domingo, 23 de noviembre de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LII) "El afinador de sueños"


EL AFINADOR DE SUEÑOS
Rodrigo D’Ávila




Sin que ello pueda interpretarse como una eximente, ni siquiera apenas a modo de simple atenuante, las personas de cierta edad hemos de convenir que las travesuras de entonces comparadas con las gamberradas y desmanes que hoy en día practican algunos jóvenes -y no tan jóvenes- vendrían a ser algo así como si pretendiéramos contraponer un seiscientos de aquellos con los modernos bólidos de 300cv o más que hoy conocemos. Esta percepción no creo deba atribuirse al hecho de que con la edad uno se vuelva más intransigente y haya olvidado los tiempos -cada vez más lejanos- en que también disfrutó de unos años “de vino y rosas” esos que parecía nunca llegarían a su fin.

Por entonces -en los sesenta-, al igual que en muchos otros aspectos de la vida, también en lo que concierne al descanso apenas había mucho donde elegir. Y me refiero al acto de dormir en sentido estricto. Los colchones solían llevar un relleno de lana, natural por supuesto, aunque ya se conocían y comenzaban a entrar en el mercado los flex, relax etc… si bien sus componentes, ni que decir tiene, no eran el agua, espumas exóticas u otros materiales por el estilo hoy tan de moda.

Hay que reconocer que la humilde lana, como soporte del reposo, cumplía a satisfacción con su cometido: al tumbarse se distribuía natural y amorosa alrededor del cuerpo al tiempo que se acomodaba a la perfección a él. Resultado de esta simbiosis era un sueño prolongado y reparador.

La otra cara de la moneda, porque como todo en la vida también adolecía de inconvenientes, había que buscarla en la dificultad de su mantenimiento, era necesario conservar los colchones a punto ya fuera por razones higiénicas, de desinsectación o tan sólo para que el tálamo pudiera continuar cumpliendo su función en plenitud.

En efecto, y siempre durante el verano, el colchonero a la manera de un “mágico afinador de sueños” -por ser el objeto de su trabajo un instrumento inductor de aquéllos- se acercaba a nuestras casas y en el portal de cada cual desplegaba su arsenal de agujas, tijeras, hilos de diferentes grosores, varas y otros utensilios necesarios para su tarea.

Rodeado de polvo, sudor y… sin lágrimas, descosía las fundas para a continuación desparramar por el suelo la sedosa carga oculta durante los largos meses del invierno abulense.

Era allí y entonces cuando, inmisericorde, con las varas rasgando el aire al ritmo de un sonido que recordaba el restallar del látigo, apalizaba incansable aquellos rizos blancuzcos como si tuviera algo personal contra ellos.

Como dice la tonadilla: “Vareando aceitunas se hacen las bodas…” pues bien, en aquel portal bien podría tararearse: “Vareando colchones se hacen las bromas…” Pues ese era el momento que aprovechábamos los peques de entonces para, al menor descuido del afamado apaleador, revolcarnos entre montañas de lana, intentar esconderle alguno de sus preciosos palos o en fin, una vez que al vernos volvía cabreado, entonar aquel estribillo que, rememorando otro aplicado a los jardineros regantes del ayuntamiento, habíamos trasladado con no muy buena fortuna: “La vara fuera que aquí no llega y si llegara a mí no daba”.

Para que no se me tenga por suficiente he de confesar que muchas veces la vara si llegó, y allí, en nuestras inquietas posaderas, quedó marcada durante días.

Inocentes burlas, hoy prehistóricas para muchos, que por decreto urgente quedaban suspendidas de raíz justo en el instante en que alguno de nuestros padres se enteraba de la travesura.


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