lunes, 26 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XVIII) "Ávila, próxima parada"


ÁVILA, PRÓXIMA PARADA
Rodrigo D’Ávila


Al igual que tantos otros yo también, desde mi más tierna infancia, siempre experimenté una irresistible atracción hacia esos monstruos de hierro, ruido y todavía alguno entonces vapor, que eran -y de una u otra forma siguen siendo- los trenes, el ferrocarril en su conjunto. Esa inclinación se convertía en, si cabe, más acusada respecto a su entorno, a lo que constituía su espacio de partida o arribo, donde con mayor facilidad podían contemplarse: las estaciones, paradas o apeaderos.
Dejando a un lado máquinas y vagones, las estaciones representaban -y siguen significando- algo diferente, distinto a otros recintos públicos. Pudieran en la imaginación o el inconsciente alcanzar la categoría de algo así como una especie de morada de la melancolía. Allí, en el interior de esos lugares de tránsito, o fuera, sobre los andenes, se han desarrollado instantes de amor, despedida, reencuentro o apenas de la gris rutina del que nada espera y al que nadie aguarda.

Creo no es precisa una especial actitud del ánimo como para no descubrir entre los andenes, las fumaradas de las antiguas locomotoras e incluso en el interior de aquellas cálidas y aromáticas cantinas de corazón deshecho a fuer de tanta ida y vuelta, un cierto aire de romanticismo, nostalgia o cualquiera de esos leves estados del alma que nos convierten a los hombres y mujeres en más humanos; mientras nos alejan de otros sentimientos que, sin dejar de ser patrimonio de los seres inteligentes, presentan un perfil mucho más desgarrador, violento o tan sólo pasional, como pudieran ser: el amor, el odio, los celos o quizá la venganza.

Pese a que estas paradas, preestablecidas interrupciones en el tránsito, sin duda son también lugares de reencuentro, bienvenida o sencillamente entrevista, yo siempre las percibí en su dimensión teatral, dramática. A menudo he imaginado que constituían tal que una especie de rincones aptos en exclusiva para el adiós, la despedida, el desencuentro; diría aún más, pareciera como si alguien, un trágico estilista sin duda, los hubiera concebido como gótica escenografía, decorado de una función que representara la separación definitiva. A manera -salvando todas las distancias, imaginables o no- de los cementerios, por aquello de que en muchas, demasiadas ocasiones, las ausencias en vida resultan casi tan dramáticas y decisivas como las otras.

De niño y con relativa frecuencia, me acercaba de la mano de mis padres a nuestra querida estación. Se trataba de un paseo gratificante, placentero, Duque de Alba y avenida de José Antonio arriba. Un puñado de metros antes de llegar ya la acertábamos a ver; nos enfrentábamos a un enorme caserón que parecía estar allí con un cometido que no fuera otro que ocultar tras él lo verdaderamente atractivo, aquello que entre bambalinas aguardaba: andenes, vías, tendido eléctrico, guardagujas con bandera, silbato y gorra de plato presto a recibir o dar salida a aquellos cíclopes que fácilmente pudieran haber surgido de las profundidades de nuestras más espantosas pesadillas.

En ese lugar permanecíamos un rato, justo lo que tardaba en aparecer o partir alguno de los convoyes que procedían o se dirigían a la capital.

La gente, de toda edad y condición, subía o se apeaba de ellos sin casi prestar atención a cuantos allí, curiosos, contemplábamos el espectáculo. Tan sólo aminoraban su paso los que, en la confianza en muchas ocasiones estéril de que alguien les aguardara, escudriñaban el muelle posando su mirada de cabeza en cabeza pretendiendo identificar a cualquier conocido entre el bullicio general.

Eran tiempos de vapores y frío, bufidos y chirriar de hierros, de maletas acartonadas y hatillos; de boinas y sombreros de fieltro, de pana, oscuras faldas hasta la pantorrilla, abrigos varías veces vueltos, medías cristal y grises trajes de espiguilla. Una época que discurría lenta pero inexorable, igual que aquellos viejos trenes. Aunque éstos, cuando menos y a diferencia de la vida de entonces -también de nosotros mismos- sí podían alardear de algo seguro: su indubitado, constante e inalterable destino.

miércoles, 21 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XVII) "Cuando estalla la noche"



CUANDO ESTALLA LA NOCHE
Rodrigo D’Ávila




Es ya noche cerrada de un otoño que, como tantos otros en esta tierra, se desprende de su formal tibieza en cuanto el padre sol se oculta en el horizonte allá a lo lejos por entre Villatoro y la Sierra, al tiempo despliega en toda su crudeza el frío, ese frío polar -aunque eso sí, seco- al que tan acostumbrados estamos y gracias al cual, puede que a nuestro pesar, bien ganada fama -casi leyenda- hemos alcanzado por doquier.

El bullicio de instantes antes ha dejado paso a un silencio cuasi mágico, las tenues y escasas luces que iluminan la plaza se han apagado y, entre la penumbra precursora de la luz colorista y fugaz, se adivina una confusa masa de gente que aguarda nerviosa el comienzo del tantas veces repetido, y sin embargo cada año tan original como siempre, espectáculo.

La jornada resultó agotadora, la ciudad ha exhibido sus mejores galas en el día de la patrona. Radiante recibió a cientos, miles de forasteros. De nuevo la Santa repite el milagro: el sol ha brillado en todo su esplendor, tanto, que ahora cuando acaba el día parece nos hubiera dejado de su mano para que todo retorne a su estado natural, a lo que ha de ser esta tierra de sol y hielo; ya toca lo segundo y el frío se apodera de rostros y hasta de las miradas que embobadas se dirigen hacia el negro manto otrora celeste, mientras el vaho que surge a borbotones de las comisuras de los labios ayuda a calcular la medida de admiración con que cada uno de los presentes aguarda el comienzo de la función, por otra parte la más social de todas cuantas componen el programa de fiestas.

Niños y grandes, varones y mujeres pueden participar en esta celebración, el nivel económico, la puntualidad o cualquier otra circunstancia resulta irrelevante para la mejor o peor contemplación de cuanto va a suceder en unos instantes. En la misma plaza, desde el Rastro, en balcones o ventanas, o en fin, situados en el magnífico observatorio de la Encarnación o los Cuatro Postes, cualquier lugar es bueno. Pero no nos distraigamos, el espectáculo comienza...

Varios estruendos como de aviso preludian fogonazos, culebrillas, cascadas, estrellas... mil y una luces confluyen en la negra noche e iluminan por instantes el lugar y sus contornos. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, se hace de día; un iluso recién llegado incluso podría atreverse a especular con que el hombre al fin logró dominar la naturaleza.

Observo la multitud, cuanto más arriba ascienden cohetes y obuses en idéntica progresión más pequeño, indefenso, apegado a la tierra me veo a mi mismo y a todos los que en comunión participamos en esta ceremonia de ruido y color. ¡Cuanto daría por elevarme igual que esos cohetes!

Apenas unos minutos y todo ha terminado. Con la misma urgencia que al concentrarse, la gente despeja la plaza y vuelve el silencio. La mágica noche retornará dentro de un año, pero eso será otra historia siempre repetida y siempre por descubrir; lo que ahora, en este momento nos ocupa a todos no es otra inquietud que el pensar que una vez concluida la velada, mañana, de nuevo, nos aguarda la rutina diaria. Eso es lo que tienen las fiestas, disfrutas de ellas hasta el último instante y luego, quieras o no, siempre -inexorable y fiel a su cita- comparece imperturbable el siniestro lunes.

viernes, 16 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XVI) "De entre los muertos"






DE ENTRE LOS MUERTOS
Rodrigo D’Ávila


He de confesar que apenas lo recorrí en una ocasión. Se trataba de un fúnebre, tenebroso trayecto aquél que, para mi suerte y la de mis contemporáneos, estuvo de moda hasta muy poco antes de que yo fuera o tuviera conciencia de ser, al menos para su tránsito por niños.
 
En los aledaños del primero de noviembre era costumbre familiar acudir todos en dirección norte, atravesando lo que hoy es Prado Sancho dejando a un lado “El Pradillo”, hasta el cementerio, el camposanto católico de nuestra ciudad.

Desde la distancia que sólo proporciona el transcurso del tiempo, hoy comprendo el porqué determinados hechos y situaciones queden marcados de manera indeleble en la mente de un niño, y precisamente son éstos y éstas, las que tienen que ver con el dolor y sobre todo con la muerte, aquellas que con mayor intensidad perduran a lo largo de los años.

Según mis noticias, de antiguo, bastantes años antes de mi nacimiento -efemérides que, mal que me pese, ya contemplo con innegable distancia- habíase convertido en inveterada tradición hasta cierto punto frecuente, el que niños de corta edad -aunque por supuesto sólo aquellos aptos para caminar con autonomía- acompañaran a sus padres en el rito anual, semanal para muchos y casi diario para unos pocos, de rendir culto a los muertos, a los difuntos de cada cual. Pues bien, a pesar de que la mentalidad en el trato con los más pequeños iba poco a poco cambiando, lo cierto es que yo no pude eludir los postreros coletazos de este infausto uso y también crucé el lúgubre itinerario hasta el “valle de los muertos”, o mejor “colina de los muertos”, porque justo es reconocer que el emplazamiento: un altozano desde donde se divisa una extraordinaria panorámica de la ciudad, resulta incomparable.

Recuerdo -como si lo estuviera viendo dice el tópico, pero es que ahora mismo puedo asegurar se encuentra frente a mí- una gélida mañana de otoño en que la escenografía la ponía una de esas primeras heladas, que todos los nativos conocemos por mil veces repetida y sin embargo siempre sorprendente, con que nos obsequia invariablemente esta tierra de sol y escarcha.

De la mano de mis mayores, a modo de deliciosa marcha campestre, dejamos atrás la muralla y pusimos, entre huertas, rumbo hacia la carretera de Valladolid, zona ésta en que las gentes con humor negro de la ciudad aseguran poseer una parcela para toda la vida.

Ya desde antes de llegar, a lo lejos, los inconfundibles gallardetes que acostumbran a salpicar estos lugares santos guiaban nuestra andadura no fuera que, por un instante, hubiéramos olvidado el destino final de la peregrinación. En efecto, esos cipreses -ignoro si creyentes o no, que la cultura occidental, o al menos la carpetovetónica, identifica con la muerte, mientras que en otras nada tienen que ver con ella y sí con el afecto hacia el amigo y la hospitalidad- se erguían por encima de las tapias apuntando directamente a lo más alto.

Años más tarde, y a propósito del extraño y vanguardista diseño de estas cupresas, he pensado si acaso esos afilados cohetes no harán las veces de portón de salida, rampa de lanzamiento hacia la eternidad para los espíritus de todos aquellos que serenos, y puede que tan sólo por un rato de corta espera, reposan bajo sus alargadas sombras -hoy tal espera puede que se consuma en los tanatorios, y antes quizá lo fuera en el domicilio del finado, ni siquiera en el propio cementerio-. Según ello, estas necrópolis vendrían a ser algo así como la puerta de embarque en un viaje cuya última estación, si constara en la guía de Renfe, podríamos encontrarla en la “i” de infinito o infinitud.

Pero sigamos con el paseo... Al fin franqueamos el muro de forja y piedra, nos adentramos por las cuidadas calles entre flores de plástico y de las otras; a mi lado desfilan imponentes mausoleos, sencillas lápidas y humildes montículos de tierra apenas marcados por una solitaria cruz, quizá ni siquiera eso. Ellas constituyen la postrera manifestación que en este mundo permanece de la diferencia, la desigualdad entre unos y otros cuerpos; aunque pensándolo bien, puede que exista todavía otra discriminación posterior, ella es la evocación que de unos y otros yacentes se conserve en el corazón de los que aquí quedan, y ésta me temo resultará mucho más apetecible a nuestros difuntos, pero vaya usted a saber... nadie ha logrado preguntárselo.

Unas oraciones a los seres queridos, -plegarias que muy bien pudieran ofrecerse en cualquier otro lugar a poco que creyéramos en la inmortalidad del alma, y no resultaba aventurado presumir que la práctica totalidad de los oradores que allí se encontraban así lo tenían asumido- y retornamos a la vida cotidiana.

Por un momento hemos detenido nuestra andadura -con mayúsculas-, y la reflexión obligada desde este lugar de extraña, tal vez forzada paz, me lleva, ya desde entonces, a replantearme a menudo la importancia que inconscientes otorgamos a ciertas cuestiones, mientras que otras, las en verdad relevantes, quedan relegadas a un cobarde olvido del que se las rescata muy de tarde en tarde.

Atrás queda esa “colina de los muertos” como la bauticé al principio. Ahora retorna a mi memoria lo que primero pensé al tiempo que bajaba a la vera de la Encarnación, por mucho que hoy suene a plagio y hasta cierto punto a un cursi y barroco romanticismo pasado de moda. La materialización en palabras del singular pensamiento de un niño -para el que Becquer resultaba un desconocido- tras la conmovedora experiencia vivida fue, puedo jurarlo: “¡Qué solos se quedan los muertos!”


lunes, 12 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XV) "Juegos permitidos"

JUEGOS PERMITIDOS
Rodrigo D’Ávila



 


El proscenio podía ser el Mercado Grande, las cercanías de la basílica de San Vicente, al pie del negrillo centenario, o la arena del paseo de San Roque. Daba lo mismo, cualquier lugar era bueno con tal de que dispusiera de un puñado de metros de tierra. En cualquiera de estos escenarios, también en el Rastro “Chico”, en “el Recreo” o San Antonio, desplegábamos la parafernalia indispensable para jugar a las chapas, el guá o la peonza.

Las canicas o guá se practicaban con una inocente e insustituible moneda de cambio, que no era otra que los cromos de la colección que en esos momentos estuviera de moda. Tanto da versaran sobre tema deportivo (ciclismo, fútbol...), de naturaleza (animales, plantas...) o de alguna película de las que causaban furor en ese tiempo aunque se hubieran estrenado años antes (“Los Diez Mandamientos”, “El Cid” o “Ben Hur”).

La dinámica del juego de las bolas o canicas era muy simple: se trataba de intentar golpear, por turnos, la bola -de vidrio o acero- del contrincante/s y, cuando se conseguía, volver introduciendo aquélla en el guá o agujero de salida. Esa simple acción significaba cobrar un cromo que elegía el ganador, por supuesto de entre los que no tuviera “repes”.

Las chapas, metas o carreras de chapas implicaban un, más o menos, arduo trabajo previo. Con ambas manos y entre la arena surcábamos el terreno para construir la calzada por donde las chapas, ciclistas en nuestra imaginación, con sus fotos sujetas al metal mediante corcho o cera, transitaban impulsadas por hábiles pulgares, índice o corazón. Obvio es concluir que vencía aquel que llegara primero a la meta.

De las peonzas o peones poco que decir. Apenas el propósito del juego: procurábase hacerlos bailar y, bien directamente desde la salida, bien recogiéndolos del suelo y danzando en nuestra mano, lanzarlos violentamente contra los de nuestros competidores hasta obligarlos a abandonar el circulo que previamente se había trazado sobre la arena, en cuyo centro se depositaban al principio otros trompos de todos los participantes.

Por entonces, quizá antes, a decir verdad mucho antes, se había estrenado un filme del francés René Clement titulado “Juegos Prohibidos”, nada que ver por supuesto con éstos que mediante mínimas pinceladas acabo de describir. Sin embargo, no sé el motivo, ambos juegos -de ficción y realidad- han tornado a mi memoria confundiéndose. Puede que todo se deba a considerar que en aquel tiempo, cuando bastantes cosas se hallaban prohibidas -y no sólo deudoras de la situación política, moral o religiosa dominante-, nosotros, gracias a los sueños, a nuestras representaciones a pequeña escala de la realidad, éramos capaces -desde la inocencia infantil- de encontrar una libertad que a los demás, a los mayores les estaba vedada. Esa misma libertad que a nosotros mismos, en cuanto creciésemos y dejáramos el mundo de ensoñación, ilusión y fantasía que representa la niñez, asimismo nos sería arrebatada.

miércoles, 7 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIV) "Una muerte algo parcial"


UNA MUERTE ALGO PARCIAL
Rodrigo D’Ávila

Calor, demasiado para lo que aquí acostumbramos. Color, una pluralidad de tonalidades a cuál más chillona combinadas con otras más tenues, templadas que dicen los artistas. Olor, a alcohol de garrafa o de marca, tanto da, a humilde Farias o prepotente Montecristo mezclado con perfumes fuertes, penetrantes. Sabor a multitud anhelante de emociones, suponiendo que esa actitud y gente pudiera gozar de algún sabor. Y por fin, ansiedad, impaciencia expectante a lo que vaya a suceder durante las próximas dos horas.

Todo esto y mucho más bajo un sol abrasador fue lo que experimenté en los momentos previos a la contemplación de aquella corrida de toros, mi primera irrupción en ese espectáculo, el espectáculo por antonomasia en aquel Ávila de los sesenta.

Había acudido a la fiesta de la mano de mi padre, al viejo coso del paseo de San Roque, entonces casi confín de la ciudad, final de una calle - camino - que daba principio a la denominada “carretera de Toledo”.

No sé si mi asistencia era deudora de alguna promesa previa, o simplemente porque sí. Parece ser que en aquel tiempo me encontraba poseído de una innegable afición a los toros, tanto es así que incluso deseaba abrazar de mayor el noble arte de Cúchares; al menos eso es lo que ante mi sorpresa me han contado después.

Lo cierto fue que, bastante antes de las cinco, ya nos hallábamos sentados en un tendido de aquel coso puede que centenario, el que por cierto, y ello así me quedó grabado, adolecía de callejón; en efecto, el mísero cobijo que a su alcance tenían los protagonistas venía constituido por seis u ocho barreras de tablones distribuidas por el redondel, con un acceso tan angosto y mínima cabida que se obligaba a que su única ocupación lo fuera por las personas indispensables para la celebración del festejo.

En esta ocasión, y por una vez, mi memoria acierta a retener los nombres de dos espadas del cartel, quizá por el hecho de que fueran hermanos: José Luis y Gabriel de la Casa, hijos del famoso “Morenito de Talavera”.

Nada sé ahora del balance de aquella mi primera corrida: orejas y rabos cortados, faenas inolvidables, acaso broncas u otros incidentes que pudieran llamar a la evocación perenne de cuanto allí sucedió. Sí puedo asegurar que no hubo percances y que la gente aplaudió, aunque ello pudiera deberse a que los diestros eran de la tierra, o tal vez habrían de agradecérselo a su juventud. Ya es sabido que el público, en esta España de nuestros pecados, suele ser bastante indulgente con el que empieza, para tornar en su benevolencia cuando a ese mismo meritorio le da por triunfar - aunque tan sólo sea un poquito - entonces llega el momento de apearle de su pedestal de éxito y gloria, ello se logra fácil con la práctica del conocido deporte nacional denominado “leña al de arriba hasta que baje”.

Sea como fuere aquello terminó a gusto de todos, volvimos caminando a casa tras una soberbia tarde plena de sensaciones tan fuertes como desconocidas. Según me refirieron mucho después, lo único que me chocó o al menos lo que tan sólo se me ocurrió preguntar fue más o menos lo siguiente: Papá, ¿en esto de las corridas, siempre muere el toro, nunca el torero?

sábado, 3 de marzo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIII) "El tercer ojo"




EL TERCER OJO

Rodrigo D’Ávila


Se trataba de un hombre mayor, siempre le conocí así. El sentido común me dice ahora que al ser un niño, acaso él no fuera desde el principio una persona de edad, lo que ocurría es que yo le veía de esa manera, al igual que me pasaba con gente que apenas me sacaba un par de años, pero ya se sabe, en la infancia todo se magnifica.
 
De complexión fuerte aunque no demasiado, a mi me parecía alto, si bien en realidad no creo lo fuera tanto. Le recuerdo con traje, bien trajeado en todo momento del día y de oscuro, tampoco ello constituía ninguna novedad, ya que los varones de aquel tiempo no eran muy proclives a los colorines, y es que entonces recibían tal calificativo tonos tan severos y nada sospechosos como un simple beige, azul en sus varias tonalidades excepto el marino o incluso el inocente verde salvo que virara al caqui cuartelero.

Nariz aguileña, pelo escaso, gracioso bigotillo y un rostro con personalidad, algo así como de patricio romano, completaban aquella figura inconfundible. Bueno... todo lo que he descrito y algo más, lo que ya le distinguía decididamente del resto: el monóculo, su característico anteojo, siempre pensé que más allá de una prótesis, de un objeto para disimular una tara, fuera algo con vida propia. Hubiera jurado que en lugar de disponer de un sólo ojo alardeara ufano de tres. Parecía como si aquel cristal oscuro se desligara, más aún se emancipara de su dueño haciendo gala de una insolente autonomía.

De lo que no me cabe duda era de su inteligencia, que me demostró muchas veces, tampoco de su sentido del humor y de la gran cultura que atesoraba, sin darse importancia, huyendo del menor atisbo de erudición pretenciosa. Su humanismo surgía natural, espontaneo, como si no quisiera la cosa; tal vez por ello, no, seguro que por esta razón, era un gran conversador y gran aficionado a las tertulias en las que participaba asiduamente, por la de Pepillo se le veía con frecuencia.

De su vida profesional, académica o literaria apenas quiero apuntar su extraordinaria competencia y valía contrastada por todos cuantos le conocieron. Pero yo prefiero detenerme en otros aspectos menos conocidos, aunque en mi opinión tan relevantes como los primeros.

Amigo de sus amigos, gran aficionado a la mesa aún sin ser exquisito, no tan buen bebedor, se servía de la bebida como apoyo o complemento del buen yantar.

Circuló en tiempos una anécdota que a él atribuían, ignoro si real o imaginaria -ya que las gentes desocupadas de por aquí muy aficionadas son a las exageraciones-, aunque bien cierto es que ésta en nada menoscaba la fama ni la grandeza de nuestro personaje, antes bien al contrario, este sucedido habla muy a las claras de su inveterada afición por el mantel y de su afiliación a la muy noble y leal orden de la golosería, cuyos votos abrazó desde muy niño.

Hace años, bastantes por lo que sé, cruzó nuestro personaje una apuesta: saborearía -si es que degustar se puede- una docena de polvorones sin ayudarse de bebida alguna, espiritosa o no. ¿Creen ustedes que lo consiguió? Pueden jurar que sí, por supuesto que lo hizo, y es de justicia que se refiera el hecho de que a mayores aumentó el desafío a otros doce blancos y empalagantes bollos -acaso de Estepa-, lográndolo también, ahora ya no sin cierta dificultad. Lo mejor de todo vino después, encaminándose a su casa el destino le tenía reservada una postrera -nunca mejor dicho- y cruel sorpresa: tras los veinticuatro bollos que había trasegado y de la consabida colación, porque ni que decir tiene que cenó, ¿adivinan ustedes que venía de postre?
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