martes, 10 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIX) "De pronto, al doblar cualquier madrugada"




DE PRONTO, AL DOBLAR CUALQUIER MADRUGADA
Rodrigo D’Ávila


Ya era verano, al menos el calor se hacía sentir inmisericorde como, cuando le place, tiene por costumbre en esta tierra. Puede que estuviéramos en la mitad de junio de un año, de cualquier año mediados también los sesenta... Fue por entonces cuando por vez primera, me enfrenté a algo -si quisiera ponerme melodramático diría acaso a alguien- que a todos nos persigue desde que entramos en posesión de eso que la gente y el “establishment” llama uso de razón y quizá mejor sería denominar algo así como “conciencia de ser humano”, aunque a veces el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Ese algo que de repente se me apareció fue: la parca. Sí, la muerte no se sorprendan, no se trata de que la viera a la manera de una radiografía, en esqueleto, capucha y guadaña; sino que, durante aquellos tórridos días de un insólito y precoz verano, me inicié en el enfrentamiento a la idea del final, a la conciencia de que esto, la vida que con tanta alegría gozamos en esos días en verdad de vino y rosas que constituyen la niñez y adolescencia sin pensar en otra cosa que no sea el propio vivir, tiene un final sin duda ignorado en el tiempo, forma y lugar, pero no por ello menos cierto e inexorable.

Dos sucesos acontecidos en el lapso de pocas fechas, y aunque con protagonistas casi desconocidos para mí, vinieron a romper esa tranquila y despreocupada ignorancia en la que -pobre o feliz de mí, según se mire- igual que todos los de mi edad, también me hallaba sumido.

Un joven había muerto ahogado en un río o pantano del sur de nuestra provincia. Las circunstancias no importan, lo cierto es que a causa de un accidente alguien poco mayor que yo abandonaba este mundo en el que parecía nunca ocurriera nada.

Al poco, falleció otro muchacho de edad parecida, creo que sufrió un ataque cardiaco durante la disputa de un inocente partido de fútbol.

El universo del que disfrutaba hasta entonces cambió, en realidad fui yo quien se sintió distinto. De improviso descubrí que también a nosotros podía ocurrirnos lo que hasta entonces imaginábamos tan lejano; la muerte ya no era patrimonio de la ancianidad, a partir de aquel instante no identificaría vejez con final. La juventud e incluso la niñez tampoco constituían un seguro, un aval para nada.

He de confesar que aquel extraño estado por el que inquieto transité duró poco, pronto retorné a la habitual inconsciencia de adolescente. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, puedo asegurar que ese primer encuentro quedó grabado en mí de manera imborrable hasta hoy, y es que, por mucho que pretendamos huir ella siempre está ahí, junto a nosotros; aunque puede que, gracias a la providencia, la naturaleza o vaya usted a saber que, esa intimidad mutua que mantenemos con la idea de ocaso definitivo, las más de las veces se halla en el subconsciente y tan sólo la recuperamos de tarde en tarde, hasta que, en un siempre inesperado y fatal momento, de pronto, al doblar cualquier madrugada, nos fundimos plena y ya eternamente con ella.

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