martes, 29 de mayo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIII) "Desde el bunker"


DESDE EL BUNKER
Rodrigo Dávila





Puedo asegurar que en aquella época, transcurridos un buen puñado de años desde su término - calculo yo tendría once o doce -, aún no tenía conciencia de lo que significaba y significó para todos - no sólo para los que la vivieron - nuestra guerra civil. De otra manera, las andanzas que voy a narrar puede hubieran gozado de un sentido bien distinto, en ningún caso el de un simple juego de niños que fue del modo en que siempre se desarrollaron.

Entonces, imagino que allí seguirán ahora, desperdigadas por el alto que se extiende frente a la entrada principal del recinto que rodea la ermita de Sonsoles, descubrimos una especie de galerías subterráneas fortificadas - denominar a eso “bunkers” sería exagerado - seguro que mudos testigos de la guerra civil. Se trataba de casamatas o trincheras en piedra desde donde se dominaba la ciudad y, por supuesto, el antiguo aeródromo que se hallaba - según tengo entendido - en el valle, a los pies del cerro.

Recuerdo aquellas edificaciones abandonadas, imagino que alguna vez llegaran a utilizarse, a lo mejor ni eso, lo cierto es que allí estaban, medio derruidas, cubiertas de arbustos y olvido, como si el tiempo deseara cuanto antes borrar su memoria.

Ignoro como logramos descubrirlas, lo que sí es cierto es que en ese lugar, a pleno sol y batidas por un viento que casi siempre azotaba inmisericorde, se desenvolvieron algunas tardes de juegos, juegos de guerra, una violencia “light” que pretendía imitar a la otra, la de verdad, que se nos revelaba gratis desde fuera.

La panda se reunía en el Grande, el Rastro, a veces en Santo Tomás, y desde allí, subrepticiamente, sin conocimiento de nuestros mayores que puedo jurar jamás otorgarían permiso, nos encaminábamos por el atajo rumbo a Sonsoles.

Ni que decir tiene que en nada - no más de media hora - alcanzábamos el alto. Una vez allí, procedíamos a una detenida exploración de todos y cada uno de los agujeros que salteaban aquel escarpado y árido pedregal, confiando en encontrar de nuevo alguna vaina perdida, probablemente de un cargador o peine de ametralladora - al menos eso pensábamos en nuestros quiméricos sueños de guerra -. A decir verdad todo estaba abandonado, medio derruido y cubierto de maleza, hierbajos y piedras desprendidas de lo que una vez quiso ser fortificación inexpugnable imagino que para la defensa de la ciudad o de los escasos vuelos que aterrizaran en el vecino campo.

Tras el reconocimiento daba inicio el juego. Divididos en dos grupos, nos emboscábamos en los fortines al tiempo fingíamos dispararnos mientras pugnábamos en protegernos del ataque de cazas enemigos.

Juegos de lo más inocente si no fuera por la violencia en que se inspiraban, asumíamos la pertenencia a un grupo y la naturaleza enemiga del contrario. Lo sé, tan sólo se trataba de un pasatiempo, no obstante ahora, en la distancia que da el tiempo, me inquieta pensar en el hecho de que si entre amigos nos sentíamos capaces de librar una batalla - de mentirijillas - qué no habría de suceder entre dos grupos de desconocidos con armas de verdad. Y es que ese instinto, precisamente ese, se me aparece como la mayor miseria de la guerra: alguien lanza a unos contra otros y la situación escapa al control de todos. La razón, la piedad o el perdón se diluyen en la frenética dialéctica de la violencia; y esto lo saben muy bien los que, a cubierto y sin riesgo, dirigen las operaciones de esos seres anónimos que abajo, en el campo de batalla, pelean sin comprender muy bien el porqué de su lucha.

jueves, 10 de mayo de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXII) "Un pequeño paso para el hombre..."







UN PEQUEÑO PASO PARA EL HOMBRE..
Rodrigo D'Ávila
Aquí ya soy algo mayor, al menos yo me siento como tal. He remontado sin esfuerzo mi primera década, alcancé digamos que en teoría lo que califican uso de razón y, cándido de mí, creo ya tengo plena conciencia de lo que soy - si es que alguna vez ésta se llegara a poseer -. Los recuerdos fluyen fáciles, simples, como en una película recién visionada, aunque he de reconocer que mi memoria se tiñe de blanco y negro - sin olvidar la gama de grises - precisamente las tonalidades del viejo Iberia, el televisor que acompañó algunos momentos de mi infancia y adolescencia como los que ahora pretendo evocar.

Ya es de noche, las postrimeras luces de este largo día de estío se han ido apagando con la pesadez del que anhelante espera. Al fin llegó el gran momento, la hora señalada. Quien todavía emocionado esto escribe, como millones de seres de toda raza, credo o condición, aguarda impaciente ante la negra pantalla a que aparezcan los últimos héroes de este siglo que ya hace tiempo cruzó su ecuador. Tres hombres como cualquiera de nosotros, que a miles de kilómetros están dispuestos a pisar una arena, ceniza y rocas que se sepa ningún hombre nacido de mujer haya hollado jamás. Amstrong y Aldrin se encuentran a unos minutos de posar este su humilde cuerpo, erguido desde tan sólo unos miles de años, sobre nuestro querido satélite en el “mar de la tranquilidad”; como han bautizado a esa inhóspita zona de la gran y mágica selene adorada desde tanto tiempo atrás por cuantos seres humanos han elevado, limpia, su mirada al cielo durante la negra oscuridad hallando en ella una guía, una compañera, puede que hasta una fiel amante.

Mientras yo, desde aquí, me siento afortunado por haber nacido a tiempo para vivir estos prodigiosos instantes.

Desde Cabo Cañaveral, Jesús Hermida nos introduce en lo que dentro de poco contemplaremos. Solemne y con la afectación que le caracteriza - por una vez justificada -, va desgranando los pormenores de lo que ha sido el viaje. Collins, arriba, aguardará en la nave principal a sus compañeros que, a bordo de un pequeño módulo, alunizarán para así pasear sobre la polvorienta superficie del área elegida.

Por fin aparecen difusas las primeras imágenes, transcurren unos minutos y Neil Amstrong pronuncia la célebre frase que ya quedará para la posteridad: “Un pequeño paso para el hombre...”

Desciende el último peldaño de la escalerilla, un brinco y... ¡ya está! Es entonces cuando mi imaginación vuela miles de kilómetros, cientos de años atrás. Es el amanecer de un luminoso día de otoño... Oculto tras la espesura y aturdido por mil sonidos observo una desértica playa de arenas marfil, unos barbados y mal encarados individuos, que se protegen tras corazas y yelmos, descienden temerosos de unas menudas falúas, mientras a su vez también son vigilados por varios indígenas que atemorizados no se atreven a dejarse ver. En efecto, me encuentro a finales del siglo XV, el lugar es una pequeña isla a la que Colón bautizaría “La Española”.

Ambos se me aparecían ya entonces como los únicos acontecimientos que resisten una mínima comparación, dentro de lo que ha sido el prolongado - o exiguo según se mire - itinerario del ser humano en esta tierra desde el principio de los tiempos.

Pero sigamos en la luna... Un silencio expectante embarga a cuantos contemplamos esas imágenes de un vacío inmerso en la nada absoluta que nos llegan desde más allá de las estrellas. Torpes, caminando en la ingravidez, los astronautas se desplazan al tiempo que levantan nubecillas de polvo. Durante un rato sobrecogidos tenemos noticia de lo que remotamente sucede; tan lejos... y sin embargo tan cerca. Sí próximos, porque a esos dos hombres cuya existencia pende de un tenue hilo de rudimentaria tecnología, los tenemos por algo propio. No hablan nuestro idioma, puede que tampoco compartan nuestras creencias, ni siquiera piensen parecido a como lo hacemos aquí, da lo mismo, ellos son nosotros y si se hallan en ese infinito remoto es precisamente por todos, por los que aquí quedamos.

Por aquellos días, gentes que conocíamos, mayores y no tan mayores, en cualquier caso desconfiados por naturaleza, dudaban de que cuanto habían vivido fuera cierto, de la veracidad de lo sucedido. No les cabía en la cabeza que ese periplo estelar, que aquel errático paseo no representara más que la mera escenificación interesada de un gobierno que, obedeciendo a quién sabe que ocultos intereses, hubiera montado la representación, mientras nosotros, súbditos del imperio, la asumíamos sin rechistar.

A veces, mucho tiempo después he pensado en ello, durante esas ocasiones en que sospechamos se montan guerras u otras actuaciones cuasi cinematográficas para consumo doméstico, como cortinas de humo desplegadas con el oscuro fin de desviar la atención de otras inconfesables cuestiones. Todo con afanes electorales o propagandísticos. Me da igual, si por ventura - mala ventura - por aquel entonces resultamos engañados en nuestra buena fe e ilusión y lo que inocentes contemplamos no fue más que un truco - que seguro no lo fue - apenas me consuela el pensar: ¡qué nos quiten lo bailao!

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