viernes, 16 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XVI) "De entre los muertos"






DE ENTRE LOS MUERTOS
Rodrigo D’Ávila


He de confesar que apenas lo recorrí en una ocasión. Se trataba de un fúnebre, tenebroso trayecto aquél que, para mi suerte y la de mis contemporáneos, estuvo de moda hasta muy poco antes de que yo fuera o tuviera conciencia de ser, al menos para su tránsito por niños.
 
En los aledaños del primero de noviembre era costumbre familiar acudir todos en dirección norte, atravesando lo que hoy es Prado Sancho dejando a un lado “El Pradillo”, hasta el cementerio, el camposanto católico de nuestra ciudad.

Desde la distancia que sólo proporciona el transcurso del tiempo, hoy comprendo el porqué determinados hechos y situaciones queden marcados de manera indeleble en la mente de un niño, y precisamente son éstos y éstas, las que tienen que ver con el dolor y sobre todo con la muerte, aquellas que con mayor intensidad perduran a lo largo de los años.

Según mis noticias, de antiguo, bastantes años antes de mi nacimiento -efemérides que, mal que me pese, ya contemplo con innegable distancia- habíase convertido en inveterada tradición hasta cierto punto frecuente, el que niños de corta edad -aunque por supuesto sólo aquellos aptos para caminar con autonomía- acompañaran a sus padres en el rito anual, semanal para muchos y casi diario para unos pocos, de rendir culto a los muertos, a los difuntos de cada cual. Pues bien, a pesar de que la mentalidad en el trato con los más pequeños iba poco a poco cambiando, lo cierto es que yo no pude eludir los postreros coletazos de este infausto uso y también crucé el lúgubre itinerario hasta el “valle de los muertos”, o mejor “colina de los muertos”, porque justo es reconocer que el emplazamiento: un altozano desde donde se divisa una extraordinaria panorámica de la ciudad, resulta incomparable.

Recuerdo -como si lo estuviera viendo dice el tópico, pero es que ahora mismo puedo asegurar se encuentra frente a mí- una gélida mañana de otoño en que la escenografía la ponía una de esas primeras heladas, que todos los nativos conocemos por mil veces repetida y sin embargo siempre sorprendente, con que nos obsequia invariablemente esta tierra de sol y escarcha.

De la mano de mis mayores, a modo de deliciosa marcha campestre, dejamos atrás la muralla y pusimos, entre huertas, rumbo hacia la carretera de Valladolid, zona ésta en que las gentes con humor negro de la ciudad aseguran poseer una parcela para toda la vida.

Ya desde antes de llegar, a lo lejos, los inconfundibles gallardetes que acostumbran a salpicar estos lugares santos guiaban nuestra andadura no fuera que, por un instante, hubiéramos olvidado el destino final de la peregrinación. En efecto, esos cipreses -ignoro si creyentes o no, que la cultura occidental, o al menos la carpetovetónica, identifica con la muerte, mientras que en otras nada tienen que ver con ella y sí con el afecto hacia el amigo y la hospitalidad- se erguían por encima de las tapias apuntando directamente a lo más alto.

Años más tarde, y a propósito del extraño y vanguardista diseño de estas cupresas, he pensado si acaso esos afilados cohetes no harán las veces de portón de salida, rampa de lanzamiento hacia la eternidad para los espíritus de todos aquellos que serenos, y puede que tan sólo por un rato de corta espera, reposan bajo sus alargadas sombras -hoy tal espera puede que se consuma en los tanatorios, y antes quizá lo fuera en el domicilio del finado, ni siquiera en el propio cementerio-. Según ello, estas necrópolis vendrían a ser algo así como la puerta de embarque en un viaje cuya última estación, si constara en la guía de Renfe, podríamos encontrarla en la “i” de infinito o infinitud.

Pero sigamos con el paseo... Al fin franqueamos el muro de forja y piedra, nos adentramos por las cuidadas calles entre flores de plástico y de las otras; a mi lado desfilan imponentes mausoleos, sencillas lápidas y humildes montículos de tierra apenas marcados por una solitaria cruz, quizá ni siquiera eso. Ellas constituyen la postrera manifestación que en este mundo permanece de la diferencia, la desigualdad entre unos y otros cuerpos; aunque pensándolo bien, puede que exista todavía otra discriminación posterior, ella es la evocación que de unos y otros yacentes se conserve en el corazón de los que aquí quedan, y ésta me temo resultará mucho más apetecible a nuestros difuntos, pero vaya usted a saber... nadie ha logrado preguntárselo.

Unas oraciones a los seres queridos, -plegarias que muy bien pudieran ofrecerse en cualquier otro lugar a poco que creyéramos en la inmortalidad del alma, y no resultaba aventurado presumir que la práctica totalidad de los oradores que allí se encontraban así lo tenían asumido- y retornamos a la vida cotidiana.

Por un momento hemos detenido nuestra andadura -con mayúsculas-, y la reflexión obligada desde este lugar de extraña, tal vez forzada paz, me lleva, ya desde entonces, a replantearme a menudo la importancia que inconscientes otorgamos a ciertas cuestiones, mientras que otras, las en verdad relevantes, quedan relegadas a un cobarde olvido del que se las rescata muy de tarde en tarde.

Atrás queda esa “colina de los muertos” como la bauticé al principio. Ahora retorna a mi memoria lo que primero pensé al tiempo que bajaba a la vera de la Encarnación, por mucho que hoy suene a plagio y hasta cierto punto a un cursi y barroco romanticismo pasado de moda. La materialización en palabras del singular pensamiento de un niño -para el que Becquer resultaba un desconocido- tras la conmovedora experiencia vivida fue, puedo jurarlo: “¡Qué solos se quedan los muertos!”


1 comentario:

Germán S. Cancelo dijo...

Muy interesante esto, José Miguel:

"estas necrópolis vendrían a ser algo así como la puerta de embarque en un viaje cuya última estación, si constara en la guía de Renfe, podríamos encontrarla en la “i” de infinito o infinitud."

Inevitablemente el gélido recuerdo del 11-M me golpea, como si se tratase de una materialización macabra del símil que acertadamente realizas.

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