jueves, 26 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXI) "El día en que topé con un genio"




EL DÍA EN QUE TOPÉ CON UN GENIO
Rodrigo D’Ávila


A lo largo de la vida de cada cual sobrevienen hechos, acontecimientos, sobre los que aunque no en ese momento, sino después, mucho más tarde, adquieres plena conciencia de su trascendencia, de que te marcarán para siempre, aunque no influyan de manera directa en tu formación o en el definitivo rumbo que tomarás en el futuro.

Creo que tales trances son escasos, y a menudo vives estos momentos y los dejas pasar de largo sin otorgarles mayor importancia; tan sólo al reflexionar luego de los años percibes su trascendencia histórica y te das cuenta de lo afortunado que fuiste al convertirte en protagonista de un hecho nimio en apariencia que sin embargo, ahora transcurridos los años, conservas dentro de ti con inusitada emoción.


Algo de esto acaeció mientras, plácido, discurría un sereno atardecer abulense; uno de esos en que los tenues rayos de sol se filtran por entre las infinitas tonalidades de los árboles, en el prólogo de su decadencia anual, adquiriendo ellos mismos, como si pudieran beber de esos colores, la apariencia de mil y un arco iris que lo inundaran todo.

Enredando que estaba entre los recovecos del Mercado Grande, casi en la entrada del paseo del Rastro, más o menos donde paraban los taxis en espera de viajeros; corría perseguido por algún amigo tan desocupado como yo. Sucedió entonces, mientras volvía la vista atrás para observar mi ventaja y evitar me alcanzara el pertinaz perseguidor, cuando topé de bruces contra un obstáculo firme y no obstante blando, dando con mis huesos en el suelo por el que rodé cuan largo era.

Temeroso, pretendí incorporarme al tiempo que sentía como una mano de hierro cogía mi brazo y ayudaba en mis esfuerzos por recuperar la vertical -posición en aquel tiempo no tan habitual en mí como debiera-. Alcé la vista mientras aguardaba una feroz reprimenda. Lo que entonces apareció ante mis ojos fue un cuerpo enorme, como de un gigante, que me miraba a su vez puede que preocupado por los efectos del batacazo. Su rostro, grande en la misma proporción que el resto de aquel imponente ser, lo poblaba una tupida barba ya canosa, tras de la cual y de su cabello abundante también dominado por el blanco, se abrían paso unos soberbios, vivos y centelleantes ojos en los que se descubría un brillo extraordinario. Vestía un jersey o polo de cuello alto, enormes pantalones también oscuros, completando la imagen un abrigo -o gabardina- negro que le llegaba casi hasta los pies.

En un extraño idioma que por supuesto desconocía, aquel hombre y sus acompañantes parecían preguntarme si me encontraba bien, si había sufrido algún daño, al tiempo que el fascinante personaje acariciaba mi cabeza revolviendo aún más mi, ya de por si, alborotada pelambrera.

Fue visto y no visto, observé por un momento de nuevo los ojos y aquella mágica mirada de la que no conseguía apartar la mía, y con un ágil movimiento me desembaracé de la garra de acero que aún oprimía mi brazo y raudo salí de estampida igual que había llegado.

Hoy confieso que la escenografía del encuentro la reconstruí mucho después, ya que convendrán conmigo, no estaba yo en aquel instante como para brillos, centelleos ni atavíos.

Alguien, instantes después, me contó que se trataba de un director de cine americano que rodaba una película en Ávila. No le hice caso, tanto me daba que fuera un peliculero o el obispo de Tonkín, aunque he de confesar que en unos días no logré olvidar aquella mirada plena de tolerancia y cariño.

Así quedó la cosa, en algunos años no volví a recordar ni el incidente ni a su protagonista. Pasó el tiempo, tampoco demasiado -puede estuviera ya infectado por el virus de mi ancestral afición al séptimo arte- hasta que un día me percaté, sintiendo la misma emoción que hoy conservo al evocarlo, que aquel gigante en todos los sentidos, muro contra el que fue a parar mi frágil esqueleto, era un director de cine, americano -aunque su obra y el mismo pueden considerarse ya patrimonio de todos- y genial. El filme en que trabajaba por entonces tenía por título: “Campanadas a medianoche”, su nombre, nada menos que: Welles, Orson Welles.

jueves, 19 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XX) "Aquella estremecedora sensación"


















AQUELLA ESTREMECEDORA SENSACIÓN
Rodrigo D'Ávila


Nunca me tuve por un santurrón, ni tampoco por alguien dado en exceso a participar en actos píos. No digo acudiera obligado, pero tampoco, caso de perderme, nadie con tino me habría de buscar en cualquiera de las celebraciones religiosas que por entonces tanto proliferaban.

A menudo he alardeado -que Dios me perdone- de no pertenecer a asociación, club, cofradía o patronato religioso, político o deportivo alguno, y ello no por el principio que cínico esgrimía Groucho Marx para huir de estos saraos: “No quiero pertenecer a ningún club que me admita como socio”. Aunque esta actitud no creo deba acarrearme el calificativo de irresponsable (entendido como incapaz de asumir compromisos), siempre opté, si bien reconozco ahora que de forma instintiva, en ir por libre, eludir el incómodo yugo de estar sometido a reglamento, canon u obligación que obstaculizase, o limitara, el hacer aquello que me petara en cada momento. Puedo aventurar, por si a alguien esto sirve, que en el balance, en el haber y debe entre perjuicios o estipendios que esta actitud me ha acarreado, predominan hasta el momento los segundos; o en todo caso y para que no se me tome por suficiente y también porque aún no se debe -sería una temeridad- cerrar el arqueo, digamos que el resultado hasta el día de hoy cuando menos pudieran haber sido las tablas, si bien no me resisto a expresar mi satisfacción por haber llegado con fortuna a alcanzar tan honroso equilibrio.

Al tiempo que presento mis excusas como elemental medida por tan dilatado prólogo, diré que viene a cuento para evocar los efímeros recuerdos que aún conservo de una de las manifestaciones del fervor popular que mayor raigambre tuvo, y sigue teniendo, entre las buenas gentes de Ávila. Me estoy refiriendo a la romería de la Virgen de Sonsoles.

Es primavera, ya casi verano, el día amaneció espléndido, con calor, quizá demasiado -aunque en Ávila jamás se deba hacer de menos o contrariar al astro rey en sus mezquinas apariciones con auténtica pujanza-. Abajo en la ciudad se han alcanzado los treinta grados, aquí en el alto nunca llegó la canícula ni creo se le ocurra en la vida. Mientras tanto, presencio la misa grande; mi mirada de niño y también mi mente se pierden entre los más famosos ex votos del templo: el caimán, el velero y el vetusto avión, que impávidos cuelgan del techo. Siempre me impresionaron estos trastos -con perdón-, puede que algo tuvieran que ver las fantásticas aventuras que sobre ellos me contaron. Según el relato, ese animal y ambas máquinas eran las protagonistas de la leyenda, más allá de los humanos que en uno u otro sentido de ellas dependieron. Aunque pensándolo bien, más que sujetos se trataba de instrumentos del prodigio, de los milagros que acontecieron. En mi inocencia, al contemplarlos me preguntaba: ¿Si pudieran hablar qué tendrían ellos que decir? ¿Se rebelarían contra el papel que la tradición les ha reservado?

Al abandonar la ermita, otro rito asimismo ancestral: la subasta de los banzos. Muchas de estas gentes habían esperado todo el año este momento, ahora podrían pasear en procesión a la Virgen y así agradecer favores recibidos, peligros esquivados o al menos dar rienda suelta a ese cariño desinteresado, esa veneración que profesan hacia su Madre.
Para finalizar, y antes de la comida campestre, una vuelta por la sacristía para examinar los otros ex votos, esas porciones de la anatomía humana en cera, también prótesis u otros instrumentos que en su día hicieron más llevadero el sufrimiento. No podía evitarlo, sentía como si esos objetos tuvieran vida propia. Durante un tiempo, siempre al poco de la visita, conviví con un sueño -o mejor pesadilla- de hallarme allí solo y en la oscuridad, era entonces cuando esa vida autónoma que yo, desde mi imaginación infantil y en la ficción les suponía, alcanzaba su cenit y me veía perseguido, acosado por brazos, piernas, ojos de cera... en tanto que muletas, parches o cabestrillos se agitaban amenazadores en un intento de castigarme. Finalmente despertaba sobresaltado, mi zozobra tan sólo era deudora de una onírica fantasía.

Más tarde, cuando de mayor me he acercado a este museo de la congoja del cuerpo y alma humanas, y de nuevo he vuelto a contemplar acechantes aquellos ex votos y prótesis, a pesar del tiempo transcurrido no he logrado sobreponerme a que un escalofrío, una gélida sensación a padecimiento, a muerte, me recorriera por entero.

martes, 10 de abril de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XIX) "De pronto, al doblar cualquier madrugada"




DE PRONTO, AL DOBLAR CUALQUIER MADRUGADA
Rodrigo D’Ávila


Ya era verano, al menos el calor se hacía sentir inmisericorde como, cuando le place, tiene por costumbre en esta tierra. Puede que estuviéramos en la mitad de junio de un año, de cualquier año mediados también los sesenta... Fue por entonces cuando por vez primera, me enfrenté a algo -si quisiera ponerme melodramático diría acaso a alguien- que a todos nos persigue desde que entramos en posesión de eso que la gente y el “establishment” llama uso de razón y quizá mejor sería denominar algo así como “conciencia de ser humano”, aunque a veces el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Ese algo que de repente se me apareció fue: la parca. Sí, la muerte no se sorprendan, no se trata de que la viera a la manera de una radiografía, en esqueleto, capucha y guadaña; sino que, durante aquellos tórridos días de un insólito y precoz verano, me inicié en el enfrentamiento a la idea del final, a la conciencia de que esto, la vida que con tanta alegría gozamos en esos días en verdad de vino y rosas que constituyen la niñez y adolescencia sin pensar en otra cosa que no sea el propio vivir, tiene un final sin duda ignorado en el tiempo, forma y lugar, pero no por ello menos cierto e inexorable.

Dos sucesos acontecidos en el lapso de pocas fechas, y aunque con protagonistas casi desconocidos para mí, vinieron a romper esa tranquila y despreocupada ignorancia en la que -pobre o feliz de mí, según se mire- igual que todos los de mi edad, también me hallaba sumido.

Un joven había muerto ahogado en un río o pantano del sur de nuestra provincia. Las circunstancias no importan, lo cierto es que a causa de un accidente alguien poco mayor que yo abandonaba este mundo en el que parecía nunca ocurriera nada.

Al poco, falleció otro muchacho de edad parecida, creo que sufrió un ataque cardiaco durante la disputa de un inocente partido de fútbol.

El universo del que disfrutaba hasta entonces cambió, en realidad fui yo quien se sintió distinto. De improviso descubrí que también a nosotros podía ocurrirnos lo que hasta entonces imaginábamos tan lejano; la muerte ya no era patrimonio de la ancianidad, a partir de aquel instante no identificaría vejez con final. La juventud e incluso la niñez tampoco constituían un seguro, un aval para nada.

He de confesar que aquel extraño estado por el que inquieto transité duró poco, pronto retorné a la habitual inconsciencia de adolescente. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, puedo asegurar que ese primer encuentro quedó grabado en mí de manera imborrable hasta hoy, y es que, por mucho que pretendamos huir ella siempre está ahí, junto a nosotros; aunque puede que, gracias a la providencia, la naturaleza o vaya usted a saber que, esa intimidad mutua que mantenemos con la idea de ocaso definitivo, las más de las veces se halla en el subconsciente y tan sólo la recuperamos de tarde en tarde, hasta que, en un siempre inesperado y fatal momento, de pronto, al doblar cualquier madrugada, nos fundimos plena y ya eternamente con ella.

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