miércoles, 7 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIV) "Una muerte algo parcial"


UNA MUERTE ALGO PARCIAL
Rodrigo D’Ávila

Calor, demasiado para lo que aquí acostumbramos. Color, una pluralidad de tonalidades a cuál más chillona combinadas con otras más tenues, templadas que dicen los artistas. Olor, a alcohol de garrafa o de marca, tanto da, a humilde Farias o prepotente Montecristo mezclado con perfumes fuertes, penetrantes. Sabor a multitud anhelante de emociones, suponiendo que esa actitud y gente pudiera gozar de algún sabor. Y por fin, ansiedad, impaciencia expectante a lo que vaya a suceder durante las próximas dos horas.

Todo esto y mucho más bajo un sol abrasador fue lo que experimenté en los momentos previos a la contemplación de aquella corrida de toros, mi primera irrupción en ese espectáculo, el espectáculo por antonomasia en aquel Ávila de los sesenta.

Había acudido a la fiesta de la mano de mi padre, al viejo coso del paseo de San Roque, entonces casi confín de la ciudad, final de una calle - camino - que daba principio a la denominada “carretera de Toledo”.

No sé si mi asistencia era deudora de alguna promesa previa, o simplemente porque sí. Parece ser que en aquel tiempo me encontraba poseído de una innegable afición a los toros, tanto es así que incluso deseaba abrazar de mayor el noble arte de Cúchares; al menos eso es lo que ante mi sorpresa me han contado después.

Lo cierto fue que, bastante antes de las cinco, ya nos hallábamos sentados en un tendido de aquel coso puede que centenario, el que por cierto, y ello así me quedó grabado, adolecía de callejón; en efecto, el mísero cobijo que a su alcance tenían los protagonistas venía constituido por seis u ocho barreras de tablones distribuidas por el redondel, con un acceso tan angosto y mínima cabida que se obligaba a que su única ocupación lo fuera por las personas indispensables para la celebración del festejo.

En esta ocasión, y por una vez, mi memoria acierta a retener los nombres de dos espadas del cartel, quizá por el hecho de que fueran hermanos: José Luis y Gabriel de la Casa, hijos del famoso “Morenito de Talavera”.

Nada sé ahora del balance de aquella mi primera corrida: orejas y rabos cortados, faenas inolvidables, acaso broncas u otros incidentes que pudieran llamar a la evocación perenne de cuanto allí sucedió. Sí puedo asegurar que no hubo percances y que la gente aplaudió, aunque ello pudiera deberse a que los diestros eran de la tierra, o tal vez habrían de agradecérselo a su juventud. Ya es sabido que el público, en esta España de nuestros pecados, suele ser bastante indulgente con el que empieza, para tornar en su benevolencia cuando a ese mismo meritorio le da por triunfar - aunque tan sólo sea un poquito - entonces llega el momento de apearle de su pedestal de éxito y gloria, ello se logra fácil con la práctica del conocido deporte nacional denominado “leña al de arriba hasta que baje”.

Sea como fuere aquello terminó a gusto de todos, volvimos caminando a casa tras una soberbia tarde plena de sensaciones tan fuertes como desconocidas. Según me refirieron mucho después, lo único que me chocó o al menos lo que tan sólo se me ocurrió preguntar fue más o menos lo siguiente: Papá, ¿en esto de las corridas, siempre muere el toro, nunca el torero?

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