Rodrigo D’Ávila
El proscenio podía ser el Mercado Grande, las cercanías de la basílica de San Vicente, al pie del negrillo centenario, o la arena del paseo de San Roque. Daba lo mismo, cualquier lugar era bueno con tal de que dispusiera de un puñado de metros de tierra. En cualquiera de estos escenarios, también en el Rastro “Chico”, en “el Recreo” o San Antonio, desplegábamos la parafernalia indispensable para jugar a las chapas, el guá o la peonza.
Las canicas o guá se practicaban con una inocente e insustituible moneda de cambio, que no era otra que los cromos de la colección que en esos momentos estuviera de moda. Tanto da versaran sobre tema deportivo (ciclismo, fútbol...), de naturaleza (animales, plantas...) o de alguna película de las que causaban furor en ese tiempo aunque se hubieran estrenado años antes (“Los Diez Mandamientos”, “El Cid” o “Ben Hur”).
La dinámica del juego de las bolas o canicas era muy simple: se trataba de intentar golpear, por turnos, la bola -de vidrio o acero- del contrincante/s y, cuando se conseguía, volver introduciendo aquélla en el guá o agujero de salida. Esa simple acción significaba cobrar un cromo que elegía el ganador, por supuesto de entre los que no tuviera “repes”.
Las chapas, metas o carreras de chapas implicaban un, más o menos, arduo trabajo previo. Con ambas manos y entre la arena surcábamos el terreno para construir la calzada por donde las chapas, ciclistas en nuestra imaginación, con sus fotos sujetas al metal mediante corcho o cera, transitaban impulsadas por hábiles pulgares, índice o corazón. Obvio es concluir que vencía aquel que llegara primero a la meta.
De las peonzas o peones poco que decir. Apenas el propósito del juego: procurábase hacerlos bailar y, bien directamente desde la salida, bien recogiéndolos del suelo y danzando en nuestra mano, lanzarlos violentamente contra los de nuestros competidores hasta obligarlos a abandonar el circulo que previamente se había trazado sobre la arena, en cuyo centro se depositaban al principio otros trompos de todos los participantes.
Por entonces, quizá antes, a decir verdad mucho antes, se había estrenado un filme del francés René Clement titulado “Juegos Prohibidos”, nada que ver por supuesto con éstos que mediante mínimas pinceladas acabo de describir. Sin embargo, no sé el motivo, ambos juegos -de ficción y realidad- han tornado a mi memoria confundiéndose. Puede que todo se deba a considerar que en aquel tiempo, cuando bastantes cosas se hallaban prohibidas -y no sólo deudoras de la situación política, moral o religiosa dominante-, nosotros, gracias a los sueños, a nuestras representaciones a pequeña escala de la realidad, éramos capaces -desde la inocencia infantil- de encontrar una libertad que a los demás, a los mayores les estaba vedada. Esa misma libertad que a nosotros mismos, en cuanto creciésemos y dejáramos el mundo de ensoñación, ilusión y fantasía que representa la niñez, asimismo nos sería arrebatada.
1 comentario:
Está genial que escribas sobre ciertos temas de tu infancia en Ávila porque quizás algún día sirvan de documentos históricos sobre las costumbres de la ciudad. Deberías hablar con la Caja de Ávila para que te publiquen un mini librito!!
Muchos besosssss
Publicar un comentario