufrimos: mudez y sordera general, ya que su contemplación impedía cualquier otra actividad social, si se exceptúan las consabidas imprecaciones al arbitro o hacia el equipo... ni que decir tiene que contrario.

Mis primeras películas televisadas se estrenaron allí, en la sala de balcones volcados hacia la plaza. Apenas recuerdo detalles, ni siquiera títulos o protagonistas de dos de ellas que dejaron una singular impronta en la mente de un niño de tan pocos años.

Una iba de mineros, pienso que hasta puede no fuera en el Casino donde la viera, sino en una proyección artesanal de tarde festiva en el colegio de párvulos de mi niñez. Aún no comprendo como permitían pudiéramos contemplar un filme tan impactante. Los derrumbes en la mina -y muertos subsiguientes- eran constantes, total que aquello causó en mí una profunda impresión, tan es así que durante un tiempo, al entrar en un lugar desconocido, en mi inocencia, nervioso revisaba la resistencia de techos y vigas, no fuera que, a semejanza de lo que ocurría en los entibados túneles de la ficción, aquéllas cedieran y todos quedáramos sepultados.

La otra cinta que indeleble ha permanecido impresa en mi memoria trataba de marcianos, seres repugnantes que aprovechando la noche insuflaban en los ignorantes lugareños una especie de veneno que convertía sus cuerpos en algo así como una paella cuyos granos crecían sin parar hasta que al reventar la diñabas. Algunas noches en vela me costó aquello, ahora tampoco entiendo como emitían esas películas en horario infantil y dirigidas a un público tan menudo. Bueno sí, acaso porque todas eran blancas desde el intransigente punto de vista que imponía el sexto mandamiento. Parece que éste, y sus fatales consecuencias, representaban lo único que podía amenazar nuestras limpias y angelicales conciencias.

A los pocos años cerró aquella primitiva sede del Casino, al menos la primera de que tengo consciencia, abriéndose otra más funcional. Allí quedaron sepultados mis primeros recuerdos, entre las paredes de aquel viejo caserón en blanco y negro -también gris- con sus salas prohibidas y miradores colgados sobre el Mercado Grande.

martes, 13 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (IV) "Allí, donde nos imaginábamos hombres"


ALLÍ, DONDE NOS IMAGINÁBAMOS HOMBRES
Rodrigo D’Ávila




Se hallaban en el Mercado Grande, justo detrás de los urinarios públicos y pared con pared -paradojas del destino- al convento de la Magdalena. Sí, en efecto, pretendo ubicar en la memoria de quienes los conocieron, y en la imaginación de los que no tuvieron esa suerte: los “billares”, unos locales de inocentes juegos que durante una época fueron escenario de nuestros ratos de ocio, que en aquel tiempo, sin duda, nunca escaseaban.
 
En realidad los denomino “billares” por simplificar, ya que allí, además de los rectángulos en verde tapete, podían encontrarse otras enormes mesas de madera o aglomerado teñidas asimismo en igual tonalidad, donde practicábamos el popular deporte oriental -por su nombre supongo lo será- conocido por “ping-pong” o tenis de mesa. Asimismo, y en una pequeña sala, podíamos tropezar con otro divertimento -éste mucho menos exótico en cuanto a su origen, seguro que celtibérico- que ponía a prueba los reflejos y la flexibilidad de nuestras muñecas. Me estoy refiriendo al futbolín, el manejo de firmes, estáticos monigotes que al unísono, igual que un pequeño ejército de autómatas pateaban una pelotita de madera en un esfuerzo común para introducirla a través del angosto agujero que pretendía ser una portería, todo ello a imagen y semejanza del fútbol de verdad.

Pues bien, allí, en aquel recinto de escasa iluminación natural, murmullos de aprobación o disgusto y nula ventilación, transcurrió una parte -si no sonara demasiado solemne diría que hasta trascendental- de nuestra adolescencia inmersos en la ingenua confianza de que precisamente ya la habíamos superado.

Recuerdo ahora la figura del encargado: edad indeterminada, maduro en todo caso, enjuto, estatura media, finos bigotes y mirada inexpresiva. Parecía, a falta de chaleco brillante, camisa de puntillas y lazo por corbata, recién arrancado de una timba de aquéllas que, a bordo de cualquier barco con enorme pala a popa, confiadas surcaban las traicioneras aguas del Mississippi.

La presencia en aquel tugurio de gente mayor, su convivencia con ellos -en realidad ningún caso nos hacían- aunque tan sólo fuera mediante la contemplación de sus golpes al marfil, tacadas, improperios de disgusto o exclamaciones de júbilo, nos predisponían a sentirnos algo más crecidos de lo que en verdad éramos, a aparentar una edad y sobretodo una madurez de la que tan lejos nos hallábamos y que, pese a todo, con tanta ansia anhelábamos. En la espera, bien podíamos imaginar que ya rebasábamos los veinte y tratábamos de igual a igual a aquellos jóvenes y no tan jóvenes que allí, serios, concentrados, practicaban ese ejercicio de volutas de humo, haces de luz blanca y tapete verde, que tanto recuerda por su ambiente a las timbas de naipes y, no obstante, podía resultar tan inocente como el juego de los peones. Aunque sospecho que, en ocasiones y dentro de algún reservado a resguardo de indiscretas miradas como las nuestras, se apostaban -desconozco en que manera- cientos, puede que miles de pesetas.

Ni que decir tiene que el billar que se jugaba era el de tres bolas, el francés -parece que en ésta y en otras actividades que en la intimidad también se ejercen a dúo, y a las que dieron su nombre, hayan sido pioneros los gabachos-. El americano, ese caracterizado por la profusión de bolas, chillones colores y el fragor de recios leñadores de Ohio bebiendo cerveza y vociferando, era un absoluto desconocido para nosotros y llegó mucho después.

El de aquí, el francés, era un juego técnico, de caballeros graves, serios, circunspectos. Igual que ingenieros calculando la resistencia de materiales para la cimentación de un puente, o arquitectos precisando la exacta ubicación de una viga maestra, así los jugadores escudriñaban las posibilidades para lograr una carambola: distancia entre las bolas y de éstas a las bandas, punto de golpeo de cada una de ellas, potencia del primero y sucesivos, parte de la corona del taco con la que impulsar la bola de ataque... todo ello con milimétrica exactitud y, eso sí, rodeados de un impresionante silencio.

Súbitamente, sin venir a cuento, alguno de los jugadores se quejaba al encargado de que nosotros, los pequeños mirones, molestábamos más de la cuenta. Entonces, aquél, parsimonioso y de primeras con exquisita elegancia, nos invitaba a abandonar la sala. Era justo en ese instante, cuando nuestro compartido delirio de prematura madurez se desvanecía evaporándose el encanto, y rejuveneciendo a la fuerza aún más si cabe, mientras a regañadientes salíamos a la calle donde, de nuevo, un cálido y brillante resplandor nos acogía amoroso en su regazo.

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (III) "Compro, vendo, cambio"


C O M P R O, V E N D O, C A M B I O
Rodrigo D’Ávila


Un mediodía cualquiera, de cualquier viernes, en cualquier año. La estación es lo de menos: soleado otoño, abrasador estío o helador invierno. Llueva o nieve, traseguemos vino o sorbamos chupitos de humeante caldo. Si es viernes - aunque caiga en trece - y no festivo; ahí, en el Águila, al pie de la barra, en los salones, bajo los soportales atestados o fuera, en el amplio paseo que discurre paralelo a aquéllos, una pléyade de varones jóvenes y maduros, ruidosos o circunspectos, severos o gesticulantes, discuten los unos con los otros, de dos o en dos o todo lo más en pequeños grupos.

El objeto, uno sólo o tantos como se quiera con las infinitas variables que se puedan presentar: hacer tratos, tratar en el negocio del ganado, también en la agricultura. Es el mercado semanal, la lonja por antonomasia, el zoco de los viernes en el mercado de los mercados: el Grande.

Pana o paño, siempre de oscuro o como mucho marrón, boinas y sombreros se confunden bajo un maremagnun de acentos que surcan el aire. Gentes llegadas de la austera Moraña, la escarpada Sierra, la perenne tierra de Pinares, el lozano Tormes y Corneja o el multicolor Tietar; aunque, silencio... escucho además tonos de allende los confines de esta provincia.

Vacuno, lanar, porcino y hasta caprino... Cereal, pienso, paja, legumbre o forraje. Todo se compra o se vende, se troca, permuta o concede graciosamente (“Quién regala bien vende... si el que recibe lo entiende”). Favor por favor, sumaria subasta, primitivo trueque, cientos de operaciones, varias a veces con igual objeto y durante la misma mañana.

El trato se cierra con un apretón de manos - el papel no sirve, o mejor, maldita la falta que hace - y después un trago de vino o cerveza en el Águila o los cercanos Florida, Piquio o Pepillo.

En apenas unos metros cuadrados se despliega un universo de sonidos, gestos, también palabras y hasta música. Un run run que todo lo envuelve y se dispersa hacia los cuatro puntos cardinales de la plaza: desde el arco del Alcazar a San Pedro, de una a otra acera del Grande. Es el mercado de los viernes al pie de los soportales.

Todo se compra o vende, lo que tenga cuatro patas - a veces con dos sobra - el dorado trigo, la humilde cebada, el verde pasto o las blancas alubias. Todo puede ser objeto de trueque, la palabra basta, la palabra... y el apretón de manos que misma cosa vienen a ser.

No existe el IVA, ni siquiera el ITE, aún no se han inventado, o... ¿tal vez sí? Da lo mismo, este es otro mundo, los tratos se consuman mientras se habla del tiempo, la cosecha o la última faena de “el Viti” en las Ventas o en la feria de Salamanca.

Al final, con cartesiana precisión, todo cuadra. Pareciera el negocio fuera la excusa para tomar un chato y verse. ¡Craso error! El trato es el auténtico motivo para permanecer horas a pie firme, todos lo saben, en ello están, sin embargo hay que ocultar el interés por esas vacas, aquellos terneros o estos lechones. Si demuestras tu atención en demasía el otro lo aprovechará, no se trata de jugar al engaño, tampoco el regateo es lo primordial y no se abusa de él, es eso y mucho más que eso, algo así como un código consentido y por todos aceptado. Por otra parte, esta gente es seria, jamás dará una peseta de más - puede que, llegados a un extremo, tampoco de menos - de lo que cada uno crea en justicia vale esa fanega de centeno o el kilo de cordero en vivo.

Es el mercado de los viernes. Antes, mucho antes de que lo sacaran al extrarradio, entonces cuando no hacían falta notarios, talones, bancos, y me atrevería a asegurar que ni tan siquiera... el propio ganado.

viernes, 9 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (II) "Aquel simpático tamborileo"





AQUEL SIMPÁTICO TAMBORILÉO
Rodrigo D'Ávila




Varón, edad indeterminada, puede que cincuenta, creo que más cerca de ellos que de los cuarenta, aunque tampoco podría asegurarlo. Cuando de tarde en tarde irrumpe en mis recuerdos se me aparece como entonces: rostro anguloso surcado por mil arrugas, seguramente de tiempo y acaso también de amargura; mediana estatura, más bien bajito; ojos vivos, centelleantes; piernas tipo alfeñique, delgadas en extremo, las que se adivinaban bajo unos pantalones que siempre le venían grandes; todo él era un puro nervio con barba de un par de días.

Su terno: chaquetilla blanca en temporada estival y abrigo raído -puede que regalo de alguna señora caritativa- cuando el crudo invierno.
Ocupación: en verano, durante el escaso buen tiempo de Ávila, provisto de una enorme cesta, más ancha que profunda, colgando de su acartonado cuello, vendía patatas fritas en bolsas de papel amarillo chillón salteado de imponentes manchas de grasa. En invierno no recuerdo a que dedicaba su tiempo.
Su círculo de venta no era otro que el Mercado Grande, al menos era allí donde con mayor frecuencia se le veía, a veces también “El Chico”. En el primero, sorteando sillas y mesas de las terrazas de “Pepillo”, “El Oro del Rhin”, “El Aguila” o “El Florida”, también paseando arriba y abajo, fuera o dentro de los soportales. No anunciaba a voces el producto como otros vendedores, muy al contrario, su sistema, pionero en las modernas técnicas publicitarias, algo así como un márketing de andar por casa y adelantado a su tiempo, consistía en acompañar su quehacer con el rítmico golpeteo de las yemas y nudillos de sus dedos contra la base de la banasta logrando aquella cadencia personal, tan suya, que quería imitar la percusión de alguna jota o cancioncilla popular del momento. A ello simultaneaba un canturreo entre dientes que resultaba ininteligible para el oido humano.

Creo vivía con las monjitas en el Asilo, entregado, además de a su ocupación habitual en la venta patatas fritas y frutos secos, al oficio de una suerte de mandadero o chico de los recados.

Grandes y pequeños, todos en la ciudad le queríamos y saludábamos cuando con él cruzábamos nuestro camino. No dejaba de ser toda una institución. Con el buen humor de siempre preguntaba por nuestras familias, a todos conocía y todos sabíamos de él.

La memoria, engañosa, me envía la escena del barquillero girando la ruleta rodeado de niños, ahora no podría asegurar si en realidad se trataba de él, sonriente, quien procuraba la suerte de uno, cinco o diez aromáticos dulces con tibio olor a canela. Es igual, aunque no hubiera sido él quien en pie convertía cada tarde en una fiesta de risas y jolgorio durante los veranos de entonces, seguro debiera de haberlo sido.

Hace unos años le volví a ver, se notaba que el tiempo ya había dejado su inevitable impronta; ese mismo, inmisericorde para los demás, que años atrás pareciera pasara por él de puntillas, sin detenerse.

- ¡Hola Pepito! - me dijo como siempre hacía. A pesar de los lustros transcurridos aún se acordaba del crío de entonces.

Es la imagen que conservo de este personaje y de aquella época en que yo era un niño. Y él... ¡nada menos! -y lo digo con todo mi respeto y cariño- puede que también.

martes, 6 de febrero de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (I) "La nostalgia no es un error"








LA NOSTALGIA NO ES UN ERROR
Rodrigo D’Ávila



Alguien dijo que la nostalgia, el recuerdo henchido de melancolía evocadora de un tiempo que se
fue, constituye un error. Pienso que en efecto, el plantearse el presente desde el pasado, no vivir el hoy y deambular perdido entre las sombras del ayer es una grave equivocación que puede resultar hasta enfermiza, nociva para la salud y no ya sólo psíquica. Sin embargo, la nostalgia entendida como una disposición del ser humano a negarse a renunciar a sus raíces, a comprender e identificarse con lo que es propio a su naturaleza, a extraer experiencias de sus antiguos yerros para no repetirlos, y también, por qué no, de los aciertos al objeto de su aplicación en el futuro, y por fin incluso a la manera de simple ejercicio literario dirigido tanto a los que conocieron los hechos y así puedan renovar aquellas vivencias, como a los que no transitaron por esa senda y apenas les sirva de regocijo en la distancia; la nostalgia digo, concebida así, lejos de constituir un error representa un ejercicio pleno de vida, patrimonio exclusivo de los seres inteligentes, igual que lo pueda ser el amor, el sentido del humor, o la capacidad para la compasión.
 
Nostalgia, recuerdos... En la pluma de Machado: “Estos días azules y este sol de la infancia...” o también: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero;/ mi juventud veinte años en tierra de Castilla,/ mi historia algunos casos que recordar no quiero."

Sentado esto, les propongo a ustedes amigos lectores en su benevolencia infinita, un ejercicio de nostalgia. Durante las próximas entregas, contando con su gentil colaboración sin la que nada de esto sería posible, pretendo recoger en la frágil cárcel que representan un puñado de líneas, los recuerdos, mis recuerdos de una época que pasó, de una ciudad serena -que no alegre, nunca lo fue- confiada, intransigente a veces y también un punto demodé o gagá -como se dice ahora- en que la vida aparecía más tranquila, hasta aburrida a veces; si bien justo es reconocer igualmente que aún con infinitas menos posibilidades, la gente por regla general vivía en paz, disfrutando del tiempo y no acosada por él.

Serán retazos de una vida, algo así como instantáneas de momentos y sus consiguientes reflexiones a la luz de los años transcurridos que posibilitarán un fascinante -al menos eso pretendo- viaje a través del tiempo, que poco tendrá de ciencia-ficción y mucho de, parafraseando el titulo de una película, secretos del corazón.

A buen seguro la memoria flaqueará, probablemente algún dato no será del todo exacto, incluso puede que, puntualmente, las licencias literarias retoquen -que no falseen- la realidad, algo así como colocar un filtro sobre un objetivo a fin de acentuar luces o sombras o virar a sepia. Nada de esto importa, no obstante, y como no podía ser de otra manera, lo fundamental se mantendrá tal y como ocurrió o al menos como yo lo viví. Si de algo se me podrá acusar será de una pizca de parcialidad por tratar a todos -personas, lugares y sucedidos- con el cariño propio de alguien que considera a la nostalgia una fiel compañera, en especial cuando el juego, la fascinante tarea que aguarda es la pretensión de evocar recuerdos de una infancia y juventud que seguro -tampoco tenían porqué ni se les necesita- jamás volverán.
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