jueves, 19 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XX) "Aquella estremecedora sensación"


















AQUELLA ESTREMECEDORA SENSACIÓN
Rodrigo D'Ávila


Nunca me tuve por un santurrón, ni tampoco por alguien dado en exceso a participar en actos píos. No digo acudiera obligado, pero tampoco, caso de perderme, nadie con tino me habría de buscar en cualquiera de las celebraciones religiosas que por entonces tanto proliferaban.

A menudo he alardeado -que Dios me perdone- de no pertenecer a asociación, club, cofradía o patronato religioso, político o deportivo alguno, y ello no por el principio que cínico esgrimía Groucho Marx para huir de estos saraos: “No quiero pertenecer a ningún club que me admita como socio”. Aunque esta actitud no creo deba acarrearme el calificativo de irresponsable (entendido como incapaz de asumir compromisos), siempre opté, si bien reconozco ahora que de forma instintiva, en ir por libre, eludir el incómodo yugo de estar sometido a reglamento, canon u obligación que obstaculizase, o limitara, el hacer aquello que me petara en cada momento. Puedo aventurar, por si a alguien esto sirve, que en el balance, en el haber y debe entre perjuicios o estipendios que esta actitud me ha acarreado, predominan hasta el momento los segundos; o en todo caso y para que no se me tome por suficiente y también porque aún no se debe -sería una temeridad- cerrar el arqueo, digamos que el resultado hasta el día de hoy cuando menos pudieran haber sido las tablas, si bien no me resisto a expresar mi satisfacción por haber llegado con fortuna a alcanzar tan honroso equilibrio.

Al tiempo que presento mis excusas como elemental medida por tan dilatado prólogo, diré que viene a cuento para evocar los efímeros recuerdos que aún conservo de una de las manifestaciones del fervor popular que mayor raigambre tuvo, y sigue teniendo, entre las buenas gentes de Ávila. Me estoy refiriendo a la romería de la Virgen de Sonsoles.

Es primavera, ya casi verano, el día amaneció espléndido, con calor, quizá demasiado -aunque en Ávila jamás se deba hacer de menos o contrariar al astro rey en sus mezquinas apariciones con auténtica pujanza-. Abajo en la ciudad se han alcanzado los treinta grados, aquí en el alto nunca llegó la canícula ni creo se le ocurra en la vida. Mientras tanto, presencio la misa grande; mi mirada de niño y también mi mente se pierden entre los más famosos ex votos del templo: el caimán, el velero y el vetusto avión, que impávidos cuelgan del techo. Siempre me impresionaron estos trastos -con perdón-, puede que algo tuvieran que ver las fantásticas aventuras que sobre ellos me contaron. Según el relato, ese animal y ambas máquinas eran las protagonistas de la leyenda, más allá de los humanos que en uno u otro sentido de ellas dependieron. Aunque pensándolo bien, más que sujetos se trataba de instrumentos del prodigio, de los milagros que acontecieron. En mi inocencia, al contemplarlos me preguntaba: ¿Si pudieran hablar qué tendrían ellos que decir? ¿Se rebelarían contra el papel que la tradición les ha reservado?

Al abandonar la ermita, otro rito asimismo ancestral: la subasta de los banzos. Muchas de estas gentes habían esperado todo el año este momento, ahora podrían pasear en procesión a la Virgen y así agradecer favores recibidos, peligros esquivados o al menos dar rienda suelta a ese cariño desinteresado, esa veneración que profesan hacia su Madre.
Para finalizar, y antes de la comida campestre, una vuelta por la sacristía para examinar los otros ex votos, esas porciones de la anatomía humana en cera, también prótesis u otros instrumentos que en su día hicieron más llevadero el sufrimiento. No podía evitarlo, sentía como si esos objetos tuvieran vida propia. Durante un tiempo, siempre al poco de la visita, conviví con un sueño -o mejor pesadilla- de hallarme allí solo y en la oscuridad, era entonces cuando esa vida autónoma que yo, desde mi imaginación infantil y en la ficción les suponía, alcanzaba su cenit y me veía perseguido, acosado por brazos, piernas, ojos de cera... en tanto que muletas, parches o cabestrillos se agitaban amenazadores en un intento de castigarme. Finalmente despertaba sobresaltado, mi zozobra tan sólo era deudora de una onírica fantasía.

Más tarde, cuando de mayor me he acercado a este museo de la congoja del cuerpo y alma humanas, y de nuevo he vuelto a contemplar acechantes aquellos ex votos y prótesis, a pesar del tiempo transcurrido no he logrado sobreponerme a que un escalofrío, una gélida sensación a padecimiento, a muerte, me recorriera por entero.

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