domingo, 23 de noviembre de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LII) "El afinador de sueños"


EL AFINADOR DE SUEÑOS
Rodrigo D’Ávila




Sin que ello pueda interpretarse como una eximente, ni siquiera apenas a modo de simple atenuante, las personas de cierta edad hemos de convenir que las travesuras de entonces comparadas con las gamberradas y desmanes que hoy en día practican algunos jóvenes -y no tan jóvenes- vendrían a ser algo así como si pretendiéramos contraponer un seiscientos de aquellos con los modernos bólidos de 300cv o más que hoy conocemos. Esta percepción no creo deba atribuirse al hecho de que con la edad uno se vuelva más intransigente y haya olvidado los tiempos -cada vez más lejanos- en que también disfrutó de unos años “de vino y rosas” esos que parecía nunca llegarían a su fin.

Por entonces -en los sesenta-, al igual que en muchos otros aspectos de la vida, también en lo que concierne al descanso apenas había mucho donde elegir. Y me refiero al acto de dormir en sentido estricto. Los colchones solían llevar un relleno de lana, natural por supuesto, aunque ya se conocían y comenzaban a entrar en el mercado los flex, relax etc… si bien sus componentes, ni que decir tiene, no eran el agua, espumas exóticas u otros materiales por el estilo hoy tan de moda.

Hay que reconocer que la humilde lana, como soporte del reposo, cumplía a satisfacción con su cometido: al tumbarse se distribuía natural y amorosa alrededor del cuerpo al tiempo que se acomodaba a la perfección a él. Resultado de esta simbiosis era un sueño prolongado y reparador.

La otra cara de la moneda, porque como todo en la vida también adolecía de inconvenientes, había que buscarla en la dificultad de su mantenimiento, era necesario conservar los colchones a punto ya fuera por razones higiénicas, de desinsectación o tan sólo para que el tálamo pudiera continuar cumpliendo su función en plenitud.

En efecto, y siempre durante el verano, el colchonero a la manera de un “mágico afinador de sueños” -por ser el objeto de su trabajo un instrumento inductor de aquéllos- se acercaba a nuestras casas y en el portal de cada cual desplegaba su arsenal de agujas, tijeras, hilos de diferentes grosores, varas y otros utensilios necesarios para su tarea.

Rodeado de polvo, sudor y… sin lágrimas, descosía las fundas para a continuación desparramar por el suelo la sedosa carga oculta durante los largos meses del invierno abulense.

Era allí y entonces cuando, inmisericorde, con las varas rasgando el aire al ritmo de un sonido que recordaba el restallar del látigo, apalizaba incansable aquellos rizos blancuzcos como si tuviera algo personal contra ellos.

Como dice la tonadilla: “Vareando aceitunas se hacen las bodas…” pues bien, en aquel portal bien podría tararearse: “Vareando colchones se hacen las bromas…” Pues ese era el momento que aprovechábamos los peques de entonces para, al menor descuido del afamado apaleador, revolcarnos entre montañas de lana, intentar esconderle alguno de sus preciosos palos o en fin, una vez que al vernos volvía cabreado, entonar aquel estribillo que, rememorando otro aplicado a los jardineros regantes del ayuntamiento, habíamos trasladado con no muy buena fortuna: “La vara fuera que aquí no llega y si llegara a mí no daba”.

Para que no se me tenga por suficiente he de confesar que muchas veces la vara si llegó, y allí, en nuestras inquietas posaderas, quedó marcada durante días.

Inocentes burlas, hoy prehistóricas para muchos, que por decreto urgente quedaban suspendidas de raíz justo en el instante en que alguno de nuestros padres se enteraba de la travesura.


martes, 4 de noviembre de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGÍA (LI) "Los martes 13 y luna llena...milagro"


LOS MARTES 13 Y LUNA LLENA… MILAGRO
Rodrigo D’Ávila




Puede que en aras de lograr una ficticia seguridad que mitigue el ancestral miedo del ser humano ante el futuro desconocido, o bien, como sustitutivo de creencias éticas o religiosas, el hombre, la humanidad en fin, a menudo desde el principio de los tiempos y en todas las culturas ha recurrido a lo misterioso, cabalístico u oculto.

Así, en los últimos tiempos de nuevo y con verdadera fruición, ha tomado carta de naturaleza en nuestra civilización la moda de la interpretación de signos, números, fechas o predicciones indicadoras de catástrofes, cataclismos o -en el polo opuesto, aunque bien es cierto que con menos asiduidad- de venturas y tiempos de próspera felicidad.

Un ejemplo ilustrativo -como lo fue en su momento la llegada del año 1000, 2000 o 2001- es la fecha, día, hora y minuto elegido para el comienzo de los Juegos de la XXIX Olimpiada de la era moderna a celebrar en Pekín (hoy Beijing): 08.08.08 a las 8 horas y 8 minutos (en realidad 20 horas y 8 minutos en la ciudad prohibida). Parece ser que la razón de esta curiosa elección se fundamenta en que el “8” es el número de la suerte para el pueblo chino.

Si queremos citar otro modelo de signo cabalístico por antonomasia, fácil podemos recurrir a la pléyade de señales que en billetes, monedas, profecías etc… parecían anunciar los trágicos acontecimientos del 11-S en New York y asimismo el 11-M en Madrid.

Creamos en ello o mantengamos un inteligente escepticismo, lo cierto es que hoy día pocos acontecimientos de verdadera repercusión universal -en especial los luctuosos- no vienen precedidos de multitud de señales previas sólo percibidas por privilegiados que - ¡oh! maravillosa casualidad- no se advierten hasta después del momento en que acontecen.

Viene esto a cuento para introducir el hecho fantástico de que este humilde amanuense también puede alardear con gozosa satisfacción de poseer una fecha mágica como data de un acontecimiento que supuso un hito de cierta importancia en su, ya cada vez más, dilatada vida.

Este momento fue el día 7 del mes 7 del 77. En tan fausto día pasé el último examen de licenciatura. Ha habido al menos otro: el día 6 del mes 6 del año 1966, aniversario de mi primera comunión. Como podrán comprobar, el que no dispone de una fecha prodigiosa en su curriculum es porque no quiere.

Sea como fuere, y advirtiendo que a mi el “7” o el “6” ni fu ni fa, como prueba del algodón para todas estas supersticiones o supercherías -porque no merecen el calificativo de creencias- siempre sigo el mismo procedimiento: primero, por supuesto, me fijo en si la premonición es previa al hecho y en quien la augura; luego, en si éste o aquella tiene carácter universal (el “8”, por ejemplo, será el número afortunado para los chinos, sin embargo a los demás nos resbala; igual que a ellos el martes o viernes 13 se la refanfinfla); por último, desconfío de fechas preestablecidas puesto que, además de que el calendario no es común para toda la humanidad, también ha variado a lo largo de los siglos incluso dentro de una misma cultura, y no deja de ser algo aleatorio y convencional impuesto por razones puramente prácticas.

Concluyendo, mi juicio racional me obliga a recelar de todos estos montajes y tomarlos tan sólo como mera distracción o divertimento.

Por cierto, hoy es martes. ¿Será día propicio para que estas líneas vean la luz…?

domingo, 5 de octubre de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (L) "Un oasis en el portal"


UN OASIS EN EL PORTAL
Rodrigo D’Ávila




Hasta hace unos cuantos años, posiblemente coincidiendo con la inauguración del embalse del Voltoya, siempre existieron problemas en el abastecimiento de agua a nuestra recoleta villa; si nos atrevemos en la comparación, la demanda, significativamente menor que en la actualidad, representaba un mínimo consumo no sólo deudor de la obvia desigualdad en cuanto al volumen de población.

La sequía y su consecuencia, los cortes periódicos en el abastecimiento, constituían una constante, algo así como viejos y fieles compañeros en los estíos de entonces.

Ocho, doce y hasta dieciséis horas diarias sin agua domiciliaria adornaban las vacaciones de muchos y soliviantaban a casi todos, en especial a los denominados “veraneantes”, familias con raíces aquí que, en su mayoría, procedían de la vecina capital de la Villa y Corte. Se trataba de aquellos veraneos de dos y hasta tres meses de duración, al menos para la cónyuge e hijos sin obligaciones en Madrid mientras llegaba el comienzo del nuevo curso escolar.

Esta situación, como comprenderán, se convertía en un incordio ya que coincidía con el periodo en que el termómetro, inmisericorde, alcanzaba las mayores cotas. Bien es cierto que tan sólo durante el día, pues de todos los nativos es sabido que rara era la noche en que no refrescaba lo suficiente como para que el calor se conviertiera en obstáculo de un plácido descanso, por supuesto sin el auxilio de climatización alguna, sistema éste prácticamente desconocido por estos lares. Antes al contrario, tras la puesta de sol en demasiadas ocasiones muchos/as debían recurrir a la popular rebeca o jersey que previsoramente reposaba sobre los hombros de los avisados conocedores de las noches estivales de esta tierra.

Pero me he desviado de lo fundamental que no era otra cosa que la sensación de sed, esa que - en sentido metafórico - sufríamos entonces debido a que los cortes de suministro de agua eran bastante habituales y, para más inri, con desesperante asiduidad durante las horas en que llegaba a las casas no lo hacía a todas. Así, en las plantas altas (a partir del 2º o 3er piso, sí, esas eran elevadas para entonces) especialmente en los edificios situados en las zonas más empinadas de la ciudad ni siquiera gozábamos de la presión suficiente como para verla aparecer en nuestras pilas, bañeras o lavabos.

Esta última experiencia, a mayores sobre los cortes de agua que a todos afectaban, la sufrimos unos cuantos, entre los que me incluyo; y puedo asegurar que se trata de una sensación ciertamente frustrante.

La solución, con sus connotaciones folklóricas y lúdicas al menos para los más pequeños, fue la apertura de grifos en los portales de las viviendas al objeto de que los vecinos de los pisos más altos pudieran abastecerse de su ración diaria de agua.

A partir de la hora señalada daba comienzo una especie de romería. Formábase la espontánea cola en la que todos con su recipiente al ristre - el tamaño dependía de la fortaleza y edad de cada cual - aguardaban para recoger esa especie de maná moderno (no por su indiscutible necesidad, sino por las especiales circunstancias que concurrían en su recolección).

Ésta se nos aparecía como una incidencia más en los veranos de los sesenta y, al menos para nosotros, los niños de entonces - a los mayores maldita la gracia que les hacía - representaba momentos de juerga y alborozo a la par que de sustitutivo por un rato de los inocentes juegos de la época.

miércoles, 20 de agosto de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLIX) "Sillas de montar calientes"



SILLAS DE MONTAR CALIENTES
Rodrigo D’Ávila








En ocasiones el recuerdo se sirve de los cinco sentidos -o de varios de ellos- para cumplimentar su trabajo de cálida y retrospectiva añoranza; sin embargo, en la mayoría de estos momentos basta con apenas uno de ellos para evocar situaciones, rememorar instantes o rescatar a personas de un pasado que el tiempo convirtió en retazos hibernados de nuestras vidas.

Deteniéndome en ello resulta curioso que, en tratándose de recuerdos, el sentido más práctico y habitual en la vida diaria: la visión, la imagen, es precisamente del que con menor frecuencia echamos mano en nuestras evocaciones. Si lo pensamos con detenimiento, un sonido, un sabor, un aroma o una caricia nos transportan en el tiempo con mucha mayor eficacia que la imagen, o al menos ésta no adquiere la supremacía que, a primera vista -y nunca mejor dicho- debería tener si pensamos en una facultad casi siempre presente en el normal devenir de la existencia de cualquier persona.

Viene esto a cuento de un flash que asaltó mi memoria hace bien poco. Algo que aguardaba en lo más profundo del olvido emergió a la luz gracias a un mínimo detonante que más adelante desvelaré.

La evocación que surgió de repente, adquirió -tras el primer destello- la forma, sonido, tacto y olor de aquellos percherones de elevada grupa, maciza alzada y paciencia infinita de que se servían los antiguos lecheros en la tarea diaria de distribución de su blanca y cremosa -en aquel tiempo sí- mercancía entre los parroquianos de entonces.

A su llamada, los vecinos irrumpían a la puerta de sus casas con el cazo, cueceleches o cualquier otro recipiente apto para recibir desde el cántaro el cuartillo de leche del albo liquido recién ordeñado en las vaquerías que entonces proliferaban en los alrededores, y también el interior (aún no estaba en vigor el reglamento de actividades molestas, insalubres…) de nuestra recoleta villa.

Esto era así, y también yo -un mocoso de pantalón corto- era partícipe del rito. No obstante, la recogida de la leche a mí me importaba un pito, ni siquiera ante la posibilidad de recibir una golosina de alguna parroquiana. Mi único, exclusivo fin era contemplar al caballo, acariciar su pelo y, en el summun del mísero placer de entonces, que su dueño, como tantas veces, me cogiera por las axilas izándome a la grupa del jamelgo y paseara, tirando él de las riendas, hasta la próxima parada en el reparto donde mi acompañante me recogería para volver a casa.

¿Y todo esto cómo ha retornado de improviso a mi vida? ¿Acaso tengo a mi vista el caballo? No recuerdo como era, la descripción anterior la he imaginado pues supongo sería así. ¿Saboreo la leche de entonces? A esa edad, como es común con lo que te conviene, no me gustaba, al igual que la nata o los famosos calostros. ¿Puede que retumben en mis oídos sus relinchos? Los únicos que me llegan son los de las películas del oeste en tardes de sesión continua. ¿Tal vez algún aroma del caballo o de su entorno? Va a ser que no…

Lo que me ha hecho recordar aquellos momentos cabalgando al paso ha sido -resulta extraño- la desagradable sensación de aspereza, el molesto y hasta doloroso roce de mis desnudos muslos y pantorrillas contra la basta arpillera de lo que a mí servía, aunque no era esa su función, como silla de montar, y que no era otra cosa que el capazo donde descansaban los tres o cuatro cántaros de aluminio que transportaban el precioso elixir blanco, del que por cierto… tampoco recuerdo ahora su olor.

miércoles, 23 de julio de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLVIII) "Todo lo que siempre quiso saber..."



TODO LO QUE SIEMPRE QUISO SABER SOBRE COMO ROMPERSE LA CRISMA Y NO SE ATREVIÓ A PREGUNTAR
Rodrigo D’Ávila

Nunca me tuve por un trasto de esos a quienes sus progenitores no pueden perder de vista un momento. Ni tan siquiera por impulsivo, o al menos no más que otra gente de mi edad y mismas características. Sin embargo, podría colocar mi mano en el fuego -experiencia que, como podrán comprobar, ya poseo- para, aún sin consultar el libro Guinness, encontrarme en disposición de asegurar que durante mis años de niñez y adolescencia sufrí tal número de accidentes-incidentes que quien esto escribe bien pudiera figurar en lugar destacado del famoso volumen de records, concretamente en un apartado que podría titularse: “Las mil y una maneras de romperse la crisma”.

Sin que pretenda alardear de ello -no me tengo por imbécil- aunque sí a modo de curiosidad, me propongo levantar un somero inventario de aquellas peripecias que por su rareza, consecuencias o casi hilaridad de la situación, merezca la pena destacar en un texto como este. He de advertir que sin dificultad la lista podría ampliarse a otros sucesos que, o bien no recuerdo, o resultan tan simples que su descripción no tendría la entidad suficiente como para distraer, sufridos lectores, un sólo segundo de su valioso tiempo.

Sin otro orden que no sea el que imponen mis recuerdos, ahí va el prometido catálogo:

- Descenso en rapel sin cuerdas ni arneses: Como creo ya he referido en otra de estas narraciones, vivíamos en un tercero. Escaleras de madera, en el estado que imaginarán teniendo en cuenta su edad y uso durante tanto tiempo. Con los pocos años con que entonces contaba, mis subidas y bajadas por ellas casi lo eran a la misma velocidad. Una mañana salgo de casa de estampida, tropiezo y ruedo un largo tramo de escalones -a mí al menos se me hizo interminable-
Resultado: Herida abierta en párpado. Mínimos efectos para tan aparatoso desliz.

- No poner la mano en el fuego por nada ni por nadie: Cocina eléctrica bajo un ventanuco con repisa donde mi madre acostumbraba a colocar viandas, necesarias o no para el guiso que se propusiera cocinar. En el estante, plato de aceitunas que pedía a gritos un furtivo picoteo. Silla que arrimo al fogón para así alcanzar el irresistible reclamo. Apenas llego, me inclino un poco más, pierdo el equilibrio y…palma de la mano encima de placa al rojo vivo.
Resultado: Quemaduras de primer grado y dolor insoportable durante varios días.

- El oficio de mediador sólo para profesionales: Paseo de San Roque, al comienzo del parque. Mi hermano y otro se pelean, de las palabras pasan a las manos, intento separarles y uno de los dos -da lo mismo quien- lanza una piedra contra su competidor. La pedrada se la lleva quien ya imaginarán: el conciliador por jili…
Resultado: Diente roto, molestias durante varios días y el consiguiente mal trago de acudir al dentista.

- Emulando al gran Blume: Cama niquelada, cabecero y pies con barras en forma cuadrada o romboidal, en cualquier caso con aristas. Saltos y piruetas sobre el colchón. Mala caída y golpe con la barra en la sien izquierda.
Resultado: Pérdida del conocimiento -el escaso que me quedaba- y pitera en la sien. “Herida de guerra” que me acompaña desde entonces.

- Primer hombre en la luna: En realidad el primero en atravesarla. Verano, chalet en Navacerrada, visita a amigos de mis padres. Piscina en el jardín, atraído por sus cantos como de sirena salgo disparado hacia ella y atravieso la luna o cristal que hace las veces de pared. Sentado, quedan sobre mí los restos del vidrio que, como cuchillas y tambaleándose, amenazan con caer.
Resultado -por orden de mi aflicción-: Adiós a un gran día a remojo total, cicatrices en sien izquierda y muslo derecho, también para los restos.

- Involuntaria y pedestre cirugía plástica: Las jambas de los balcones de casa, en su parte baja interior y para la protección de la lluvia o el frío, disponían de una especie de láminas de algo parecido a la hojalata aunque de más consistencia -herrumbrosa con el paso del tiempo- con bordes afilados y amenazantes a la manera de cimitarras. Pues bien, no recuerdo de que manera, lo cierto es que caí sobre esos artilugios y me produje un corte en el lateral de mi entonces minúscula nariz.
Resultado: Abundante sangre, susto consiguiente para todos, inyección de antitetánica y cicatriz que, ésta sí, ha ido desapareciendo con el tiempo.

A estos incidentes, sin ser exhaustivos, se podrían añadir: múltiples caídas mientras corría/corríamos encima de ese entramado rocoso que existía y aún está en el Rastro sirviendo de base a la muralla, así como en ese que, prolongando el anterior, discurre por el paseo de San Roque; otros “guarrazos”, en innobles partes o no, se producían mientras saltábamos, de bolo en bolo o barra, encaramados sobre “La Palomilla” en el Mercado Grande, pero eso ya ha sido objeto de otra historia en esta misma serie.

Insisto, sigo pensando en que yo no era malo, ni inquieto, no más que cualquier otro. Por ello, no puedo evitar el pensar que cada cierto tiempo los hados, el destino o vaya usted a saber, se confabulaban de tal manera hasta provocar el accidente del que, en cualquier caso, siempre salí malparado aunque entero.

viernes, 13 de junio de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLVII) "Viejos lobos de río"


VIEJOS LOBOS DE RÍO
Rodrigo D’Ávila



Entonces, como ahora, nuestra vida se desarrollaba -a la par que acompañada de nuestras ocupaciones habituales- entre aficiones o deportes que servían para solaz de los abulenses. Hace treinta y tantos años seguro se disponía de más tiempo que en la actualidad. En estos días la prisa, aún en nuestra querida ciudad, se ha convertido en fiel compañera. Puede que ello adquiera la categoría de una especie de tributo que la vida de hoy recauda, cuyo hecho imponible vendría constituido por la posibilidad de disponer de mayor número y calidad de cosas. ¿Útiles? ¿Inútiles? Opiniones habrá para todos, lo cierto es que hoy en día nos imponemos obligaciones con el ansia de poseer otros bienes o facilitar nuestra dedicación a actividades que en otro tiempo desconocíamos.

¿Vivimos hoy mejor que ayer? ¿Hemos perdido la tranquilidad de entonces a costa de lograr algo que en el fondo no merece la pena? Cada cual tendrá su parecer, yo simplemente lanzo estas preguntas al aire a modo de reflexión.

Viene esto a cuento, y perdón por el largo introito, de que muchas de las aficiones de otro tiempo han desaparecido, aunque otras se mantienen con igual o mayor pujanza que en los sesenta. Una de ellas, es el febril interés de muchos hacia el noble arte de la pesca, que como tal creo ha permanecido hasta nuestros días.

¿Y qué pinta quien esto escribe dentro de ese mundo? Muy fácil: apenas nada. Mis ancestros y demás parientes conocidos no eran aficionados al sedal, por tanto, resultando este requisito cuasi decisivo para lograr que la semilla de la afición germine entre las prioridades de un niño, y con el tiempo pueda perpetuarse y convertirse en costumbre arraigada, lo más de lo que hoy puedo alardear es de las tardes de pesca con la pandilla en las riberas de nuestro aprendiz de río, a su paso por las proximidades de la capital.

¿Mínima experiencia y disfrute? Seguro que sí, no obstante a mí -a nosotros - nos bastaba.

Solíamos acudir en primavera, cuando el simpático postulante a río bajaba desbocado, con pretensiones de Mississipi de andar por casa. Bien pronto sus aires de grandeza tornarían en humildad; el grifo de arriba se cerraría y el estío, sin esfuerzo, lograría sofocar esa efímera arrogancia, terminando al poco por ahogarse, primero en cieno y enseguida entre arena y lisas piedras ovales.

Sin embargo, antes de que el caudal desapareciera, la cuadrilla, pertrechada con las más prosaicas artes de pesca -apenas unos pobres sacos de arpillera que hacían las veces de rudimentaria red- se dirigía a la orilla, a su paso muy cerquita del viejo puente romano.

Descalzos, arremangados los pantalones y apostados de dos a dos, uno dentro del cauce, el otro fuera, o ambos con el agua hasta las rodillas, disponíamos la improvisada red de saco. A veces, de tarde en tarde, caía alguno de aquellos peces que se decían incorruptos, y es que en esta tierra casi todo tiene sus connotaciones milagrosas.

La verdad, nuestro botín nunca fue cuantioso, por tanto el daño ecológico - que entonces por supuesto ni se conocía- resultaba mínimo.

Al final, ya casi entre dos luces, regresábamos a casa. Atrás quedaba una magnífica tarde de pesca. Nuestro semblante seguro se había trasformado, para evitar la exageración diré que no en aquel del capitán Ahab de Moby Dick, sin embargo seguro habríamos adquirido un leve aire de pequeños- viejos lobos de río.

lunes, 19 de mayo de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGÍA (XLVI) "Una de terror"




UNA DE TERROR (*)
Rodrigo D’Ávila



Se hallaba en las afueras, muy cerca de la carretera de Toledo. Por cierto, jamás supe la razón de que se la denominara así; suponiendo que alguien hubiera querido llegar a la imperial ciudad en línea recta, sin apartarse un milímetro de esa senda, iría listo, seguro no habría llegado, a todo lo más daría con sus huesos en El Escorial, o en Madrid por Villalba o Brunete. Bueno es igual, lo cierto es que allí, en las afueras, se encontraba el viejo caserón donde sucedió el primer capítulo de esta inédita y hasta diría secreta historia que ahora por fin me atrevo a narrar. Aunque, bien pensado, en ese tiempo decir “afueras” no significara gran cosa, y es que casi todo lo eran.

Para hacerse una idea, en sencillo ejercicio mezcla de imaginación con un punto de charada, pido a quien esto conozca -si es que alguien, alguna vez llegara a tener noticia de este relato- además del perdón obligado por esta digresión geográfica, o mejor, escenográfica, cierre los triviales ojos del cuerpo, abra de par en par los otros, los del espíritu y mire, observe sin miedo esta entrañable ciudad cuarenta y tantos años atrás...

Al oeste la nada, más allá del puente del río, la nada absoluta a partir de las cuatro columnas de uno de los más célebres monumentos del lugar -acaso la gasolinera y el hotel, tal vez ni eso-; al norte, más allá de la avenida que de levante a poniente la cruza, un puñado de huertas a los pies del convento; al sur, poca cosa tras el Hospital entonces de la Beneficencia -apenas recién levantado-, y tampoco mucho más en una imaginaria línea que trazáramos desde aquél alcanzando la trasera de las dos parroquias que entonces protegían y aún hoy nos amparan por ese flanco; por último y al este, el vacío una vez se cruzaba el puente de la estación de ferrocarril, lo mismo que sucedía al atravesar los chalecitos -entonces denominados hotelitos- del paseo con el jardín que le daba nombre y la primitiva plaza de toros, tan sólo, como un islote en el páramo, se levantaba blanca, con su emparrado a la entrada, aquella venta que los del lugar motejaban “ventorro” justo unos pocos metros más abajo de la vía del tren en sus primeros kilómetros de salida dirección naciente o, según se mire, postreros para su encuentro con la villa.

Pues bien, más o menos por allí, hacia oriente y en las afueras como dije al principio, se encontraba un viejo caserón deshabitado, al menos eso pensaba yo al igual que por entonces todo los del lugar, crédulos o no en fenómenos digamos... paranormales. Se erguía soberbio y rodeado de un descuidado jardín al que circundaba una imponente verja de hierro forjado cuyo portón principal bloqueaba una pesada cadena cerrada por un también poderoso candado cuya llave yo comparaba con la que, a buen seguro, hubiera podido tener en sus mejores tiempos cualquiera de las puertas de la fortaleza que presidía y todavía hoy domina la ciudad, tales eran las dimensiones del orificio del cerrojo en cuestión.

Fue allí la primera ocasión en que le vi.

Entonces, de vez en cuando, acostumbrábamos a acercarnos a la mansión. Una mezcla de miedo y curiosidad nos atraía. Trepábamos por la verja sin arriesgarnos a sobrepasarla. No se trataba de un loable respeto al derecho de propiedad, tampoco del temor a una reprimenda de algún vigilante, puesto que sabíamos nadie guardaba la casa; no sé, intuíamos algo existía dentro que nos impedía dar el salto definitivo. Nada nos decíamos, sin embargo de manera tácita habíamos convenido mantenernos fuera del recinto, y siempre todos cumplimos a rajatabla esa especie de decreto no escrito, hasta los más atrevidos.

Era verano, sí, y creo que en sus comienzos, hacía poco que el curso había concluido y mi padre, venciendo la tenaz oposición de la otra parte, la ejecutiva de la familia -que al final consintió- me había regalado un perro, un precioso gran danés que yo bauticé con el apelativo de Thor, el dios de la guerra en la mitología escandinava, aunque en aquella época lo poco que yo sabía de su existencia eran las imprecaciones que soltaba Goliat -el héroe de El Capitán Trueno- cuando se cabreaba: “¡Por Thor y Odín!” bramaba con aquel vozarrón que se le suponía, sobrepasando -como si sólo a mí lo dedicara- los bocadillos de las viñetas. Sonaba bien, por eso lo elegí huyendo de cualquiera de los apelativos al uso: ni Milú, Rin-Tin-Tin, Lassie o similares, estos me parecían, amén de excesivamente comunes, poco varoniles e impropios de un perrazo, grande igual que un carnero y casi tan pacífico como él.

Pero me estoy desviando de lo en verdad importante, y es que la edad no perdona. A estas alturas recordamos tan nítidamente, tal que en una película recién visionada, los episodios remotos en el tiempo, tanto que apenas podemos evitar excedernos en los detalles sin importancia que paralelos emergen a la historia principal desde los arcanos rincones de nuestra memoria, para finalmente tan sólo lograr extraviarnos en ellos.

Sea como fuere, lo cierto es que un día, ya de atardecida, salí con mi inseparable camarada a dar el habitual paseo vespertino encaminándome, jardín de San Roque arriba y sin rumbo fijo, hacia las afueras -al menos eso pensaba yo aquella tarde, después, no mucho después bien comprendí que en mi fuero interno demasiado claro tenía mi destino-. Así fue como aparecí en los alrededores de la mansión.

Tomé del suelo un pedazo de madera, desprendida de alguno de los árboles centenarios cuyas ramas sobrevolaban la verja invadiendo el espacio libre fuera de sus límites, y me dispuse a jugar con mi fiel amigo al consabido de tirar el palo lejos para que él, jadeante y a toda prisa, me lo acercara de nuevo. Así una y otra vez mientras, sin darnos cuenta, aquella tibia noche de estío se iba apoderando de todo, y como no, también de nosotros que continuábamos ajenos a lo que bien pronto habría de suceder.

De repente, en una de esas, Thor salió corriendo de nuevo tras la estaca y ya no volvió. Le llamé varias veces en vano. Nada, había desaparecido... Comencé a buscarle bordeando por completo el recinto, el mismo recorrido que en otras ocasiones hacía con la pandilla, sin embargo mis intentos resultaron baldíos. No lograba dar con el maldito perro.

Fue entonces, en el momento en que ya desesperaba de poder encontrarle, cuando desde el interior del jardín y entre la casi absoluta oscuridad pude escuchar uno de sus inconfundibles ladridos. Allí estaba, entre los abandonados tilos, arizónicas, enredaderas y rododendros; no acertaba a comprender de que manera ni por donde había conseguido penetrar en el aquel lugar que hasta ese instante todos teníamos por absolutamente inviolable, no obstante lo que resultaba irrefutable era que él, pese a todo, lo había logrado.

Volví a llamarle, y por más voces que di no pude hacer que atendiera mi reclamo, no alcanzaba a verle pese a que seguro allí estaba, le sentía corretear por las cercanías de la mansión.

Desistí de hallar el lugar por el que se había colado, sin pensar en nada que no fuera recuperarlo trepé como pude por el enrejado, lo que como ya imaginaba no me resultó difícil, y corrí hacía el lugar de donde provenían los ruidos.

- Thor... Thor... ¡Ven aquí...! - aún sin conseguir verle, con voz queda, apenas un susurro, volví a llamarle una y otra vez; mientras él seguía sin atender mis órdenes. Cada momento que pasaba la excitación iba en aumento, el miedo se apoderaba de mí, ese pánico que nubla la mente, ahoga resecándote la garganta y te paraliza por completo. Sabía que algo no iba bien, que pisaba un terreno prohibido, con todas mis fuerzas deseaba desaparecer de aquel misterioso lugar.

Despacio, procurando no hacer ruido, me aproximé al rincón donde creía se encontraba y, tras unos arbustos justo al pie de la fachada principal, le descubrí jugueteando con algo que había encontrado en el suelo. No sin gran esfuerzo logré apartarle y recoger el objeto de su inusitada atención. Se trataba de una especie de cruz de metal que al tacto, sin luz suficiente para examinarla, no parecía latina. La guardé en mi bolsillo y me dispuse a salir pitando de allí.

Lo que sigue no puedo evitar narrarlo en presente, es así como lo recuerdo, tal que si hubiera sucedido ayer mismo...

Engancho la correa al collar y, al tiempo que me incorporo, algo hiela la sangre en mis venas: noto que dentro, en el interior de la mansión, una luz se ha encendido, la ventana más cercana me devuelve la tenue claridad oscilante. Aún hoy no sé como pude hacerlo, sin embargo puedo jurar que finalmente me atreví, la curiosidad, esa osadía inconsciente de los pocos años logró vencer al miedo, que digo al miedo... ¡Al pavor!

Doy la vuelta a un cubo de cinc tirado al pie de la pared y me encaramo encima con intención fisgar por la ventana... Una lámpara, en lo que parece el salón principal de la casa, cuelga del techo, no puedo verla, tan sólo la intuyo, su balanceo permite contemplar a intervalos, alternativamente, una zona u otra, uno u otro ángulo de la imponente estancia. De repente, muy cerca de esa ventana mi particular observatorio, y en primer plano, se me muestran unos pies con sus correspondientes piernas moviéndose al rítmico, acompasado vals del que pende colgado. Dios santo... ¡Está muerto! A poco me caigo del improvisado atril.

A pesar de lo tétrico del panorama aquello no es todo. El cadencioso fluctuar de la lámpara me depara ahora una nueva y si cabe más atroz sorpresa: al fondo, justo al lado de la chimenea, alguien se balancea en una vieja mecedora. Un hombre que también parece muerto, acaso dormido. Pero no, no lo está, dirige su mirada al ahorcado... Sin embargo... Sí, creo que me ha visto. No, no puede ser... A quien realmente observa, con una gélida mirada que aún hoy me sobrecoge, no es al cadáver, es... es... a mí. ¡Me ha descubierto!

Parece viejo, aunque no estoy seguro de que en realidad lo sea; barba y pelo de un cano absoluto, traje oscuro, puede que negro, un negro impoluto, camisa blanca y lazo también negro, sí lazo, ni pajarita ni corbata. Continua mirándome, no logro mover mi cuerpo un milímetro, siento como si de repente estuviera paralizado.

Apenas son unos instantes, sin embargo se me hacen interminables, deseo escapar de allí pero algo o alguien me lo impide.

Al punto en que vuelvo en mí salgo corriendo cual alma que lleva el diablo. Thor ha escapado segundos antes, sin siquiera llegar a ver a aquel individuo corre y corre, no me espera, al tiempo que lanza quejosos lamentos me deja solo, no mira atrás.

Vuelvo a casa precipitadamente, no quiero ver a nadie. Pálido, desencajado pretexto cualquier excusa y me encierro en mi cuarto, tumbado en la cama hurgo en mis bolsillos y... allí está, espléndida, ante mis ojos aparece - mucho más tarde lo supe- una cruz ortodoxa, sí, esa que consta de un brazo vertical largo al que cruzan otros tres más cortos y a su vez diferentes entre sí, el último de los cuales no va horizontal respecto a ellos sino inclinado sobre el vertical común a todos. Parece de plata, tal vez platino y tiene incrustadas en perfecta filigrana una gran variedad de piedras preciosas y semipreciosas. Ya entonces me es familiar, no sé donde pero tengo la sensación de haberla visto antes, mucho antes.

Cierto día, por casualidad, descubrí su origen o al menos a quien yo siempre tuve por su dueño. En un viejo daguerrotipo -esa misma u otra exactamente igual- la reconocí reproducida. Perteneció a la dinastía Romanov, al linaje de los zares de todas las Rusias, cuyos últimos descendientes murieron fusilados durante la revolución. Aunque en realidad su último poseedor había sido Grigori Yefimovich -más conocido por Rasputín- extraño personaje de gran y, según muchos, malsana influencia en la corte, muerto violentamente en Petrogrado en 1916. Había sido un regalo del zar a Rasputín. Según la información que leí, la joya se encontraba desaparecida, desde entonces nadie la había vuelto a ver.

Aún hoy la conservo…


(*) Este episodio ocurrió o pudo suceder a principios de los sesenta. Ficción o realidad. Relato de un sueño o precisa crónica. Ni siquiera hoy en día estoy seguro de mis recuerdos o ensoñaciones de entonces. En cualquier caso diré que se trata de un fragmento correspondiente a un cuento que escribí hace tiempo.(Nota del autor)

martes, 29 de abril de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLV) "Trepar, saltar, husmear...tal vez soñar"




TREPAR, SALTAR, HUSMEAR…TAL VEZ SOÑAR
Rodrigo D’Ávila



Imagino que, de ser constitutivos de un delito o una falta, los hechos que ahora me propongo relatar seguro ya habrán prescrito o en cualquier caso gozarán de atenuantes decisivas -aunque alguna de ellas no se encuentre tipificada- como la minoría de edad, la núbil inocencia, el ansia de aventuras o la total ausencia de ánimo de lucro.

Tendría, tendríamos escasamente la edad mínima necesaria, ni un año más, para caminar, trepar o escalar con autonomía. Esa que se halla en la frontera de la imposible separación ni un metro de tus padres, y esa otra en que ya permiten te ausentes por cierto tiempo en algún lugar de todos conocido, sin que deban molestarse en comprobar a cada rato si allí sigues.

Era precisamente ese momento el que la pandilla aprovechaba para escapar y acceder, desde recónditos lugares que muy pocos conocían, al adarve (*) de la muralla que entonces no era, ni mucho menos, el paseo en que hoy día se ha convertido. Si pretendiéramos una inaudita comparación, se podría decir, sin exagerar, que la equivalencia de ese trayecto entre el entonces y la actualidad sería tanto como contraponer un camino pleno de agujeros y socavones con una funcional autopista de cuatro carriles.

Con el buen tiempo y casi siempre al atardecer, no más de cuatro o cinco chavales nos juntábamos para dar comienzo a nuestra particular aventura. Ahora, con la distancia, serenidad y sobre todo prudencia que el tiempo otorga, adquiero plena conciencia del peligro al que, atolondrados, gratuitamente nos sometíamos. Porque veníamos obligados a saltar, reptar, trepar y a veces hasta a quedar suspendidos sobre el vacío, para así cubrir nuestra arriesgada ruta. Y que nadie aventurase la posibilidad de que alguno, juicioso, optara por detenerse y no seguir… En aquella insensatez en la que nos movíamos nadie osaba pudiera ser tachado de gallina para los restos, la palabra cordura no existía en nuestro vocabulario, o si se nos representaba, su sinónimo no era otro que cobardía. Y claro, por ahí no estábamos dispuestos a pasar.

Allí, desde lo más alto, contemplábamos a la tibia luz del atardecer una panorámica que muy pocos, al menos de nuestra generación, habían visto. El valle se extendía a nuestros pies y, más próximas (hacia dentro o hacia fuera), las iglesias, ermitas, palacios y casonas nos desvelaban sus secretos más íntimos, arcanos ocultos para el común de los mortales abulenses.

Ya de anochecida, con el miedo agarrado al gaznate y la adrenalina a tope, regresábamos de nuestra particular aventura mucho más cansados, punto excitados y acaso… algo más mayores.

(*) Adarve: Camino situado en lo alto de una muralla, detrás de las almenas; en fortificación moderna, el terraplén que queda después de construido el parapeto.

jueves, 10 de abril de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLIV) "Mínimo ensayo en torno al amor, el ocio y otras perversiones"



MÍNIMO ENSAYO EN TORNO AL AMOR, EL OCIO Y OTRAS PERVERSIONES
Rodrigo D’Ávila



Si tratamos de comparar dos épocas, fácil resultaría llegar a la conclusión y consenso, en el supuesto de que la cuestión fuera objeto de debate, de que cada una de ellas ha tenido sus pros y contras, aspectos positivos y otros no tanto.

Viene esto a cuento, si el objeto de nuestro análisis es la comparación entre, por ejemplo, los años sesenta y la actualidad -principios del siglo XXI- en cuanto a diversiones y entretenimientos para niños y adolescentes. Habría que convenir, sin dificultad, que la primera disponía de infinitas menos posibilidades que la actual; sin embargo, igual de temerario sería asegurar que careciera de ellas, aunque hoy muchas hayan desaparecido.

Entonces la libertad de movimientos para los chavales era cuasi total, el escenario de nuestros juegos y correrías era el conjunto del casco urbano y gran parte de sus aledaños: campos, bosques, ríos y lugares de alrededor; todo lo que con nuestras propias fuerzas o con la ayuda de sencillos medios mecánicos -como la bicicleta- pudiéramos abarcar.

Hoy en día los potenciales peligros se han multiplicado, hasta tal punto que esa libertad de que disfrutábamos se ha visto muy reducida, y eso en una ciudad pequeña como a pesar del crecimiento de los últimos años aún es Ávila. Creo en fin, que los niños y adolescentes han perdido la calle, y no ya por los riesgos que el deambular solos pudiera acarrear; no, han sido las nuevas diversiones bajo techo las que han contribuido a despojar a la calle de crios con autonomía, puesto que no me refiero a aquellos que se ven en los parques acompañados de sus madres, padres o abuelos -que esa es otra cuestión merecedora de comentario-.

Pero… ¿Y los mayores? ¿Qué entretenimientos podían disfrutar en los sesenta? Por supuesto que sí los había, aunque en infinita menor medida que ahora; y con esto alcanzo el punto adonde quería llegar desde el principio.

Esa gran concurrencia de distracciones en la actualidad pudiera ser una de las causas -no la única por supuesto- del descenso de natalidad.

No preciso de demasiada memoria para en este momento citar, sin apenas esfuerzo, al menos veinte familias conocidas de entonces, vecinas de mi barrio, cuya prole superaba los seis hijos, alcanzando alguna de ellas los catorce... hijos, no aciertos en la quiniela.

Cierto es que el descenso de natalidad actual tiene como causas, otras varías que confluyen: la carestía de la vida, el cambio en las ideas morales y religiosas, la facilidad de acceso a los anticonceptivos, la incorporación de la mujer a la vida profesional etc. pero seguro que una de las fundamentales es que el eslogan: “Haz el amor y no la guerra”, se ha transformado en otro como este: “Haz el amor, pero mejor antes un poco de zapping”.

viernes, 14 de marzo de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLIII) "Recuerdos desde el arco iris"




RECUERDOS DESDE EL ARCO IRIS
Rodrigo D’Ávila






"ACETONA: Es el aumento de cuerpos cetónicos en sangre. Trastorno leve que aparece con cierta frecuencia en algunos niños y suele guardar relación con periodos de enfermedad, vómitos y fiebre.

La acetona es una sustancia que se produce en el organismo cuando las grasas se queman de forma incompleta.

La forma de tratar esta enfermedad es administrando azúcar al niño, mediante la aportación de líquidos azucarados con mucha frecuencia y en pequeñas cantidades (agua o zumo con azúcar, Coca-Cola etc.)"


Hasta aquí la ciencia, algo que por supuesto desconocía cuando, seguro que antes de los cuatro años, sufría estos ataques con cierta asiduidad, y en mi caso acompañados de una súbita pérdida de consciencia.

El recuerdo me devuelve aquellos tiempos en cama con fiebre y vómitos, todo ello envuelto de una mística onírica, deudora de la enfermedad y puede que también de mi imaginación.

Solícitos conmigo, mis padres instalaron una cama-mueble en el cuarto de estar para así tenerme cerca y además pudiera disfrutar de las limitadas distracciones de entonces: la radio, el giradiscos o tocadiscos -todo en uno gracias a la famosa radiogramola Phillips- y la conversación que con fruición proporcionaba la gente de la casa asistida de la conocida costumbre de aquel tiempo que no era otra que “las visitas”.

Retornan a mi memoria melodías -cuya letra aún recuerdo- de Mara Lasso, Luis Mariano, Sara Montiel; y también otras sintonías como la banda sonora en castellano de la película Peter Pan o la original en inglés de “Seven brides top seven brothers” (“Siete novias para siete hermanos”) un musical de Broadway que luego fue un excelente film con extraordinarias canciones y coreografía, cuyos protagonistas principales eran casi más cantantes que actores (Howard Kell y Jane Powell) y el resto bailarines. Todos, ni que decir tiene, eran discos vinilo, pero pequeños, singles que se decía entonces.

Allí, en aquel cuarto con galerías que miraban al valle Amblés y permitían que el nada huraño sol de las tardes de invierno inundara hasta su precoz puesta aquella estancia de balcones colgados al inmenso valle que se abría a nuestros pies, transcurrieron un buen puñado de momentos de lo que popularmente se conoce como más tierna infancia.

De repente sonaba el timbre de la puerta, indefectible y cada día a la misma hora aparecía mi sobresalto diario: el practicante. Provisto de una pequeña cartera de cuero, que abría nada más llegar, desplegaba su arsenal encima de la mesa. Una mínima cajita de metal, cuya base llenaba de alcohol, servía para hervir jeringa y agujas. En efecto, como habrán adivinado se trataba del banderillero para mis pobres posaderas. La cajita con la inyección de Acetuber aguardaba, con una minúscula sierra cortaba el cristal y el émbolo sorbía ávido el viscoso líquido blanquecino. Primero un cachete, luego el pinchazo en todo lo alto y para terminar la lenta y dolorosa entrada en mi cuerpo de aquel elixir del averno.

En realidad no es que doliera demasiado, o mejor, que el sufrimiento se prologara en exceso, lo que me preocupaba y al tiempo creaba un cierto estado de ansiedad era que lograra mantener mi más que bien ganada fama de valiente, no debía escaparse gesto o mueca alguna que arruinara mi prestigio. En el fondo todo era una cuestión de imagen.

El episodio finalizaba cuando mi madre me administraba un terrón de azúcar al que, previamente, había bautizado con unas gotas de no recuerdo que potingue. Vamos, como el premio al caballo después de una triunfante carrera.

De cuando en cuando, durante los más agudos ataques de acetona, sufría desvanecimientos -cual heroína de novela rosa del XIX- que me sumían en un sopor preñado de fantasías, sueños cálidos, felices... que se alternaban, intermitentes, con horribles pesadillas.

Hoy en día mi memoria mezcla involuntaria evocaciones y sueños, hasta el punto de que en ciertos pasajes no acierto a distinguir realidad de ficción. Aunque… pensándolo bien, ¿no vendrán a ser la misma cosa?

jueves, 14 de febrero de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLII) "El día de los cristales rotos"




EL DÍA DE LOS CRISTALES ROTOS
Rodrigo D’Ávila





Para que se comprenda, en toda su dimensión, el incidente que voy a relatar, debo, con carácter previo, llamar la atención sobre mi inveterada afición al “agua”, y no sólo en su primera función -beber-, aunque también, sino para su disfrute en ella sumergido. Y más aún, cuando recién terminaba de aprender la práctica de este apasionante deporte.

Tendría... cuatro o cinco años, época de los sesenta. Esa mañana, acompañado de mis padres y hermano menor, acudí de visita al disfrute de un maravilloso día de verano en un chalet que unos amigos de mis padres poseían en Navacerrada. Eso que entonces se llamaba “veranear”.

Nada más arribamos, y mientras los saludos pertinentes entre ellos, salí corriendo en pos de aquella idílica piscina que ya desde el salón se divisaba. Pensé, o a lo mejor ni eso, que nada existía que pudiera interponerse entre mi pasión por el agua y el agua propiamente dicha. ¡Craso error fue aquél! Atravesé, porque afirmar que llegué, además de apear de tal honor al inefable pionero Neil Amstrong, no sería exacto pues literalmente traspasé la luna o cristal que de pared hacía las veces.

Allí, sentado y sangrando, quedo rodeado de vidrios, algunos colgando amenazantes sobre mi cabeza cual afiladas cimitarras, mientras oigo a lo lejos una voz que me suplica: ¡No te levantes por Dios!

Puedo jurar que no lloré, y si por mala ventura alguna furtiva “lácrima” se me pudo escapar, puedo atribuirla sin rubor, no al sufrimiento, ni siquiera al ridículo, sino al hecho de comprender en ese mismo instante que un inolvidable día de estío “a remojo total” se me esfumaba sin remedio.

Para martirio “tántalo”. ¿La gota malaya? ¿Palillos entre las uñas? ¿Acaso descargas eléctricas en innobles partes? Qué va, qué va. ¡ÉSTE que acabo de relatar!

Ahora, supongamos por un momento que el cronista de este suceso no fuera yo mismo, el protagonista, sino “algo” de fuera, algo absurdo dotado de mucha más objetividad, brillantez y transparencia. Por ejemplo, el objeto involuntario de mi desgracia. Si en un ejercicio de imaginación, lo inverosímil lo convertimos en cierto y posible, la historia pudiera ser más o menos como sigue…

“Alguien ha llegado a la casa, los anfitriones han salido al porche. Se escuchan gritos de niños mezclados con los saludos de bienvenida propios de la ocasión. Pero... un momento, parece que todos se acercan hasta la sala principal.

Veo una pareja y dos chicos desconocidos, junto a los dos adultos y niños que conozco de todos los días, viven aquí. Ya están ahí, entran en la amplía sala. Pero... ¿Qué hace ese niño? Empieza a correr como un poseso. ¡Viene hacia mí! ¡Para, por favor! ¡Estás loco! Salto hecho añicos. Ha abierto un enorme boquete y debajo queda sentado, le rodean cientos de mis partes y por encima no puedo evitar que, inestables, cuelguen sobre su cabeza mis restos que ahora son como cuchillos. ¡Ni se te ocurra levantarte!

Está atontado, la herida de la pierna bombea sangre a borbotones, también de la cabeza comienza a manar un hilillo que enseguida se convierte en río bermellón.

Ya le auxilian, por fortuna no se ha levantado. Ahora ayudado se pone en pie, al tiempo que le taponan con toallas las heridas. Parece lo llevan a un médico que vive cerca.

Siempre pensé que tenerme tan limpio, tan impoluto pese a que a todos nosotros nos gusta y por mucho que lo agradeciera, iba a traer más de un disgusto. Ya algún adulto había dado con sus napias contra mí.

Han transcurrido las horas, ahí sigue, tumbado en esa hamaca y vendado... parece una momia. Pobre, contempla con envidia como los demás niños juguetean en el agua. Lo tengo frente a mí, su mirada perdida seguro imagina lo que pudo ser y no fue, el deseo irrefrenable por el disfrute inmediato de su pasión ha provocado que se pierda el mismo goce. Si pudiera hablar le diría que la pretensión de engullir la vida a bocados tiene estas cosas. A veces la vida no se deja comer con tanta facilidad.”

martes, 15 de enero de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLI) "Un paseo por el dolor, con cierto aroma a canela"



UN PASEO POR EL DOLOR, CON CIERTO AROMA A CANELA
Rodrigo D’Ávila



Creo habremos de convenir que la naturaleza, la providencia o lo que quiera que exista, si es que hubiera algo más que se encuentre por encima de nosotros los mortales y de alguna manera dirija, influya o siquiera supervise nuestras andanzas y destino; digo que una gran parte de quienes lean estas líneas, estarán conmigo en que ese ente es sabio o cuando menos domina bien lo que hace, pudiera decirse que es un gran profesional.

Viene este introito a cuento para ratificarme en la tesis que sostengo -y pienso que conmigo muchos- de que las malas experiencias, el dolor físico y también el otro, aunque éste se demore algo más, termina a lo largo de la vida por caer en el pozo del olvido, o a atemperarse hasta límites que jamás pudiéramos imaginar en el momento mismo en que acontece el accidente, desengaño o hecho luctuoso.

Tendría seis años o así cuando, para evitar los constantes y repetitivos ataques de “amigdalitis”, mis padres optaron -como por otra parte entonces era habitual- por cortar por lo sano, en este caso lo enfermo.

Y ahí me tienen, una mañana de otoño, caminando de la mano de mis progenitores, como un hombrecito, sin saber muy bien donde iba a meterme. Desconocía que al poco abandonaría el lugar algo más ligero de peso, y eso que entonces -¡qué tiempos aquellos!- lo único que no me sobraban eran kilos.

Subimos al primer piso y allí aguardaba el otorrino. Una enorme bata blanca o mandil, el embozo protector que aún no cubría su nariz y boca, y una sonrisa solícita en exceso bastaron para ablandar mi ánimo otrora entero. No obstante, pensé para mis adentros, no podía desfallecer en ese momento, yo que bien ganada fama tenía de valiente -y perdón por la inmodestia-.

Por ello, y porque también pensé que resistirme en ese último momento era actitud, a la par que nada gallarda, inútil, consentí en traspasar aquella alba puerta, con las piernas temblando cual Jarabo -aquel asesino, postrer reo de garrote vil- que tiempo antes había estado muy de moda en nuestro país.

Sobre las piernas de mi padre, cubierto de una sabana que más parecía un sudario, bajo una potentísima luz que me cegaba, me obligaron a abrir la boca encajando en ella un aparato que impedía la cerrara. Un golpe de éter que alguien vertió sobre la gasa que me cubría nariz y boca -entonces nada de inyección ni control por anestesiólogo que valiera- y todo mudó a rojo. Aquello es lo último que recuerdo antes de despertar en mi cama, rodeado de familiares y amigos que comentaban lo valeroso que había sido.

Creo fue por aquellos días cuando establecí mi actual récord de degustación de helados en menor tiempo, puedo asegurar que no está en el Guinness porque entonces esa moderna imbecilidad aún no se había inventado. Los subían del cercano Pepillo -“La Flor Valenciana” y sus parientes “Los Valencianos” a esas alturas ya habían cerrado-. Los sabores: leche merengada, mantecado y tal vez chocolate, en aquella época no había más.

Seguro pasé algún tiempo molesto hasta que la cosa cicatrizó. Sin embargo, volviendo al principio, esas molestias las olvidé enseguida. La única sensación que ha sobrevivido al tiempo acaso haya sido el sabor a mantecado y leche merengada con su aroma a canela, todo mezclado con ese regusto tan peculiar, entre dulce y salobre, que deja la sangre, tu propia sangre.

miércoles, 2 de enero de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XL) "Embrujos de andar por casa"





EMBRUJOS DE ANDAR POR CASA
Rodrigo D’Ávila


Ahora, con la libertad que me proporciona este viaje de fantasía, me remonto a la prehistoria o casi. Se trata de uno de los primeros recuerdos que conservo, y como tal aparece y se desvanece igual que aquellas imágenes de los primitivos fotógrafos, época heroica del trípode y postmagnesio, que trabajaban en los parques tras sus viejas cámaras cubiertos por un trapo negro, destapando y tapando de nuevo el objetivo. Así se me presentan ahora esas semblanzas de entonces, a caballo de una luz y penumbra alternativa, eso sí, en tonos sepia.

Es muy de mañana, de la mano de mi abuela y acompañados por una doncella de oscuro terno, bajo impoluto delantal blanco y enorme cesta al brazo, recorremos el itinerario que nos llevará al Mercado Chico un viernes cualquiera, de cualquier año, en cualquier tiempo a principios de los sesenta.
Caminamos por la calle Generalísimo -con perdón-, Alemania y Reyes Católicos. Los primeros rayos de sol, al besar los cristales, parece jugaran al escondite con los viejos edificios de balcones colgando; ora sí, ora no se estrellan contra mis ojos. Todavía retengo aquella molesta sensación que me obliga a mantenerlos entreabiertos. Ahora sombra y de inmediato sol, brillo-opacidad, penumbra-fulgor.

Llegamos a la pescadería de toda la vida, la de Gregorio, mi abuela ordena - siempre mandó mucho-; hace el encargo que recogeremos a la vuelta. Algo de merluza, un poco de vertorella y poco más, los métodos de conservación de entonces no aconsejaban un aprovisionamiento exagerado.
Nos despedimos del pescadero y continuamos la andadura hasta el mercado de los viernes en la recoleta plaza, siempre acomplejada por la otra, que recuerdo más o menos como hoy día.

Nos detenemos en varios puestos, mi abuela sigue su inspección, revisa frutas, hortalizas, verduras… Medio en broma, medio en serio -que es como se deben insinuar estas cosas, aunque ella se andaba con pocas chanzas-, advierte a los paisanos del riesgo que corren si estos tomates no resultan tan sabrosos como parecen, o si esa coliflor no sale lo tierna que el hortelano asegura.

Finaliza la compra, la cesta cargada y, tras saludar a las dueñas de una tintorería -amigas de la familia- y recoger el pescado, retornamos a casa. Mi abuela no es muy dada a charlar con la gente por la calle, en todo caso saluda a los conocidos que se encuentra y se escuda en la prisa para evitar la cháchara, que como ella dice: “a nada conduce y a nadie sirve”.

(Otro recuerdo se entremezcla con estos, seguro no sucedió el mismo día, aún así lo relataré como epílogo)
Ya estamos en casa, hoy, como tantas veces comeré con ella y con mi tía. Una vez la compra depositada en la “fresquera” (como su nombre indica el habitáculo más frío de la casa, orientado al norte) se dispone todo para la ritual preparación de la comida. En esto que, un sonido agudo, penetrante y continuado invade la casa, no sabemos de que se trata, lo cierto es que va in crescendo y parece procediera precisamente de la fresquera, donde acabamos de depositar frutas, hortalizas, pescado…

No se me olvidará nunca, mi abuela, tranquila como en ella era habitual y con toda la naturalidad del mundo, afirma sin que se la mueva un cabello: “Eso van a ser las coles de Bruselas, seguro están embrujadas”.

Creo que éstos se encuentran entre mis más rancios recuerdos, esos que el viejo Freud localizaría casi en el subconsciente, y que de tarde en tarde afloran como si algo o alguien pretendiera jamás olvidaras el principio. Es probable que con los años tornen más recurrentes y poco a poco vayas completando el círculo.

(*) Por cierto, el ruido venía provocado por el teléfono, que por lo visto alguien no había colgado bien.
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