domingo, 14 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVII) "Futbol en sesión continua"


FUTBOL EN SESIÓN CONTINUA
Rodrigo D’Ávila


Hoy apenas quedará un metro cuadrado por ocupar con esas impersonales edificaciones diseñadas sin imaginación, sometidas a la dictadura del máximo beneficio - mínimo riesgo que poco a poco han poblado el suelo de la ciudad; tendrá que ser así. Sin embargo, hace treinta años era un magnífico solar, una amplia explanada - así la conocíamos - muy próxima al centro (Mercado Grande y aledaños). El lugar se encontraba flanqueado por el paseo de San Roque, el Gobierno Militar-Caja de Reclutas y los inmuebles que albergaban las sedes de la Dirección Provincial de Sanidad y el Colegio de Médicos.


Allí, muy cerca de la plaza de Santa Ana, tenían lugar extraordinarios partidos de fútbol entre la chiquillería de entonces. El ancho y largo del campo coincidía con los propios límites del solar. A modo de porterías, cuatro montones - dos a dos - en donde se apilaban carteras, carpetas - entonces no se habían inventado las mochilas - abrigos y demás parafernalia de dudosa utilidad que acostumbrábamos a portar los niños de entonces. Bien es cierto también que, a diferencia de lo que ahora acontece, las criaturas de aquel tiempo no éramos reos del cruel castigo de acarrear encorvados todo el peso de la ciencia como en nuestros días ocurre con los escolares que, cual penados a trabajos forzados, pesadamente caminan bajo sus enormes mochilas hacia, ¿sus celdas? No, hasta colegios e institutos. Para que luego digan que el saber no ocupa lugar.

Aquellos interminables partidos duraban hasta el anochecer, en otoño, durante el frío invierno entre humeantes resoplidos, ó también en la “dulce” primavera abulense en las ya dilatadas tardes de luz, tibio sol y espléndido aroma a cereal que conseguía llegar hasta nosotros desde los labrantíos que salpicando el valle de Amblés casi podía decirse extendíase a nuestros pies.

Amancio, Pereda, Suarez, Zoco, Olivella - el del Barcelona - nuestro paisano Rivilla, en sus últimos años en activo, eran algunos de nuestros héroes. Relativamente reciente la gesta de la victoria de España frente a la pérfida Rusia, entonces URSS, en la Eurocopa de Naciones, todos nos sentíamos inflamados por esa afición al pateo del balón, por supuesto no de reglamento.

Pero... ¿qué sucede? Uno de los críos permanece fuera del campo ajeno al esfuerzo de los otros. ¿Qué hace? Parece pretende radiar el partido, a voces se desgañita describiendo lo que se desarrolla en la cancha entre el regocijo de los demás.

Otros, se apartan por un momento del fragor de la disputa para sisear y lanzar torpes - por inexpertos - requiebros a las chicas que salen del cercano colegio de las Nieves. Aunque justo es reconocer que sólo traicionaban el juego precisamente aquellos menos dotados para él, el resto seguían enfrascados en la contienda.

Entre dos luces, incluso entre una sola luz: la ausencia cuasi total de ella, abandonábamos el campo, deprisa, apresuradamente, seguro recibiríamos una nueva y cariñosa reprimenda. No importaba, todo en aras del juego, del buen rollo como ahora se dice. Y es que entonces, cuando el fútbol tan sólo era deporte, únicamente necesitábamos del balón, un espacio abierto y para terminar... quizá de un cielo cuajado de estrellas.

martes, 9 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVI) "Una fuerte explosión de gas"




UNA FUERTE EXPLOSIÓN DE GAS
Rodrigo Dávila





Parece que lo estoy viendo como si acabara de ocurrir, fue aquel uno de esos acontecimientos que se te quedan grabados de forma inalterable a la manera de un tatuaje que el tiempo no lograra borrar. Entonces ya era adolescente, casi un jovencito, y podía comprender con mayores elementos de juicio el alcance del evento; un hecho que, sin tratar de ponerme trascendente, seguro pudo cambiar o cuando menos apresurar la sucesión de episodios que han seguido en la historia, en nuestra historia más reciente. No sé muy bien de que manera, pues ello entra dentro de lo que podríamos calificar como política ficción, pero seguro estoy que de no haber sucedido las cosas tal y como acaecieron muy posiblemente el final hubiera sido otro, y mucho me temo que acaso fatalmente peor.

Era de mañana, una gris y fría mañana de diciembre. En la calle ya se respiraba ese, por rutinario, casi insoportable ambiente navideño. Espumillón, bolas, campanillas y minúsculos Papa Noel en brillantes colores de aquel plástico duro, prácticamente irrompible colgaban por doquier. Los escaparates se habían engalanado, y como de un tiempo a esta parte era costumbre proliferaban los árboles de Navidad intentando ganar terreno al tradicional y autóctono Belén, con su misterio, pastorcillos y demás.

Seguro disfrutaría ya de vacaciones, porque a esas horas de otro modo jamás seguiría en casa. No sé la razón, tampoco era lo habitual, pero algo me impulsó a conectar la radio, aquella enorme y magnífica radiogramola Phillips como la bautizamos -o quizá así se denominara técnicamente entonces- por componerse de una estupenda radio sobre la que descansaba un extraordinario giradiscos automático, capaz para programar la audición de varios sucesivos. Como digo, giré la rueda del encendido, luego hice lo mismo con la correspondiente al dial y escuché extrañado como en todas las emisoras salía al aire una similar programación: música clásica convencional en unas y sacra en otras.

Paré en una cualquiera de ellas, seguro radio Nacional -la única que emitía noticias- y distraído permanecí unos minutos escuchando. No hube de aguardar mucho, de repente paró la melodía al tiempo que una voz grave e impostada -gemela a las otras que recitaban los “partes”- comenzó a leer un comunicado: “Como venimos informando, a primeras horas del día de hoy, en la calle Claudio Coello de Madrid, se ha producido una fuerte explosión. Aunque las informaciones son contradictorias en este momento, se cree puede haber sido ocasionada por el gas... En la deflagración se ha visto involucrado el Excmo. Sr. Presidente del Gobierno, Almirante Don Luis Carrero Blanco.”

Finalizaba el comunicado anunciando nuevos detalles para el siguiente informativo y se invitaba a los oyentes se mantuvieran a la escucha.

No hacía falta ser un lince para sospechar la comisión de un atentado, de un magnicidio como grandilocuentemente se dice, puesto que eso de la explosión de gas no se lo tragaba nadie. ¿Pudiera ser posible que hasta la providencia se hubiera puesto de parte de la oposición al régimen?

Aguanté un poco más y al poco las noticias fueron confirmando las primeras y lógicas sospechas: un atentado por voladura de una carga colocada en el subsuelo de la calle Claudio Coello -itinerario matutino habitual del señor Carrero- que había hecho, literalmente, saltar por los aires el Dodge Dart oficial en que viajaba. La explosión fue de tal calibre que el vehículo, superando una enorme tapia, acabó en el otro lado, justo en una terraza sobre el patio de un colegio religioso en cuya capilla precisamente terminaba de oir misa el Almirante.

Salí a la calle, la gente estaba nerviosa, angustiados unos, soliviantados otros. Entré en un café, todos allí comentaban el suceso: el ejercito acuartelado, el gobierno reunido, manifestaciones de la ultraderecha y confusión... una extraordinaria y abrumadora confusión que todo lo dominaba.

Sostener que aquello pudo cambiar el rumbo de todas y cada una de las vidas de la gente corriente tal vez resultara exagerado, no obstante, lo que sí me atrevería a asegurar es que desde entonces, primero de manera imperceptible y después -en no más de dos años a raíz del otro gran acontecimiento- como una marea que todo lo inundara, la vida pública de este país dio un giro copernicano, y ya es sabido que aquélla, en mayor o menor medida, de una u otra manera, tarde o temprano acaba por entrometerse en la existencia del común de las gentes, hasta en aquéllas más sencillas y nada comprometidas. ¿O acaso sea al revés?

martes, 2 de octubre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXV) "Ese negro resplandor"




ESE NEGRO RESPLANDOR
Rodrigo Dávila



En su tiempo se me aparecía espléndido, magnífico, con todos los adelantos habidos y por haber, nada tenía que envidiar a los de Madrid. Una empinada escalinata y diáfanas puertas de cristal lo separaban de la calle, tras ellas enseguida alcanzabas un amplio vestíbulo. A la derecha, de nuevo un corto tramo de escalera y, siguiendo al acomodador, franqueabas las insonorizadas puertas -una en el centro y dos en los costados- accediendo al inmenso patio de butacas cuidadosamente tapizadas y todo él enmoquetado con el exquisito gusto de entonces, que hoy quizá veríamos un punto demodé. De frente, unas imponentes cortinas en raso bermellón que abarcaban por completo el escenario y tras ellas, escondida, la espléndida pantalla apta para la panavisión o el cinerama. Aquello constituía la apariencia, aunque mucho más fue lo que representó para mí -para nosotros- el viejo cine Lagasca.

Para no mentir, diré que calificar aquella sala como longeva no es del todo exacto. Únicamente deberíamos usar ese adjetivo si lo entendiéramos en el sentido de que el local desapareció hace mucho tiempo, no así si nos atuviéramos a su supervivencia, ya que no le permitieron llegar a disfrutar de una tranquila ancianidad. Falleció pronto, permaneció abierto muy poco, en pie algo más pero tampoco mucho.

Aquel cine no era ni mucho menos el único, acudíamos también al Cinema, al Principal -el Gredos lo recuerdo muy en nebulosa, en lo más profundo de mi memoria- y más adelante al Tomás.

La cinematografía como arte y la sala, templo para la apoteosis de su rito, siempre han estado -al menos para mí- rodeadas de connotaciones míticas, puede que ello se debiera a la propia ceremonia que en su seno tiene lugar, muy emparentada con la dimensión onírica, la imaginación de nosotros los fieles que nos congregábamos unidos por un sentimiento común, algo así como el que comulgarían los miembros de una secta adoradora de la imagen, para asistir a las proyecciones.

Películas de estreno, tardes de sesión continua, matinales... cine para todos los gustos y edades. Comedias, policiacas, de romanos, misterio o del oeste... No sé si también para los demás, en mi caso entrar en la zona oscura significaba introducirme en otro mundo y por un rato desplazarme en el tiempo, en el espacio, asumiendo variopintas personalidades. Un fascinante viaje sin moverme de la butaca.

A la salida, la última claridad de la tarde te devolvía a la realidad. Abandonabas la sala y esa luz te cegaba, entrabas en shock, pero no, no eran sólo aquellos postreros rayos de sol los causantes de ese estado, su origen tenía mucho que ver con el repetido fenómeno de reencuentro entre ficción y realidad. Verdaderamente este prodigio se me aparece ahora a modo de paradoja: al entrar en la sala dejabas la luz y te sumergías en la oscuridad -o al menos eso parecía- una negrura que no era tal, en realidad se trataba de fulgor en todos los sentidos, para todos tus sentidos. Marchabas del local, retornabas al mundo real y lo que efectivamente conseguías no era otra cosa que regresar a la rutina, eso que en el fondo juzgabas la segura e indubitada oscuridad.

Bruscamente y forzado, te reintegrabas a la impuesta realidad renunciando a la aventura, al misterio, a la fantasía... para reemprender el camino de vuelta hacia lo cotidiano, lo habitual y -cuando menos en aquel primer instante de opaco resplandor o clara negrura- también hacia algo tremendamente aburrido.
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