EMBRUJOS DE ANDAR POR CASA
Rodrigo D’Ávila
Ahora, con la libertad que me proporciona este viaje de fantasía, me remonto a la prehistoria o casi. Se trata de uno de los primeros recuerdos que conservo, y como tal aparece y se desvanece igual que aquellas imágenes de los primitivos fotógrafos, época heroica del trípode y postmagnesio, que trabajaban en los parques tras sus viejas cámaras cubiertos por un trapo negro, destapando y tapando de nuevo el objetivo. Así se me presentan ahora esas semblanzas de entonces, a caballo de una luz y penumbra alternativa, eso sí, en tonos sepia.
Rodrigo D’Ávila
Ahora, con la libertad que me proporciona este viaje de fantasía, me remonto a la prehistoria o casi. Se trata de uno de los primeros recuerdos que conservo, y como tal aparece y se desvanece igual que aquellas imágenes de los primitivos fotógrafos, época heroica del trípode y postmagnesio, que trabajaban en los parques tras sus viejas cámaras cubiertos por un trapo negro, destapando y tapando de nuevo el objetivo. Así se me presentan ahora esas semblanzas de entonces, a caballo de una luz y penumbra alternativa, eso sí, en tonos sepia.
Es muy de mañana, de la mano de mi abuela y acompañados por una doncella de oscuro terno, bajo impoluto delantal blanco y enorme cesta al brazo, recorremos el itinerario que nos llevará al Mercado Chico un viernes cualquiera, de cualquier año, en cualquier tiempo a principios de los sesenta.
Caminamos por la calle Generalísimo -con perdón-, Alemania y Reyes Católicos. Los primeros rayos de sol, al besar los cristales, parece jugaran al escondite con los viejos edificios de balcones colgando; ora sí, ora no se estrellan contra mis ojos. Todavía retengo aquella molesta sensación que me obliga a mantenerlos entreabiertos. Ahora sombra y de inmediato sol, brillo-opacidad, penumbra-fulgor.
Llegamos a la pescadería de toda la vida, la de Gregorio, mi abuela ordena - siempre mandó mucho-; hace el encargo que recogeremos a la vuelta. Algo de merluza, un poco de vertorella y poco más, los métodos de conservación de entonces no aconsejaban un aprovisionamiento exagerado.
Nos despedimos del pescadero y continuamos la andadura hasta el mercado de los viernes en la recoleta plaza, siempre acomplejada por la otra, que recuerdo más o menos como hoy día.
Nos detenemos en varios puestos, mi abuela sigue su inspección, revisa frutas, hortalizas, verduras… Medio en broma, medio en serio -que es como se deben insinuar estas cosas, aunque ella se andaba con pocas chanzas-, advierte a los paisanos del riesgo que corren si estos tomates no resultan tan sabrosos como parecen, o si esa coliflor no sale lo tierna que el hortelano asegura.
Finaliza la compra, la cesta cargada y, tras saludar a las dueñas de una tintorería -amigas de la familia- y recoger el pescado, retornamos a casa. Mi abuela no es muy dada a charlar con la gente por la calle, en todo caso saluda a los conocidos que se encuentra y se escuda en la prisa para evitar la cháchara, que como ella dice: “a nada conduce y a nadie sirve”.
(Otro recuerdo se entremezcla con estos, seguro no sucedió el mismo día, aún así lo relataré como epílogo)
No se me olvidará nunca, mi abuela, tranquila como en ella era habitual y con toda la naturalidad del mundo, afirma sin que se la mueva un cabello: “Eso van a ser las coles de Bruselas, seguro están embrujadas”.
Creo que éstos se encuentran entre mis más rancios recuerdos, esos que el viejo Freud localizaría casi en el subconsciente, y que de tarde en tarde afloran como si algo o alguien pretendiera jamás olvidaras el principio. Es probable que con los años tornen más recurrentes y poco a poco vayas completando el círculo.
(*) Por cierto, el ruido venía provocado por el teléfono, que por lo visto alguien no había colgado bien.
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