martes, 28 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXI) "Un silencio de siglos"


UN SILENCIO DE SIGLOS
Rodrigo D’Ávila




Calladas, en silencio... decía la leyenda que cuando desde el alto, por encima de los muros que delimitaban la huerta, se sentían observadas, la inmediata era echarse al suelo en tanto se tapaban por completo ayudadas por aquel hábito de tiempo y gloriosa soledad.

Cuenta también el decir popular, que su vida se desarrollaba en tales condiciones de pobreza, más aún, de deliberada miseria y extrema parquedad de medios, que alguna de ellas falleció sin conocerse la causa del último mal, aunque algunos -puede no muy descaminados- aventuraban una causa primera: el frío. Murió, morían de frío.

No había despuntado el alba cuando ya se oía el bullicioso cimbalillo -hasta en eso eran humildes-  invitando a las primeras oraciones del día. Era como si pregonaran -a pesar de que ellas en su infinita sencillez seguro no lo pretendían- su disposición a velar por todos nosotros.

Gélidas mañanas de enero, tibias albas de primavera de la mano del inclemente hielo de esta tierra -las más de las veces- o del suave frescor de la aurora, abandonaban su incómodo catre como habían hecho durante siglos y comenzaban su diaria faena.

Aunque mi relato, como no puede ser menos cuando se trata de recuerdos, va en pretérito, bien podría narrarse en presente; y es que hoy, en los albores del siglo XXI, seguro estoy de que nada ha cambiado, como si un dique -los muros del convento- impidiera el paso de los años y separara nuestro tiempo de “El Tiempo” con mayúsculas, ese que, imperturbable, se mantiene por los siglos de los siglos entre esos paredones milenarios.

Los domingos, en misa de once, rompían su mutismo acompañando la celebración con cánticos. En mi inocencia infantil, me impresionaban aquellas voces desde su voluntario encierro tras las rejas, que apenas se quebraba cuando el sacerdote, rodeado de aún si cabe más hondo sosiego, abría un minúsculo ventanuco entre los hierros y les administraba la comunión. El coro callaba, mientras yo, cerrando un instante los ojos, pensaba que algo muy semejante a aquello debía ser el cielo.

Salíamos del rito semanal y parecía que aquella paz nos acompañase durante un tiempo, justo el que transcurría hasta que de nuevo nos introducíamos en la baraúnda cotidiana, esa que ya no nos abandonaría durante mucho tiempo, a la espera del momento en que volviéramos a reencontrarnos con nuestro yo más íntimo.

Sé que hoy, para sobrevivir, además de con los escasos productos de la huerta que aún cultivan, se ayudan dedicándose a pequeños trabajos de encuadernación, acaso a otros de aguja e hilo... Todo acompañado del silencio, de ese silencio infinito que parece, más allá de una imposición de la Orden, un aliado, casi un fiel amigo, el único que libre, imperturbable entra y sale del convento y mantiene su atronadora presencia.

lunes, 13 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXX) "Érase un artefacto varado"






ÉRASE UN ARTEFACTO VARADO
Rodrigo Dávila

Han transcurrido tantos años... Aún así, y pese al tiempo de que he dispuesto para especular en torno a aquel suceso, hoy no podría asegurar si lo que voy a relatar acaeció en realidad o tan sólo se lo debo a la imaginación, a mi fantasía infantil ávida de aventuras, del disfrute, aunque nada más fuera un poco, de una vida a imagen y semejanza de aquellos héroes semanales de los tebeos o de los personajes surgidos de la pantalla en alucinantes tardes de sesión continua en el “Principal”, “Lagasca”, el “Cinema” o, más adelante, el “Tomás”.

Sí que puedo asegurar que era verano, o acaso primavera muy avanzada, lo cierto es que el curso había concluido, esto más que anotarlo en el haber de mi memoria lo deduzco, pues de no ser así mi contemplación directa de los hechos hubiera resultado pocos menos que imposible.
Era muy niño, de eso tampoco me cabe la menor duda pues acudí al lugar de la acción acompañado de alguien mayor, no recuerdo de quien.
Pero vayamos con el sucedido, aquel episodio inolvidable y rocambolesco al que el paso del tiempo - o quizá porque así lo fuera de por si - ha dotado de un barniz de ilusión, de mágico sueño que los años se han encargado de mitificar.

Puede fuera media mañana, mediodía de uno soleado con pájaros cantarines, vencejos sobrevolando los cubos de la muralla y todo eso... Apenas había puesto el pie en la calle, cuando alguien, seguro que de mi edad, agitado y nervioso me espetó:
- ¿Te has enterado...?

- ¿De qué?- pregunté a mi vez contagiado de la emoción que transmitía el mensajero.

- Un avión se ha visto obligado a hacer un aterrizaje forzoso en el antiguo campo de aviación de la carretera de Sonsoles.

- ¡Amos anda! - respondí incrédulo - ¡No me tomes el pelo!

- Que te digo que es verdad - insistió - acompáñame hasta el Rastro y te convencerás.

Corriendo nos acercamos, y desde el mirador pude comprobar la autenticidad de aquella asombrosa noticia.

En efecto, a lo lejos, en el erial a la izquierda de la carretera que conduce al Santuario, muy cerca de la enorme nave que siempre identifiqué con un hangar, y perfectamente visible, reposaba sereno, como si allí hubiera estado siempre a la espera, un viejo bimotor de hélice cuya carlinga, gris azulada, lanzaba cegadores destellos que llegando hasta nuestros atónitos ojos de par en par abiertos pareciera nos invitara a su contemplación más cercana.

La gente, pese a que el aterrizaje no hacía mucho había tenido lugar, se arremolinaba alrededor del artefacto al tiempo se aproximaba lo que permitían unos números de la Guardia Civil, cuya presencia advertí no por ellos, a los que no distinguía, sino por dos Land Rover verde oliva aparcados junto al hangar.
Así que era eso. El ruido que esta mañana temprano me despertó sobresaltado y que pensaba había soñado: un avión de esos que tantas veces había visto en el cine y en los cromos.

En este punto es donde los recuerdos se tornan más difusos. No sé como, con quien, ni a que hora, lo cierto es que la siguiente imagen que acude a mi memoria es la del aparato a escasos metros de mí. Por lo que podía ver el artilugio se encontraba intacto, no recuerdo los distintivos que seguro tenía en el fuselaje, desconozco por tanto si se trataba de un avión militar o civil, de lo que no me cabe la menor duda es que allí como de guardia se encontraban dos individuos - por cierto, me parecieron enormes - ataviados con cazadoras de cuero y botas altas charlando con el oficial al mando de las fuerzas que protegían el aparato.
Este acontecimiento acompañó mis sueños las noches que siguieron, tal vez por ello haya perdurado en mi memoria ligado a tantos otros, estos sí que ensoñaciones y hasta pesadillas, hasta el punto de que ahora, con el paso de los años, me sienta incapaz de distinguir entre fantasía y realidad. Aunque... bien pensado, quién sabe si ambas no serán la misma cosa, y por eso hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme: total que más dará.

miércoles, 1 de agosto de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIX) "Nuestro secreto Shangri-la"




NUESTRO SECRETO SHANGRI-LA
Rodrigo D’Ávila


Quedamos en vernos todos. La pandilla que componemos ocho o diez chavales tiene una cita: apenas hayamos comido y en el Grande. Ahora nos hallamos en una maravillosa tarde de verano, el calor sofocante no nos importa, ¡faltaría más! El objetivo de la reunión merece cualquier sacrificio, y además no existe tal, todo lo contrario se trata una fiesta que nadie de los mayores conoce - seguro nos la prohibirían en aquella época tan inclinada a reprimir – queremos marchar, como ya hicimos el verano pasado, a nuestro refugio, ese rincón de aventuras imposibles que a lo lejos usufructuamos, allá en el Soto, cerca del Fresno, para aquel tiempo y edad puede decirse que casi representaba el confín de la tierra conocida.

El misterio y la épica de lo que nos está vetado tal parece consiguiera convertir nuestro periplo en otro de ensueño que se abriera paso a machetazos a través de una jungla de ficción, en pugna por alcanzar unos horizontes más o menos perdidos.

Pero no, nuestro destino apenas lo constituye un pequeño claro entre fresnos, alisos y negrillos a la orilla del Adaja, o lo que de él queda en la estación en que todo se seca, y por supuesto lo primero que casi desaparece y siempre se reduce a su mínima expresión, sea cual fuese el grado de humedad del pasado e interminable invierno, es ese aprendiz de río. Allí, al fresco del exiguo caudal que aún lleva, hemos construido el pasado estío una rudimentaria cancha de tenis - nuestro secreto Shangri-la - inflamados de ánimo como estamos con las hazañas de Santana, Arilla y los demás componentes del imbatible equipo de Copa Davis que se bate el cobre en la remota Australia por conseguir la legendaria "Ensaladera".

Impacientes nos vamos concentrando en la Palomilla, ya estamos casi todos: los habituales de todo el año y también los que sólo aparecen en vacaciones recién llegados del vecino Madrid. Cada uno trae lo que puede: unos postes, la red, raquetas de madera - aquellas antiguas que aparecen en las fotos sepia de principios de siglo cuando Lili Alvarez triunfaba en Wimbledon - pelotas de goma, cantimploras con agua... Nos ponemos en marcha dispuestos a pasar una inolvidable tarde de aventura, tenis y... fantasía.

La marcha resulta casi un suspiro, tenemos prisa por llegar. Atravesamos las empinadas callejuelas - ahora son bajada - rumbo al sur, San Nicolas, las ventas que flanquean la carretera, entramos en el Soto y por la ribera del río alcanzamos nuestro particular e ignoto Roland Garros.

Enseguida preparamos la cancha y, turnándonos en el uso del único par de raquetas con que contamos, damos inicio al juego. Los de fuera jalean cada partido de singles con el inconfesable deseo de que cuanto antes termine para así sustituir al que pierda, pues el pingüe trofeo del vencedor no es otro que el derecho a continuar jugando.

Pasan las horas, cae la tarde, apenas se ve; eso y sólo eso nos avisa de que es hora de volver. Regresamos exhaustos, sudorosos, felices, ya de suave anochecida y con la sóla compañía de miles de estrellas. Mañana será otro día, igual y no obstante distinto, volveremos de nuevo al refugio, o tal vez no, total que más da.

-¿Dónde estuvisteis toda la santa tarde? No te he visto el pelo - pregunta inocente mi madre.

- Por ahí - displicente contesto, aunque no puedo evitar que una sonrisa, casi una forzada mueca, asome delatora a mis labios.
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