sábado, 3 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIII) "El tercer ojo"




EL TERCER OJO

Rodrigo D’Ávila


Se trataba de un hombre mayor, siempre le conocí así. El sentido común me dice ahora que al ser un niño, acaso él no fuera desde el principio una persona de edad, lo que ocurría es que yo le veía de esa manera, al igual que me pasaba con gente que apenas me sacaba un par de años, pero ya se sabe, en la infancia todo se magnifica.
 
De complexión fuerte aunque no demasiado, a mi me parecía alto, si bien en realidad no creo lo fuera tanto. Le recuerdo con traje, bien trajeado en todo momento del día y de oscuro, tampoco ello constituía ninguna novedad, ya que los varones de aquel tiempo no eran muy proclives a los colorines, y es que entonces recibían tal calificativo tonos tan severos y nada sospechosos como un simple beige, azul en sus varias tonalidades excepto el marino o incluso el inocente verde salvo que virara al caqui cuartelero.

Nariz aguileña, pelo escaso, gracioso bigotillo y un rostro con personalidad, algo así como de patricio romano, completaban aquella figura inconfundible. Bueno... todo lo que he descrito y algo más, lo que ya le distinguía decididamente del resto: el monóculo, su característico anteojo, siempre pensé que más allá de una prótesis, de un objeto para disimular una tara, fuera algo con vida propia. Hubiera jurado que en lugar de disponer de un sólo ojo alardeara ufano de tres. Parecía como si aquel cristal oscuro se desligara, más aún se emancipara de su dueño haciendo gala de una insolente autonomía.

De lo que no me cabe duda era de su inteligencia, que me demostró muchas veces, tampoco de su sentido del humor y de la gran cultura que atesoraba, sin darse importancia, huyendo del menor atisbo de erudición pretenciosa. Su humanismo surgía natural, espontaneo, como si no quisiera la cosa; tal vez por ello, no, seguro que por esta razón, era un gran conversador y gran aficionado a las tertulias en las que participaba asiduamente, por la de Pepillo se le veía con frecuencia.

De su vida profesional, académica o literaria apenas quiero apuntar su extraordinaria competencia y valía contrastada por todos cuantos le conocieron. Pero yo prefiero detenerme en otros aspectos menos conocidos, aunque en mi opinión tan relevantes como los primeros.

Amigo de sus amigos, gran aficionado a la mesa aún sin ser exquisito, no tan buen bebedor, se servía de la bebida como apoyo o complemento del buen yantar.

Circuló en tiempos una anécdota que a él atribuían, ignoro si real o imaginaria -ya que las gentes desocupadas de por aquí muy aficionadas son a las exageraciones-, aunque bien cierto es que ésta en nada menoscaba la fama ni la grandeza de nuestro personaje, antes bien al contrario, este sucedido habla muy a las claras de su inveterada afición por el mantel y de su afiliación a la muy noble y leal orden de la golosería, cuyos votos abrazó desde muy niño.

Hace años, bastantes por lo que sé, cruzó nuestro personaje una apuesta: saborearía -si es que degustar se puede- una docena de polvorones sin ayudarse de bebida alguna, espiritosa o no. ¿Creen ustedes que lo consiguió? Pueden jurar que sí, por supuesto que lo hizo, y es de justicia que se refiera el hecho de que a mayores aumentó el desafío a otros doce blancos y empalagantes bollos -acaso de Estepa-, lográndolo también, ahora ya no sin cierta dificultad. Lo mejor de todo vino después, encaminándose a su casa el destino le tenía reservada una postrera -nunca mejor dicho- y cruel sorpresa: tras los veinticuatro bollos que había trasegado y de la consabida colación, porque ni que decir tiene que cenó, ¿adivinan ustedes que venía de postre?

1 comentario:

Germán S. Cancelo dijo...

Es muy agradable leer este texto... Es algo que ya he percibido en otros, provocan calma y sosiego en quien los lee. Me gusta mucho la idea que apuntas sobre la infancia: cuando eres pequeño, un niño que tiene 12 años ya te parece muy mayor. ¿Para cuando los episodios cinéfilos?

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