sábado, 27 de abril de 2019

EL INSÓLITO VIAJE DE MONSIEUR LAFOUX (crónica de una venganza)


El insólito viaje de monsieur Lafoux













A menudo desconfié de aquellos que anteponían el amor a todo y lo juzgaban algo perenne, muy lejos de la que pensaba su auténtica esencia, frágil y delicada, casi tanto como la fugaz escarcha que se deposita sobre el alfeizar de la ventana durante el albor de una gélida mañana de primavera.

Ahora, cuando vago por este último crepúsculo, recelo de aquellas mis “irrefutables” creencias de incorregible descreído. He de confesar, que más allá de pretender replantear mis concepciones de la vida, en estos instantes en los que ya no existe marcha atrás, rescato de mi memoria unos acontecimientos a los que en su momento no dediqué la atención que merecían -si bien siempre sospeché que marcaron mi existencia- y ahora recupero en su plena lozanía.

¿Es capaz el amor de traspasar la frontera de la muerte? La respuesta, sincera y libre de convención o atadura que pueda condicionar mi criterio, es... ¡SÍ!

¿Qué como he llegado a esta certeza...? Muy fácil, a través de un tortuoso sendero, igual que aquel que observa la realidad a través del negativo de una fotografía. En estos momentos, acaso demasiado tarde, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el odio, el desamor absoluto, sí que supera la frontera que representa el final de esta vida terrena...

Esto que ahora me propongo relatar sucedió hace mucho tiempo... podría decirse que todo, definitivamente todo el tiempo...

INFORME DE LEVANTAMIENTO DE CADÁVER

Ms. CLAUDE LAMBEY, doctor en medicina, por requerimiento de H. Muller y juramento previo ante dicho magistrado, me he trasladado el día 24 de Enero de 1930, siendo las 10 a.m., a fin de examinar un cuerpo que se me ha dicho ser el de ERIC LAFOUX de 43 años de edad.

El cuerpo, vestido por completo, estaba aun caliente en el tronco; la rigidez cadavérica era muy notable y general, la putrefacción no había empezado. No existen heridas en las diversas partes del cuerpo, ni erosiones, esquimosis, ni otras señales de violencia. El individuo, bien constituido, no ha adelgazado y no muestra indicios exteriores de enfermedad, ni particularidad alguna que pueda indicar cual ha sido la causa de la muerte.

Conclusiones: 1) La muerte de Ms. Lafoux es real. 2) Data de seis a ocho horas aproximadamente. 3) No presenta señales de violencia a las que pueda atribuirse la muerte. 4) La causa de ésta no puede determinarse por el examen exterior del cadáver; si hubiese interés en conocerla, sería necesario recurrir a la autopsia.”


Por enésima vez releía la carta y el informe que esa misma mañana había recibido en mi despacho de la Audiencia de San Sebastián. Mi colega, y sin embargo amigo, el doctor Lambey -forense de la vecina Bayona- requería mi opinión profesional y me invitaba a acompañarle en la práctica de la autopsia del tal Lafoux, que iba a tener lugar al día siguiente.

Debe tratarse de algo serio, acaso extraño, o puede que ambas cosas -me decía a mi mismo, mientras el traqueteo del tren perturbaba mis reflexiones- como para que Claude haya requerido mi presencia.

Le conocía desde varios años atrás, la casualidad de un viaje turístico a Donostia nos había puesto en contacto. A partir de entonces manteníamos una relación que, sobrepasando el ámbito profesional, con el tiempo tornó en amistad cuasi fraternal.

A pesar de ello, jamás había sido llamado por él en tales términos, ni por supuesto con aquella urgencia; esa circunstancia, y el proverbial cuidado en abstenerse de importunar de que hacía gala mi galo amigo, me incitaban a sospechar que la situación que a mi llegada a Bayona iba a encontrar distaría mucho de considerarse corriente: un cadáver limpio, o lo que es lo mismo, carente de signos aparentes a partir de los que fuera posible aventurar la causa de la muerte.

Ya bien caída la tarde arribé a la coqueta estación de la célebre villa veraniega y de ocio. Allí, en el andén, acompañado de un joven quien supuse su ayudante, me aguardaba Claude. Apenas un par de años habían transcurrido desde nuestra última entrevista, sin embargo se diría que fuesen lustros, dado lo avejentado que le encontré. Nunca gozó de cabello en demasía, no obstante ahora las entradas se habían convertido en una soberana calvicie, flanqueada a ambos lados por mechones de un blanco absoluto.

Un caluroso saludo, la apresurada presentación de su joven asistente -Paul Gressin- y de inmediato abandonamos el lugar al tiempo que una fina y persistente lluvia barría de gente el escenario de nuestro encuentro. La humedad, que penetraba inclemente en nuestros destemplados cuerpos, multiplicaba la sensación de frío acusada en rincones como este que empero presumen de un clima templado, y aún caluroso, en temporadas más suaves.

Subimos a un longevo Citroen, Paul se sentó al volante, y nos dirigimos a casa de Claude.

Un protocolario y recíproco interrogatorio acerca de nuestras vidas privadas y de inmediato mi amigo, sin querer ocultar su preocupación, preguntó:

- ¿Leíste el informe?

- Por supuesto.

- ¿Y bien? - ansioso inquirió de nuevo.

- Considero que todo en este asunto resulta muy extraño, aunque no alcanzo a comprender esa inquietud que apenas logras disimular.

No me dejó continuar, profundamente angustiado y como si lo que pretendía confiarme no pudiera esperar un minuto más, me desveló algunos detalles que jamás hubiera podido detallar negro sobre blanco.

- Me explicaré, lo inusual del caso viene, no ya del hecho de la ausencia de indicios para determinar la causa aparente de la muerte, lo que con resultar atípico no deja de ser, aunque infrecuente, hasta cierto punto natural. Algún otro episodio, la verdad contados con los dedos de una mano o como mucho de las dos, ha presentado durante mi ya larga vida profesional características análogas a las del presente.

- Alguno que otro también yo conocí, y la autopsia invariablemente desveló el secreto que el cuerpo guardaba. Ya sabes, los cadáveres son algo así como libros abiertos, sólo se trata de saber leer en ellos para que te revelen sus supuestos misterios- intenté tranquilizar a mi amigo.

- No es eso... -prosiguió- todo lo que ha rodeado al caso resulta tan inusual... Ya desde el hecho de su aparición en el cementerio y sobre la tumba de un viejo amigo al que también encontraron muerto meses atrás...

Claude echó un vistazo a sus notas y siguió nervioso su relato.

- Hervé, Jean Hervé era su nombre. Además, como sabes, en el caso Lafoux no hallamos señal alguna de violencia. Con todo, lo que más me impresionó, y desde entonces me obsesiona, fue su rostro: una mueca de terror se esbozaba en él, no se trataba únicamente de ese miedo absoluto ante algo que sabes sobrehumano y a lo que no puedes oponer resistencia, no; al mismo tiempo en ese terrible guiño se advertía algo así como la calma del ganador, parecía dirigirse a su asesino y con sorna le retase: “...aunque acabes conmigo no lograrás consumar tu venganza.”

-Todo aquello era para mí ajeno a lo científico, yo jamás di importancia alguna a las apreciaciones que bordearan lo empírico sumergiéndose en el mundo de lo posible y no demostrado, en especial, como era el caso, cuando lo digamos... “esotérico” hace su aparición. Así que traté de devolverle al apacible, aunque tedioso, universo de los hechos probados:

- ¿Faltaba algún objeto al cadáver?

- Parece ser que no llevaba un viejo reloj de bolsillo con cadena, todo ello de oro, y que el difunto siempre portaba consigo, algo tan característico e inseparable como para un tuerto su ojo de cristal.

- Ahí lo tienes -contesté- un móvil, existe motivo para un posible asesinato, ya tenemos un cierto camino andado.

- No sé... no me parece siquiera que haya sido asesinado, o al menos por un asesino digamos... convencional.

El frenazo del vehículo, al llegar a la vieja mansión de mi amigo, interrumpió bruscamente nuestra conversación.

Tras saludar a su esposa y descansar unos minutos, degustamos una exquisita cena y, después de un rato de amena aunque trivial conversación, marchamos a dormir. Muy temprano deberíamos estar listos para practicar la autopsia objeto de mi viaje.

Aún no había amanecido y ya nos hallábamos en el Instituto Forense de la Prefectura de Bayona. Todo estaba preparado, unos pocos minutos para embutirnos en las enormes batas verdes, y entramos en la sala donde ya aguardaban Paul y otro novel auxiliar.



Dimos principio a la intervención, que se prolongó acaso más de tres horas; los ayudantes quedaron allí cerrando y arreglando mínimamente el cuerpo, mientras Claude y yo salimos del lugar impregnados del ya familiar olor a formol y muerte -aromas que aunque a veces se confundan son bien distintos-.


Nos disponíamos a salir del Instituto, cuando, de improviso, una mujer morena de mediana edad aunque espléndida, se dirigió decidida hacia nosotros:

- ¿Dr. Lambey?

- ¿Sí? - repuso Claude.

- Mi nombre es Olivia, Olivia Clotís, de casada Hervé. Soy la viuda de Jean Hervé, mi marido y yo éramos grandes amigos del difunto; me gustaría conocer la causa de la muerte de Eric...- la mujer dejó escapar un casi imperceptible sollozo que tanto Claude como yo captamos - quiero decir de Ms. Lafoux - corrigió de inmediato.

- Mire madame -se impuso Lambey- aún no hemos redactado el informe, y en cualquier caso sólo estamos autorizados, cuando el juez así lo disponga, a facilitárselo a la familia cercana.

- Ms. Lafoux carecía de parientes, únicamente nos tenía a nosotros - insistió la dama.

- Lo siento madame...

No le permitió continuar, Olivia, con una ansiedad que nos sorprendió, y como si en ello la fuera la vida, comenzó a relatar la historia de su relación con Lafoux.

Parece ser que su amistad venía de bastante tiempo atrás; su marido conoció al difunto cuando ambos servían en un buque mercante que traficaba con las colonias francesas en África, en especial con Argelia. A tanto llego su intimidad con Hervé, que Eric fijó su domicilio en Bayona, trasladándose desde el norte donde vivía. Ella y él le consideraban un hermano.

Los dos amigos habían proseguido sus actividades mercantes, a veces surcando las mismas aguas, otras cada uno por su lado. Sea como fuere se veían a menudo y el afecto mutuo, lejos de enfriarse, habíase incrementado con el transcurso de los años.

- Comprenderán -finalizó Olivia- que me interese su suerte. Deben saber, que a partir de la muerte de mi marido Lafoux no volvió a ser el mismo, en las contadas ocasiones que coincidimos -dijo esto con mucho énfasis- le encontré desasosegado, nervioso, hasta diría que angustiado. Anteayer le vi por última vez, me confesó que debía cumplir una promesa, se lo debía a Jean.

- ¿Cuál era tal promesa? - preguntó Claude interesado.

- No sé si debo revelar ese pacto secreto que sólo ellos conocían...

- Puede que facilitara nuestra labor - la apremió Claude.



- Pues bien -convencida prosiguió Olivia- el juramento, casi de sangre teniendo en cuenta el vínculo fraternal que mantenían, pudiera parecer una locura, incluso algo macabro: hace unos meses se juraron que aquel que sobreviviera al otro debía acudir a su tumba y aguardar allí una señal que el difunto provocaría, ninguno tenía claro el procedimiento. De esta manera, así pensaban ellos, el que permaneciera en el mundo de los vivos podría confirmar la existencia de otra vida, o al menos -fuera lo que fuese- de algo en el más allá.


Lambey y yo nos miramos incrédulos reprimiendo, en atención a la viuda, sendas sonrisas que pugnaban por aflorar a nuestros, al menos eso pretendíamos, siempre circunspectos semblantes.

- Gracias Madame -se despidió Claude- insisto en que cualquier información acerca de este suceso habrá de interesarla del magistrado Ms. Muller.

Allí acabó la conversación, mi amigo y yo nos reunimos para, juntos, elaborar el informe que dirigido al magistrado firmaría Lambey…

“INFORME DE LA AUTOPSIA.-
Aspecto del cadáver.- El cuerpo es el de un hombre bien constituido, de entre 40 y 50 años. La putrefacción no ha empezado.
No se observa señal alguna de violencia. En el antebrazo izquierdo aparecen las marcas de una cicatriz, relativamente reciente (dos o tres meses), que pudieran corresponder a incisivos...
Apertura del cadáver.- Laringe y tráquea: normales.
Pulmones voluminosos, de coloración rosada y sembrados de esquimosis subpleurales muy finas; en su superficie no se observan vejigas enfisematosas...
Los bronquios están vacíos.
El corazón presenta una docena de esquimosis particulares.
El estómago: normal.
El hígado muy voluminoso y congestionado.

El bazo, riñones y demás vísceras abdominales tienen aspecto normal...

Conclusiones.- 1) El cadáver es de un varón entre 40 y 50 años. 2) Sin señales externas o internas de violencia. 3) Parece la muerte sobrevino por asfixia, no encontrándose el origen mediato que la pudo provocar. 4) Causa del fallecimiento: desconocida.”

Me despedí de Claude y puse rumbo a San Sebastián en el primer tren de la tarde.

Inmerso en la rutina diaria, los pocos meses que transcurrieron lograron hurtar de mi memoria aquel incidente. Por ello, cuando de nuevo recibí una misiva de mi amigo ni por un momento sospeché que lo que se me ofrecía era el desenlace a aquella historia y que Olivia Hervé, ahora de nuevo Clotís, nos iba a proporcionar la fantástica clave de unos insólitos sucesos.


Se me anunciaba el repentino fallecimiento de la mujer y, si bien Claude no me lo pedía, deduje de su escueto mensaje que acaso desearía mi presencia en el acto de la autopsia que debería tener lugar al día siguiente.

La curiosidad profesional, y un sexto sentido, me aconsejaron no perderme lo que pronto ocurriría; algo me decía que descubriríamos mucho más que el origen del fallecimiento de la mujer.

Bien entrada la madrugada partí, encontrándome a primera hora del nuevo día en la Morgue. Tanta prisa me di que llegué incluso antes que el propio Claude.

Un breve saludo y de inmediato nos recluimos en aquella sala. Pronto comprobamos que las circunstancias del caso aparecían, en todo, idénticas al de Lafoux; poco hubimos de reconocer o disecar, enseguida observamos que tampoco aquí descubriríamos indicios para determinar la causa de la muerte. Los efectos nos llevaban, desde luego, a concluir que estábamos ante otro ahogo súbito, sin origen aparente. Era algo así como cuando visitas un lugar en el que jamás estuviste y no obstante te resulta conocido. Aquí los síntomas te conducían a un trance de muerte por estrangulamiento, sin embargo, faltaba la respuesta a la pregunta decisiva: ¿Qué o quién la había provocado?

Decepcionados abandonamos la sala, como en la otra ocasión y muy a nuestro pesar no lográbamos, desde la lógica científica, alcanzar una satisfacción a aquel repetido enigma.

Fue entonces cuando topamos, casi chocamos físicamente, con el magistrado Muller.

Una breve presentación y...

- Doctor Lambey, le buscaba, debo mostrarle algo -urgió el juez- les ruego me acompañen los dos a mi despacho.

Apenas hubimos tomado asiento en los amplios sillones de cuero que, dispuestos en torno a una mesita, ocupaban una de las esquinas del imponente salón que servía de despacho al juez, éste intervino ante nuestra indisimulada curiosidad:

- Lo que quiero enseñarles fue encontrado esta misma mañana en la casa de Mdme. Clotís, durante un registro rutinario que ordené en busca de información sobre posibles parientes de aquélla. Tiene que ver con este caso y también con los de Lafoux y Hervé.

Sin más explicaciones, Muller extrajo de su bolsillo una cuartilla cuidadosamente doblada que, tras desplegarla con desesperante parsimonia, comenzó a leer en tono solemne:

Escribo estas líneas desde la seguridad que me otorga el saber que tal vez constituyan mi postrera comunicación con el mundo de los vivos, acaso sea mejor así.

Un sentimiento de cansancio y tristeza me invade. El miedo, el terror, quedaron atrás... justo cuando confirmé lo que presentía.

Hoy volveré al lugar donde reposan -¿definitivamente?- los únicos hombres que han existido en mi vida. Creo será mi última andadura.

Jean ha vuelto para desquitarse y soy yo el exclusivo objeto de su venganza, ahora que se llevó a Eric. En realidad él no tuvo la culpa, fue el destino: hubo de retornar a puerto antes de lo previsto y nos sorprendió. La disputa y lo demás no importa, se trató de un accidente -rodó por la escalera, como concluyó la investigación- y Jean se encontró con la peor parte, igual pudo ocurrir con Eric.

A partir de ese momento mi querido Lafoux no consiguió hallar el sosiego, algo le empujaba a cumplir su promesa. Por ello, cuando apareció inerte sobre la tumba, no me hizo falta que nadie lo confirmara: era Jean, se valió del trato que acordaron como arma para su cruel venganza.

Ahora se cerrará el círculo, el pacto que debimos sellar en vida, y para el que no tuve valor, hemos de completarlo en el más allá. No me importa, seguro siempre será mejor alternativa a ésta que ahora sufro... ¡qué Dios me perdone! Olivia Lafoux.

Claude y yo intercambiamos una mirada de asombro, eso fue antes de que Muller sentenciara que entendía el mensaje como una confesión en regla que aclaraba de manera concluyente el fallecimiento de Hervé -aunque no el de Lafoux-. En cualquier caso la investigación continuaría.

Pasaron algunos meses, mentiría si dijera que había olvidado aquellos sucesos. Hasta que una mañana recibí un telegrama de Claude...

“Exhumado cadáver Hervé -stop- extraordinariamente conservado -stop- ausencia nuevos indicios -stop- sólo una evidencia -stop- entre sus manos sostenía viejo reloj de Lafoux -stop- inexplicable como pudo llegar hasta allí -stop- rostro dibujábase lo que pretendía ser macabra sonrisa.”





El odio es un borracho en el fondo de una taberna,
que constantemente renueva su sed en la bebida.”
(Charles Baudelaire)

domingo, 11 de agosto de 2013

EL RECOLECTOR DE SUEÑOS (fábula para cuando no quede nada)





El recolector de sueños
Rodrigo D'Ávila







Esta la historia de un viejo -sí viejo, ilustre palabra- que pasaba su tiempo, el poco que le quedaba, mirando al mar. Su larga y plena vida de trabajo, triunfos y penalidades le había enseñado el más precioso secreto de la existencia, de su existencia: la suprema ocupación del ser humano no era otra que eso, contemplar el mar, mirar hacia el océano, empaparse de su azul, esmeralda, gris... hasta que sus pupilas lograran adquirir asimismo esas mil tonalidades de luz.

Debo decir, más tarde lo supe, que ello era mal visto y hasta criticado por los que le rodeaban, quiénes le tildaban de vago, ocioso e incluso, con ese torpe atrevimiento hijo de la ignorancia, nada menos que de loco.

Aunque su nombre no sea relevante para esta historia, diré que se llamaba Max, al menos por ese apelativo todos le conocíamos. Desconozco si se trataba de un apócope de Maximiliano, Máximo o ese era su auténtico nombre, puesto que tampoco estoy en condiciones de asegurar que hubiera nacido aquí o viniera de lejos; ningún acento conservaba, nada que indujera a pensar en su origen anglosajón, teutón o francés, aunque siempre sospeché, no me pregunten la razón, que su cuna podría estar mucho más allá, al otro lado del océano.

Fuera su procedencia la que fuese, lo cierto era que llevaba muchos años aquí. Yo le recordaba desde mis primeras vacaciones en el pueblo costero donde veraneábamos entonces, si bien no comencé a tratarle hasta el año siguiente.

Para mejor comprensión de la historia, he de decir que Max había logrado que las autoridades del mar le vendieran, cedieran o arrendaran un antiguo faro en desuso que él había reparado y convertido en su casa. Puede que tan sólo le permitieran vivir allí para que no se perdiera aquel fascinante artilugio, que en el fondo, y además por supuesto de su reconocida utilidad para la seguridad del tráfico marítimo, representaba una especie de monumento a la solidaridad entre las gentes del mar.

Ni que decir tiene que recuerdo cuando y de que manera le conocí. Mi memoria se detiene ahora en las atiborradas nubes grises que aquella mañana dominaban la costa y todo el pueblo. Sin otra compañía que la ya por entonces mi fiel amiga: la soledad, había salido a dar un paseo por la playa adentrándome hasta el extremo de la bahía. Allí, muy cerca del viejo faro, sentado entre las rocas del espigón, con una caña en las manos y mirando hacia el infinito mar oscuro, como la negra morada del rey Neptuno -así acostumbraba él a definir aquella tonalidad- estaba Max.

En silencio tomé asiento a su lado y me dispuse a observarle. Él no abría la boca, yo tampoco. Una de las reglas no escritas entre los pescadores -igual que entre jugadores de mus- es no importunar, así lo había aprendido en mis primeros contactos con el mar.

Al cabo de un rato volvió la cabeza, me miró a los ojos y, mientras dibujaba en su rostro una media sonrisa entre dulce y socarrona, me espetó:

- ¿Qué, no preguntas si pican?

- Ya veo que no, y además no quería que mi presencia le distrajera- respondí con la habitual timidez de la que por entonces no lograba desprenderme.

- Pareces un chico prudente. ¿Quieres probar?- siguió al tiempo que me ofrecía la interminable caña.

Así comenzó a ilustrarme en la complicada técnica que es la pesca a la orilla del mar, también en la de altura, y de sus increíbles aventuras: como cuando -en su juventud- capturó una sirena, a la que permaneció unido durante tiempo, ahora no me explico de que manera; o de su especial relación con Poseidón.

Aquél fue -y perdonen el plagio- el comienzo de una gran amistad. Durante el resto de las vacaciones proseguí con mis visitas a Max. Al principio nos veíamos en el espigón, con el tiempo conocí el magnífico faro, su casa. Me explicó su manejo, y es que muchas noches aún lo hacía funcionar desplegando su potente haz de luz blanca hacia el horizonte, también me contó como los barcos desde la lejanía saludaban a faro y farero según pasaban al socaire de la costa. Por las tardes, a la hora de la siesta, me llegaba hasta la torre; allí, con la sola compañía de la mar plácida, jugábamos interminables partidas de ajedrez.


Conocido el protagonista principal, vamos con la fantástica historia de la que muy a mi pesar fui testigo...

Una mañana los periódicos y las radios abrieron con una única noticia: “Un desconocido roba los sueños de la gente”, “Un mundo sin sueños”“Soñar ya no es posible”... Estos y otros titulares parecidos encabezaban y hasta colmaban el papel y las ondas.

Alguien poderoso pretendía dominar el mundo mediante la implantación de una dictadura, un régimen en el que la imaginación, los anhelos más profundos de la gente desaparecieran, él los había robado. No sé conocía como, lo cierto es que consiguió arrebatar los sueños de todo el mundo, o lo que era lo mismo, su íntima razón para continuar en esta vida.

Las consecuencias se conocieron de inmediato: el índice de suicidios en el mundo se multiplicó. Los noticiarios daban cuenta de que cientos de miles de personas ponían fin a sus vidas cada hora. Y aquellos que no adoptaban la decisión fatal, fallecían de pena, de desesperanza, aunque en el certificado de defunción constase como última enfermedad otras mucho más prosaicas.

Primero fueron los ancianos, luego siguieron adultos, jóvenes, adolescentes y hasta niños de cualquier sexo y condición. Era cuestión de tiempo que el planeta tierra se despoblara en su práctica totalidad, y eso era lo que pretendía aquel cruel coleccionista de sueños: cuando no quedara nadie sobre la faz de la tierra, él -a quien nadie conocía- y sus adeptos, a los que mantenía controlados permitiendo disfrutaran de sus sueños y sólo mientras le obedecieran, dominarían este planeta, o lo que quedara de él.

Por supuesto, yo también resulté contaminado. A cada minuto me planteaba si merecía la pena continuar en este mundo, todo se me hacía gris, sin sentido. Apenas lo único que me reconfortaba, no eran mi madre y hermanas, tan enfermas como yo mismo, sino mi especial relación con Max.

Así que, como cada día fui a su encuentro. Allí estaba, en lo más alto del faro. No pude por menos de sorprenderme, le vi como siempre: alegre, ilusionado y con unas irrefrenables ganas de vivir.

Nada más verle puse todo mi empeño en ponerle al corriente de lo que sucedía, del macabro plan para exterminar a la humanidad, el dictador había puesto en marcha el reloj del fin del mundo y éste se extinguiría por su propia mano.

Max sonrió.

- Pues yo sigo como siempre. Esta mañana surqué las aguas del proceloso mar de la China, entre juncos y fragatas, inmerso en el fragor de la batalla en la segunda guerra del opio.

- Sigues con tus sueños. ¡No han logrado despojarte de ellos! - respondí-

- Pues claro, chico. Durante la pasada noche he peleado en la bahía de Veracruz a bordo de un galeón. Nos acorralaban carracas, carabelas, saicas y picazas. Ni aún así lograron hacerse con nuestra nave - eufórico terminó.

Mientras tanto, los días seguían cayendo, al igual que hombres, mujeres y niños en cualquier lugar del mundo. Yo a duras penas resistía, encontraba en Max mi único consuelo.

Los medios de comunicación libres, cada vez menos pues el dictador poco a poco lograba hacerse con la información, contaban que el maligno se proponía almacenar todos los sueños, anhelos y esperanzas de la gente en varios ingenios nucleares para hacerlos estallar en el espacio mediante satélites dirigidos. Ello provocaría la destrucción definitiva de la especie humana y la dominación absoluta del planeta por el usurpador, del que por cierto conocían ya el nombre: un millonario llamado Rupert Cobbler.

Recuerdo el último día que compartí con Max. Salimos a pescar en su barca. Yo apenas abrí la boca durante la travesía, no me sentía con fuerzas para seguir y dudaba si sería capaz de superar la próxima noche. Fue en ese momento, cuando gritó: - ¡Allí! – mientras señalaba a poniente. Miré y vi un enorme pájaro de acero, un bombardero, de su cola salía una columna de blanco humo y a intervalos también fuego. El aparato había perdido el control y se precipitaba hacia el agua. De repente, observamos como del fuselaje se desprendían varios objetos colgados de un enorme paracaídas que caían al mar. Enseguida la nave hizo lo propio estrellándose al tiempo que levantaba una formidable columna de agua y espuma.

- ¡Vamos! Debemos recuperar esos objetos - ordenó Max.

- Llegamos al lugar, varios objetos cilíndricos -acaso bombas- flotaban con la ayuda de la gran seda naranja.

- ¿Y si fueran...? - relaté a Max las últimas noticias sobre el probable destino de los sueños de la gente. No respondió, cogió varias herramientas de la barca al tiempo que pedía mi ayuda.

Allí permanecimos hasta bien entrada la tarde en que varios navíos de la armada completaron nuestra tarea.

No volví a ver a Max.

Estuve cierto tiempo en un Centro de Internamiento, cuarentena me dijeron. Lo cierto es que repetí mil veces nuestra historia a la inteligencia militar.

Max murió al cabo de pocos meses. Pasó mucho tiempo antes de que recibiera su carta. Aquel avión, como sospechaba, portaba las célebres bombas con su precioso contenido. Gracias a sus conocimientos de física nuclear, matemáticas y aeronáutica logró liberar a tiempo los sueños de la humanidad, éstos volaron hasta sus respectivos dueños, que recuperaron la alegría de vivir y la tierra, al menos, logró un aplazamiento de condena en su inexorable destino.

En secreto fue condecorado, aquí en mis manos tengo las medallas que le concedieron, me las envió con su carta. A duras penas, las lágrimas inundan mis ojos, consigo leer las últimas recomendaciones de mi viejo amigo:

“...Y sobre todo, nunca olvides que mirando al mar el ser humano se reencuentra con sus orígenes, en él se halla la respuesta a todos nuestros interrogantes, jamás dejes de contemplarlo. Hasta siempre. Max.

sábado, 4 de febrero de 2012

ESCRITO EN EL TIEMPO (un mito siempre actual)

Escrito en el tiempo

Rodrigo D'Ávila





Había embarcado en Barcelona, solo; esto no resultaba novedad, lo vivido hasta entonces, mi biografía muy bien podía compendiarse en una suma de soledades, acaso me autoengañaba justificando aquéllas como consentidas y aún deseadas; sin embargo, demasiado convencido estaba de que no era así. Pero no es de ello sobre lo que versa esta historia, aunque ahora, con la perspectiva que proporciona el tiempo, no me cabe duda de que en los sucesos acaecidos, origen de mi angustia, mucho tuvo que ver esta situación no por familiar menos amarga.
 
Huía no sabría decir en concreto de que, si del rutinario trabajo en el banco, de mis aburridos y envidiosos compañeros, de las tertulias monotemáticas de fútbol, puede que de las llamadas de mi hermana o de los insoportables gritos de mis sobrinos durante sus calculadas y periódicas visitas como mensajeros de sus padres. Mis futuros herederos que, influidos por la codicia de sus progenitores procuraban con esmero no olvidara, en mi tránsito al otro mundo, lo fundamental: situar mis bienes en el lugar adecuado, su -el suyo- sitio preciso. Mi fortuna, sin resultar exagerada, bien podría conceptuarse como respetable; era el fruto no tanto de un exceso de codicia con buenos resultados, como de un gasto módico, del consumo imprescindible. Ahora, tarde como siempre, comprendo lo tonto y miserable que he sido.

Escapaba de todas y cada una de estas circunstancias, ninguna se me aparecía por si sola decisiva, todas en conjunto me animaban a preguntarme el por qué no habría completado antes la definitiva evasión. Ensimismado como estaba en el pobre devenir de los días y los años, había olvidado lo fundamental: vivir. Cuánto hacía que no contemplaba una puesta de sol, un amanecer -a pesar de los muchos por los que transité sin enterarme-, la sonrisa inocente de un niño, el sutil fulgor de una estrella fugaz sobre el mar sereno, o en fin, el rumor de un riachuelo de montaña cuando el deshielo irrumpe al compás de los adelantados rayos de sol en primavera.

No esperé más, pedí un permiso indefinido, acudí a una agencia de viajes y contraté el mejor crucero por el mediterráneo de entre los que me ofrecieron: una singladura en el “Estrella del Mar” recorriendo varios lugares costeros con todo el lujo imaginable, al menos así me lo parecía, tampoco tenía elementos de juicio para comparar. Se trataba de la primera oportunidad en que escapaba del rutinario guión en que se había convertido -yo convertí- mi vida. ¿Para qué tantos años de trabajo? Presentía cerca el comienzo del fin y el balance, la mirada objetiva hacia atrás resultaba desoladora. No debía culpar a nadie de ello, tampoco lo pretendía, me limité a soltar amarras en lo que me quedaba de vida, al tiempo que el magnífico buque hacía lo propio.

Las primeras jornadas de navegación transcurrieron con normalidad, la calma presidía el viaje, hice uso de todos los servicios extras que se me brindaban, fuera cual fuese su precio, total para una vez que hacía un exceso. ¿Lo ves? -me decía a modo de reproche- ni siquiera en estos momentos olvidas el importe de las cosas, muchas de ellas no son cuantificables. ¿Qué coste puede tener la brisa que ahora mismo acaricia tu cara...?

Recorría el barco de proa a popa disfrutando como jamás lo había hecho, me codeaba con una gente a la que nunca habría sospechado conocer, todo era nuevo y fascinante para mí. Desde una hamaca contemplaba el horizonte, durante las claras noche de luna llena embelesado oteaba las estrellas, ya conocía su situación, identificaba muchas de ellas, en alguna ocasión amanecí sentado en cubierta. Todo resultaba perfecto, sin embargo...

Ayer de anochecida me acerqué al casino, aquella no resultaba una experiencia desconocida, ya había traspasado en alguna ocasión el umbral de esos templos del juego que tan de moda estuvieron en los años de entreguerras. Siempre me sentí subyugado por ese ambiente a caballo entre el vicio y la curiosidad: murmullos, buen servicio, gente bien vestida, gestos nerviosos y acaso también displicentes; algún grito femenino, luz tenue general que se convertía en torrente sobre las mesas de juego. Un mundo de lujo del que también, ahora, era partícipe.

Decidí probar fortuna durante un rato, elegí la ruleta, cambié diez mil y comencé. En un principio no se dio ni bien ni mal, al cabo de un rato perdía dos mil, sin embargo a medida que pasaba el tiempo me iba encontrando más a gusto, se trataba de una sensación difícil de definir, una excitación placentera al observar como se posaba la bolita en la cuadricula acogedora, sólo si resultaba el número al que jugabas, o maldita, si esquiva, como la mayoría de las veces ocurría, en una postrer pirueta se zafaba de la casilla deseada.

Al cabo de un rato me retiré a la cafetería, el ambigú que decíamos en los cines de mi barrio. Pretendía tan sólo observar a los demás. Pedí una copa de cualquier cosa y me arrellané en el taburete acodado en la barra, de espaldas al barman que intentó, sin yo permitírselo, iniciar una aburrida conversación. A partir de ese momento todo se vuelve confuso, rodeado de una gris nebulosa, tal que si de un sueño se tratara. Ahora, mientras escribo estas líneas debatiéndome por encontrar una explicación, sé muy bien que fue una pesadilla lo que me ha conducido al estado en que me encuentro, una atroz alucinación de la que fatalmente no despertaré jamás, sospecho que ni en esta ni, y ello es lo que resulta aterrador, en la otra vida.

A mi lado, con aire distraído, se hallaba un individuo anodino, ni joven ni viejo, de edad indeterminada, aunque mechas en tonos grises y blancos aclaraban sus sienes y un ridículo bigotito completaba un rostro indefinido. Su vestir se podría considerar elegante aunque pasado de moda: un esmoquin negro impoluto coronado por una extraña flor blanca, desconocida para mí, que asomaba en la solapa.

Me dirigió la palabra iniciando una conversación intranscendente, a duras penas podía ocultar mi desgana a proseguir aquel trivial diálogo -viajes, el tiempo, el mar...- La charla derivó, sin que pudiera evitarlo, hacia mi situación personal. Más tarde he repasado ese momento, ahí debí cortar el contacto con aquel sujeto, cómo no me di cuenta que yo le relataba gran parte de lo que había sido mi existencia, por contra de él no conocía siquiera su nombre. Lo curioso, y esto también lo advertí tarde, demasiado tarde, era que daba la sensación de saberlo todo sobre mí.

De esta manera, suavemente, como si así debiera suceder por el natural discurrir de la plática, llegamos a hablar del juego en general y en particular de mi afición, esporádica aunque intensa, por el verde tapete. En un determinado momento -ahora sé que el preciso- y como en broma, me preguntó que daría por ganar habitualmente a cualquier juego que intentara, hacerme rico con el azar y jamás volver a preocuparme de trabajo alguno para ganarme la vida. Continuando lo que yo creía juego contesté que ofrecería todo. Con una frialdad que aún me sobrecoge me inquirió de nuevo: ¿También el alma? ¿Su alma? Quedé confundido, turbado; el poco alcohol que había bebido, suficiente sin embargo para quien como yo no estaba acostumbrado, me hizo responder con un imprudente: ¿Quizá? -me insistió- ¿Eso es un sí? Bueno -respondí alegremente- podría ser un negocio. Exacto -continuó- un excelente trato, algo tan etéreo e inútil como el alma a cambio de lo tangible, la riqueza y todo lo que ella trae consigo: mujeres, poder, respeto, prestigio... Yo, que hacía tiempo estaba apartado de esas cosas, no le di excesiva importancia al asunto. ¡Qué equivocado estaba!

El diálogo derivó hacia otros asuntos. Pocos momentos después nos separamos, a modo de despedida me dijo: no olvide nuestro negocio. Entonces no le entendí...

Volví a la mesa de juego, miré el reloj, aún podía disfrutar un rato del rodar del marfil por entre las cuadrículas y escuchar las voces impersonales del croupier; de paso saborearía otro whisky con hielo y pasaría revista a las bellezas que, jubilosas, se arremolinaban alrededor de las partidas.

Si no fuera por las fatales consecuencias que me ha originado, yo diría que lo que vino a continuación goza de todos los ingredientes de esas comedías americanas que tanto he disfrutado estos últimos años. Me dispuse a jugar, sin miedo, como si el ganar o perder fuera lo que menos importara. Aposté mil al “29”, la bolita rebotó entre los perfiles de esa sima rojinegra que refulgente se me aparecía y acabó por posarse en: ¡el “29” negro, impar y pasa! Corroboró el croupier. No estaba mal, treinta y seis mil de una vez. Retiré las ganancias, mantuve la apuesta, y aquel garbanzo blanco, como si no existiera otro número en la rueda volvió a pararse en el “29”. Animado por mi repentina fortuna deposité cinco fichas de mil en el “5”, mi dígito favorito. Nuevas vueltas y, ¡oh sorpresa!: el cinco. Ganaba más de doscientas mil y seguía convencido de que estaba en racha.

Desde entonces hasta que cerraron, ocho de cada diez tiradas resultaron plenos. El veintinueve varias veces, el cinco otras tantas, hasta el trece fueron instrumento de mi increíble fortuna. Bastaba que depositara mi apuesta en un número, para que una multitud de manos anónimas me siguieran como si de un moderno flautista de Hámelin se tratase. Transcurrió el tiempo, ebrio de euforia como estaba aquél pasó en un suspiro. Llegó la hora de cierre y disponía de casi diez millones y aún, estúpido de mí, me maravillaba de mi buena suerte.

Dejé el botín en la caja fuerte y encaminé mis pasos hacia el camarote, me encontraba alegre y seguro de mi mismo, jamás antes experimente algo parecido. Me admiraba a mi mismo como un guapo triunfador a quien sonreía la fortuna y acosaban las mujeres. Además de la tragedia, qué ridículo he hecho.

Introduje la llave en la puerta y al tiempo sentí como una mano se posaba sobre mi hombro. ¡Enhorabuena! -se trataba del hombrecillo del bar-. Tenemos algo pendiente -casi amenazante me dijo-. ¿Perdón? -respondí, todavía nervioso-. Los pactos deben formalizarse, así nunca se olvidarán -me exigió, mientras del bolsillo interior del esmoquin extraía una especie de pergamino ajado y mugriento que me ofreció junto con su pluma-.

Comencé a leer aprovechando la tenue luz que colgaba encima de la puerta del camarote. Sólo acerté a examinar el final, un sentimiento entre el temor y la extrañeza me embargó: “...en consecuencia, por el presente entrega su alma, en este acto y para la eternidad a...

Realmente tenía la apariencia de un contrato en regla. Lo solté como si quemara al tiempo que me encaraba con el sujeto y rechazaba de plano tal pacto mientras sonreía tratando de aparentar seguía la patética broma y aguardaba, de un momento a otro, su carcajada cómplice.

BELLE Y C., que así se identificaba aquel hombre en el documento, sin perder la sonrisa me recordó la conversación que horas antes mantuvimos. Afirmaba que él había dado inicio al cumplimiento del convenio y lo justo era que yo correspondiera formalizando ahora y cumpliendo más tarde, en su momento, mi compromiso.

Aquello me confirmó que aquel individuo hablaba completamente en serio. Me negué en redondo a firmar cualquier documento y cortésmente le indiqué mi propósito de retirarme a descansar. Para mis adentros pensé que me había surgido un grave problema, entonces no acertaba a determinar su alcance, simplemente pensaba en la locura que aquejaba al grotesco personaje.

Traspasaba el umbral de la puerta cuando pronunció aquellas que parecían proféticas palabras: “mientras no firmes el acuerdo y estés dispuesto a cumplirlo permaneceré a tu lado por el resto de tus días exigiendo la ejecución. No descansarás, ni sosegaré yo hasta que me satisfagas. Continuarás acumulando fortuna, sin embargo serás el hombre más infeliz de la tierra, sufrirás tanto como jamás nadie lo ha hecho, y para ello disfrutarás de larga vida...”

Conmocionado por lo que acababa de escuchar cerré la puerta y me tumbé en la litera. ¿Había topado con un loco? Aún así, ¿Qué ganaba con aquella estupidez de pretender mi alma? ¿Se trataba de una broma? Si era eso, ya se había prolongado bastante, no tenía objeto seguir con ella. ¿Y si, realmente...? Lo descarté de inmediato, a mediados del siglo veinte estas cosas se encuentran fuera de su tiempo, están pasadas de moda, qué digo, pertenecen al mundo del pensamiento, a la literatura clásica y allí deben permanecer... Poco a poco el sueño me fue venciendo.

Una ligera modorra se apoderó de mí, me debatía entre la vigilia y el sopor. Conservo en el recuerdo el tormento de unas horribles pesadillas. De pronto desperté, me encontraba rodeado por mis propios vómitos, el camarote desprendía un nauseabundo olor. La cabeza me dolía hasta estallar y un intenso picor en el cuero cabelludo se me antojaba insoportable.

Sumergí mi cabeza en el agua fría, allí intenté encontrar consuelo. Miré al espejo, lo que éste reflejó me aterrorizó: mi testa aparecía moteada, sitiada por unas llagas purulentas, la piel enrojecida resaltaba mi incipiente calvicie. El picor, que se convertía en desesperante por momentos, junto con un dolor jaquecoso me hizo perder el conocimiento.

La sirena del barco me devolvió a la terrible realidad, intenté salir a pedir ayuda, inútil, afuera estaba él con su estúpida sonrisa, en cualquier caso ya sabía entonces que nadie estaba en condiciones de auxiliarme; lo que había profetizado aquel inhumano ser comenzaba a devenir en cruda e inexorable certeza. Volví a encerrarme en aquel cuarto que para mí se había transformado en cárcel infernal.

Poco a poco los picores y el dolor fueron atenuándose, me calé una gorra que hasta me hacía parecer cómico. Temeroso abrí la puerta, nadie aguardaba fuera, caminé unos metros hacia la enfermería, entonces se reanudaron las violentas arcadas que me desgarraban desde dentro, como si algo o alguien mordiera con saña en lo más profundo. Me apoyé en la barandilla de cubierta, asido a ella logré no rodar, seguía intentando provocar el vómito por si de esta manera me aliviaba. Con el rostro frente al agua abrí los ojos, abajo, entre remolinos de espuma estaba él, vi reflejada su figura, una mueca por sonrisa se dibujaba en su faz inexpresiva esculpida por el dolor de siglos. Horrorizado corrí sin rumbo, hasta que de nuevo perdí el conocimiento.

En estos momentos, mientras a duras penas escribo este legado para el futuro que pretende al menos dar cuenta -que no explicar- lo acaecido, pues dudo mucho exista alguna explicación más allá de mi torpeza, mezquindad y codicia, por si a alguien pudiera ser útil, pienso en lo que ha constituido mi vida, repaso estos últimos días y, por supuesto, la noche pasada.

Es curioso, lo que aparentaba una broma maldita se ha transformado en la más atroz de las pesadillas. Un sueño perverso que supera todo, sospecho que incluso, hasta la muerte.

Me asalta una gran duda: he pretendido disfrazar lo sucedido justificándolo en que se trataba de una chanza, un juego entre un infeliz como yo, sorprendido en su buena fe, y un raro sujeto con aficiones también extrañas. Sin embargo, creo no era ese el panorama, algo corroe mi alma, descubro que yo era plenamente consciente del juego al que, irresponsable de mí, jugaba. En mi interior bien sabía lo que ponía en riesgo, y así lo acepté, ya fuera por romper con mi anodina existencia, por eludir de un plumazo mi hábito diario o por despegarme de esa ciénaga cotidiana en la que me encontraba atrapado. Esta es mi aflicción, mi amarga e intensa tortura, lo demás, el dolor físico, ese tan sólo representa una relativa incomodidad, como al moribundo no le preocupa el largo de su cabello o si aparece bien rasurado.

No tengo miedo a morir, representará una redención, volaré hacia el horizonte flanqueado por las gaviotas, en libertad para encontrarme con mi destino. El drama de la existencia no debe ser la muerte, la auténtica tragedia, la verdadera desdicha estriba en no haber vivido, y yo puedo decir que ni siquiera sobreviví durante la etapa en que deambule por este mundo. Confío en que el que está por llegar me gratifique.
Aquí a mi lado dispongo de una cadena, gruesos eslabones que terminan en un artilugio también de hierro, pesa lo suficiente, para mí será suficiente, a mi me servirá.

Sólo un momento, apenas un salto y cesará mi padecer, no volveré a ver esa horrible silueta sonriente, le habré vencido. Debo caminar unos pasos hasta la borda, un pequeño esfuerzo y me libraré de él. El pacto no se ha consumado, el muy iluso creía poder derrotarme a través del dolor, el ser humano puede decidir su muerte, aunque tan sólo sea eso. Yo detento la última palabra, conservo la facultad primera del ser humano: el libre albedrío, él no lo podrá comprender nunca, no es mortal. Sé que nadie me recordará, siempre he perseguido algo, jamás supe muy bien el qué y termino ahora, a miles de kilómetros del lugar donde nací inmerso en la soledad más absoluta, como siempre he querido o me han obligado a vivir y con una gran pregunta que me inflama desde lo más profundo, pero todo está bien.

Si lo que me acongoja es un sueño, despertaré. Si por ventura, mala ventura, no lo fuera, dormiré para siempre...

Lo que se ha transcrito es copia del manuscrito encontrado hace muchos años en el camarote de un presunto suicida desaparecido, su cadáver jamás se recuperó. Todos los indicios apuntan a que cayó, o mejor se lanzó al mar, en algún lugar de las islas griegas, durante la travesía del trasatlántico “Estrella del Mar” en un crucero por el mediterráneo. En ese viaje yo, responsable último de que haya visto la luz este documento, ejercía de médico a bordo y conocí en persona al desaparecido.

Este texto constituiría poco más que la fantasía de un loco, si no fuera por el hecho de que acabo de reconocer en la calle a aquel sujeto que traté entonces. Se conservaba igual, los años no habían pasado por él. Iba acompañado por un individuo anodino, ni joven ni viejo, de edad indeterminada, aunque mechas en tonos grises y blancos aclaraban sus sienes y un ridículo bigotito completaba un rostro indefinido...

jueves, 2 de febrero de 2012

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LXI) "Un tipo genial"




UN TIPO GENIAL
Rodrigo D’Ávila





Cuando te propones escribir sobre algún acontecimiento que te marcó, en especial si de lo que se trata es de describir a personas que has conocido, necesitas apoyarte en la distancia. Este axioma, que siempre he seguido, se convierte en indispensable cuando el sujeto al que deseas acercarte mediante la escritura ha estado muy cercano a ti; entonces ese trecho debe multiplicarse de manera exponencial a la proximidad que hayas mantenido con esa figura. Sin embargo, como no es posible lograr distancia física, por mucho que el protagonista nos haya abandonado, ¿de qué manera te enfrentas al desafío? Considero que no existe otra que la lejanía en el tiempo. La espera paciente a que transcurran los años y el vacío se transforme en serenidad, el recuerdo en ponderación y la ausencia en sosegada ecuanimidad.

La persona, magnífico ser humano -vaya eso de primeras y sin ambages por delante- al que con mínimas pinceladas pretendo retratar, hace varios años que nos dejó. Creo llegado el momento por tanto para, desde la humildad de un puñado de líneas, rendir homenaje a su trayectoria vital durante los casi ochenta años en que disfrutamos de su compañía, que tanto bien nos hizo en todos los sentidos.


“Cuando nací, mi padre era un ser que a veces aparecía para aplaudir mis últimos logros…”

Si pudiera dibujarle con la magia de las palabras en apenas dos o tres, me quedaría con éstas: “era un hombre bueno”, nada más y nada menos. Pese a lo devaluado de esta expresión, no encuentro calificativo que mejor pudiera definirle. En efecto, desde ese trampolín -su hombría de bien-, construyó su vida, pues todas sus demás facultades y virtudes, que eran muchas, las puso al servicio de ese objetivo principal: hacer el bien, pasar por esta vida ayudando a la gente. No obstante, este propósito primero no aparecía como tal, nunca se lo puso como meta, todo lo contrario, actuaba de manera instintiva muy lejos de ser premeditada; apenas le costaba esfuerzo, o eso aparentaba, le salía natural pues su actitud la llevaba instalada en él, era intrínseca a su personalidad.

Todo lo demás que pudiera atribuírsele (profundo compromiso cristiano, inteligencia, preparación profesional, caridad, don de gentes, simpatía, humildad, memoria, sentido del humor…) adquiría el carácter de subsidiario a lo principal, o mejor, lo ponía a su servicio. Las capacidades y habilidades se convertirían así en instrumentos que coadyuvaban al natural y espontáneo propósito primero: la generosidad para con los que le rodeaban.

“…Cuando me iba haciendo mayor, era una figura que me enseñaba la diferencia entre el mal y el bien…”

Nació, a medias por casualidad y por el trabajo de sus padres -maestros-, en un pueblecito de la Moraña cercano a la capital, en donde dejó una parte de su corazón, pese a que la práctica totalidad de su vida transcurrió en Ávila. Sólo las interrupciones de los cinco años de carrera en Salamanca y el puñado de meses en las Milicias Universitarias (Monte la Reina y Vitoria), representan un paréntesis en su dilatado recorrido al pie de las murallas.

No quiero detenerme en exceso en su faceta laboral. Siempre fue un profesional de prestigio, tanto en su vertiente pública como privada. Apenas decir que todos los asuntos en que trabajaba los vivía como suyos, y ello le costaba no pocos momentos de preocupación que siempre excedían a su jornada diaria. Vamos, que no le era sencillo desconectar, eso también iba con su carácter.

Dotado de una memoria prodigiosa para lugares, fechas y sucedidos -de la que también se sirvió en su vida profesional-, gustaba hacer gala de ella para solaz de amigos y conocidos. Si bien, entusiasmado durante sus exhibiciones no se percataba de que a veces resulta más conveniente el célebre “tupido velo”. Y si no, escuchen una nimia conversación que con un matrimonio conocido pudo mantener por aquel entonces:

- Hola, ¿cómo estáis?- pregunta nuestro protagonista a modo de saludo, para de inmediato continuar:

- ¡Felicidades!

- ¿Por qué? – pregunta a su vez el marido.

- Hoy hace treinta años que os casasteis.

- Pues este fantoche, ni siquiera se ha acordado, desde esta mañana le estoy esperando - termina la señora con un enfado considerable.

Era un verdadero erudito en historia de España contemporánea (periodo prerrepublicano, II República, Guerra Civil y posguerra). Poseía una gran biblioteca en la que esta época tenía una extraordinaria representación, además de todo lo aquí publicado, se había agenciado ediciones del extranjero que resultaba imposible conseguir en nuestro país, entre otras razones porque estaban prohibidísimas.

Tenía otras aficiones, como la música clásica, zarzuela y también comedia musical, que cultivaba en los pocos ratos libres de que disponía.

“…Durante mi adolescencia era la autoridad que ponía límites a mis deseos…”

Se fue hace tiempo, a las puertas de un otoño que aquel año fue más gris y decadente. Sin hacer ruido, dejando una huella indeleble en todos los que tuvimos la suerte de conocerle. Su conducta siempre, para con todos, representaba algo así como el protagonismo que desempeñan esos elementos de la reacción química, catalizadores creo se llaman, que pareciera no intervinieran en el proceso, y no obstante éste no sería lo mismo sin ellos estar presentes. Para con sus hijos y personas cercanas, igual que la red de los acróbatas, su presencia no coartaba su autonomía, su libertad -ese valor tan idolatrado ahora-, sin embargo de continuo estaba ahí, para redimir de cualquier perjuicio que pudiera devenir en irreparable. Ya nos abandonó. Jamás pensé que el hueco abierto entonces resultara tan difícil de colmar. A decir verdad nunca he logrado llenarlo. El inmenso dolor del principio, poco a poco ha trocado en melancolía, en dulce añoranza que me asalta a menudo y me niego a rechazar, todo lo contrario, igual que ahora mientras escribo, siempre disfruto de su recuerdo, bueno… en realidad cuando evoco su figura lo que sucede no es que retorne a mi memoria, es que en verdad gozo con su presencia.

“…Cuando fui adulto, se convirtió en el mejor consejero y amigo que tuve.”

lunes, 20 de junio de 2011

LA FIGURA DE LA SEMANA (un relato imaginario -de imaginación y de imagen-)



La Figura de la semana




¿Somos como realmente nos vemos a nosotros mismos cuando observamos ese extraño cuya figura, cruda y a veces insolente, devuelve el espejo en cualquier destemplada mañana de invierno? O por el contrario, ¿quiénes en realidad somos, la imagen que nos representa es aquélla que de cada uno tienen, acaso por habérnosla hurtado, los demás, la gente que nos rodea?

¿Es esa efigie única e inalterable? O quizá presentamos una diferente según el antagonista que, frente a nosotros, en cada coyuntura se opone. ¿Somos capaces de manipular nuestra imagen y lograr, cual trileros del día a día, trasladar a nuestro interlocutor una personalidad distinta según quien tengamos enfrente?

Por el contrario: ¿Nuestra personalidad se afirma -tan sólo- porque así lo desean aquellos que nos conocen, y de la guisa en que a ellos les place?


¿Es posible transformar nuestra íntima apariencia, en distintas según convenga, frente a todos y todo el tiempo? Y si es así, ¿llegado un momento no dudaremos de nuestro yo más esencial y perderemos nuestro auténtico -digamos- alma?

¿Existimos en fin, en tanto en cuanto permanecemos en la memoria de los otros y justo hasta el momento en que la presencia física deja paso al recuerdo y éste al infinito olvido perpetuo...?

La noticia con que el periódico esta misma mañana me ha sorprendido, ha vuelto a desatar de golpe, arrolladoras, todas estas preguntas que ahora, de nuevo, se agolpan demandando una respuesta que dudo mucho poseer.

Pero creo he de comenzar la crónica de este mágico episodio por el principio, al menos desde el instante en que yo, asumiendo el involuntario papel de espectador de última hora, irrumpí en esta historia; un relato que, al igual que yo al escucharlo por vez primera, cualquiera calificaría de aborto parido por la atormentada mente de un desequilibrado -si es que alguien, desde su honesta razón libre de prejuicios, pudiera pretender con osada ligereza etiquetar de tal modo a un ser humano como aquél que ante mí se presentó-. En estos momentos, quién sabe si demasiado tarde, no logro abstraerme a cuanto viví aquella tarde sin lanzar hacía lo más profundo de mí ser este angustioso interrogante: ¿acaso también yo habré perdido pie en mi particular travesía sobre el filo de la navaja, esa línea que constituye la tenue frontera razón-locura...?



“Bueno, nada más, nos vamos, me despido por unos meses tiempo durante el que se librarán de mí; eso salen ganando. Un abrazo de todo el equipo de producción y, por supuesto, del mío propio: Néstor Palacios. Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡graaacias!”

Música bullanguera, aplausos del público que se encuentra en el estudio, las luces se apagan y Néstor se despide de sus colaboradores más cercanos:

- Ya nos llamamos -asegura dirigiéndose al realizador-. Como te dije, pasaré un tiempo descansando y pronto comenzaré a trabajar en el proyecto de un nuevo programa, ni que decir tiene que cuento con todos; contigo coordinaré lo necesario una vez haya decidido hacia donde tiraré esta vez. En cualquier caso eso no será antes de un par de meses. ¡Hasta la vista! Así dio inicio a su relato el paciente con historia clínica número 6.545: Palacios Néstor, el que había acudido a mi consulta recomendado por un viejo colega y amigo a quién yo conocía de mucho tiempo atrás.

Se trataba de un individuo todo él mediano: estatura, complexión, instrucción e incluso edad, aunque el blanco que asomaba en sus sienes hacía representara más de la que en realidad tenía. Nada en él merecía la pena destacar sino fuera por algo accesorio -más tarde comprendería su auténtico significado- que me chocó; ello era, ni más ni menos, el atuendo con el que compareció: sombrero, guantes, gafas oscuras y una espesa barba - postiza a todas luces - como pretendiendo ocultar su identidad, o mejor, evitando mostrar siquiera una ínfima parte de su anatomía.

Tras las habituales presentaciones de cortesía y sorprendido de que yo desconociera su existencia -nunca fui dado a ver televisión, y desde luego no a contemplar espacios “prime time” de consumo de masas- pasamos al objeto de su visita, del que nada sabía toda vez que mi compañero había guardado buen cuidado en no desvelarlo.

Tomé de mi archivo un puñado de las correspondientes hojas impresas, y me dispuse a cumplimentar la historia:

Nombre, antecedentes familiares y personales, enfermedades pasadas, relación con las drogas (en su juventud había probado LSD y en la actualidad era consumidor -esporádico según aseguró- de cocaína). Pronto terminé el cuestionario de rutina y, con ese aire entre interesado y sereno con que siempre he procurado confortar al paciente, pregunté:

- Y bien Néstor. ¿Cuál es el motivo de su visita?

Arrellanándose en el asiento y como si tuviera prisa por confesar, por sacar a la luz lo que le angustiaba, dio principio a su narración:

- Verá doctor, antes que nada le diré que acudo a usted con el pleno convencimiento de que en muy poco, por no decir en nada, podrá ayudarme; sin embargo, al menos me escuchará, será participe, también biógrafo cuando todo acabe, de mi desesperación y comprenderá el auténtico significado del desenlace que pronto, muy pronto tendrá lugar. No, no diga nada, aguarde a conocer el mal que me aqueja y usted mismo se convencerá.

-Como le he dicho, me dedico a esto de la televisión espectáculo. Produzco, dirijo y, la mayoría de las veces, además presento programas de gran audiencia de los más diversos estilos: musicales, variedades, entrevistas rosáceas, hasta algún concurso... y he de decirle, aunque suene a petulancia, que desde hace algunos años, precisamente con aquel famoso: “Yo pregunto, usted responde”, todos con extraordinario éxito de público, si bien no así de crítica, ésta nunca me ha tratado como merecía, tal vez por ello hace tiempo dejé de prestarla atención, y por lo mismo esos envidiosos del éxito ajeno frustrados de gloria, que lo saben, a cada momento tratan de hacérmelo pagar.

Sin temor a equivocarme puedo afirmar que a partir de aquel primer triunfo no he parado de trabajar, y mucho me temo que ello haya influido decisivamente en mi vida privada. Llevo años divorciado y creo durante este periodo no haber echado de menos la vida familiar; el trabajo ha significado para mí algo así como una obsesión, lo ha llenado todo. Arriesgándome a parecer un cínico carente de eso que la chusma llama sentimientos, y en lo que se refugia para ocultar su vulgaridad, creo que el hombre con algo importante que construir en su vida, algo con lo que se le recuerde, ha de desprenderse del lastre, de todo aquello que pueda distraerle en su camino, y esos afectos de que tanto habla la gente constituyen el mayor peligro en la trayectoria de cualquier gran hombre que se precie.

No puedo negarlo, aquellas palabras me impresionaron y no sólo por ellas en si mismas, sino por su tono -seguro que no se trataba de una pose-, aquel hombre estaba plenamente convencido de lo que decía, de lo que había sido su vida y su relación con los demás, hasta con sus más cercanos. En contadas ocasiones, durante mis muchos años de ejercicio profesional, había escuchado algo así, ni siquiera en las entrevistas a personalidades psicopáticas o con rasgos paranoides. En todos los casos, por mínima que fuera, siempre emergía una referencia a los afectos; bien por la añoranza de su pérdida, bien por su desesperada búsqueda, o en fin, por el anhelo en recuperarlos. Para Néstor apenas suponían un inconveniente, un lastre como el mismo decía, algo accesorio en lo que sólo reparaba para expresar su desprecio.

- Pero ese no es el motivo de mi presencia -continuó Néstor-, sino algo mucho más grave. Hace unos meses, y anticipándome al previsible comienzo de la caída de los índices de audiencia, decidí suspender el programa que con tanto éxito mantenía en el aire las tres últimas temporadas. Además, así descansaría, me tomaría un respiro y volvería al cabo de un año con nuevas ideas y renovados bríos. ¿Sabe doctor? Esto de la tele quema mucho, a ti y a los que te siguen, no es bueno cansar al público. Por otra parte, tenía bien merecido un respiro, llevo diez años sin parar y mi cuerpo demandaba a gritos este pequeño paréntesis.

Así que, como le he dicho al principio, hace tres meses me despedí de mi público con la última edición de “La Figura de la Semana”, un programa de entrevistas con gente famosa en el que se intercalaban actuaciones de las más renombradas estrellas del mundo. Bueno, eso ahora da igual, y tampoco quiero aburrirle...

- No se preocupe, me interesa conocer todos los detalles - le tranquilicé.

- Como le decía -prosiguió Néstor su relato- me retiré lejos de todo a una casita que poseo muy próxima al mar, una especie de cabaña de cuya existencia muy pocos saben y donde me sentía completamente feliz cuando, muy de tarde en tarde, ya cada vez más de tarde en tarde, me acercaba para disfrutar de la deseada soledad que ésta me ofrecía. Y es que siempre he sido un apasionado de un cierto aislamiento voluntario, acaso como reacción inconsciente a lo que ha sido una constante en mi vida: la multitud, encontrarme a menudo rodeado de gente, profesionales-compañeros y público, es lo mismo, muchedumbre al fin y al cabo la que como tumulto he acabado por odiar. En fin, me estoy desviando de lo importante… mi propósito era permanecer allí, en mi oasis particular, un par de semanas para luego iniciar un largo viaje por el nuevo continente al objeto de descubrir lo más reciente que en espacios de variedades se produjera en la cuna de este medio.

Los primeros días transcurrieron con normalidad, sentía unas ligeras molestias, inespecíficas como dicen ustedes, y asimismo un cierto desasosiego que sin embargo no lograba perturbar el sentimiento de calma benefactora que me invadía, ese que tanto había echado de menos en estos años. La soledad era la mejor medicina que conocía, a la que siempre recurría las escasas veces que he necesitado parar.

Así continuaron su perezoso devenir las siguientes jornadas: paseos por la playa, baños a la luz de la luna, buena comida, plácidos amaneceres, reencuentro con alguna aventura interrumpida tiempo atrás… Así hasta que una mañana, al levantarme, dio inicio este tormento que desde entonces me aflige y creo pronto acabará conmigo.

Como otras veces, entré en el cuarto de baño, una ducha reparadora y, siguiendo la rutina cotidiana, me dispuse a terminar el aseo frente al espejo. Fue entonces cuando observé algo que me heló la sangre en las venas: completamente desnudo, la imagen que devolvía el cristal no era la habitual.

- ¿No se reconocía? - me atreví a interrumpir.

- No, no se trataba de eso, por supuesto que aquel que aparecía frente al espejo era yo mismo, o al menos... lo que quedaba de mí.

- ¿Qué quiere decir? - intrigado no pude por menos de volver a detener la noticia de su peripecia.

- Mi aspecto resultaba el habitual, si no fuera por que... ¿Cómo le diría...? Parecía no poseyera sustancia física, sí, eso es, como si mi cuerpo hubiera perdido consistencia. Hasta creía ver, mirando al espejo y a través de él, tenues los objetos que se hallaban a mi espalda y que en realidad mi cuerpo tapaba.

No quise interrumpir de nuevo su exposición, pese a ello, enseguida pensé en un caso de esquizofrenia -sin determinar en ese instante el apellido-. Las personas con esquizofrenia pueden percibir la realidad de forma muy diferente a cómo lo hacen otras personas que las rodean. A menudo sufren síntomas aterradores, como oír voces internas no percibidas por otros, o creer que otras personas leen sus mentes, controlan sus pensamientos o conspiran para hacerles daño. Al vivir en un mundo distorsionado por alucinaciones y delirios, las personas con esquizofrenia pueden sentirse asustadas, ansiosas y confusas, y pueden vivir aterradas y recluidas. Su forma de hablar y de comportarse puede llegar a ser tan desorganizada que resulte incomprensible o espantosa para los demás. En parte debido a lo inusual de las realidades que experimentan, estas personas pueden comportarse de formas muy distintas en momentos diferentes. A veces pueden parecer distantes, indiferentes o preocupadas, e incluso podrían permanecer sentadas rígidamente, sin moverse durante horas y sin emitir un sonido. Otras veces, podrían estar moviéndose constantemente, siempre ocupadas, con aspecto despabilado, vigilante y alerta.

Para comenzar a concretar un diagnostico diferencial, recordé ciertos casos de esquizofrenia suficientemente descritos que presentan análogos síntomas (percepción de ausencia de materia, insubstancialidad etc.).

A pesar de todo me resultaba extraño -y más teniendo en cuenta la edad del paciente- que de improviso apareciera sintomatología de carácter psicótico. De cualquier manera, potencialmente también el consumo de ácido pudiera provocar esas alucinaciones, aunque, según confesaba, lo había abandonado mucho tiempo atrás.


- Sí doctor, en ese momento comenzó este calvario. Con el paso de los días continué observándome, y lo que en principio apenas era un ligero clarear se fue convirtiendo en absoluta transparencia. Mi cuerpo, renegando de su habitual opacidad, tornábase poco a poco traslúcido. La certeza me llegó durante la primera salida al pueblo cercano para hacer unas compras, no se trataba de figuraciones mías, o de un problema de visión alterada de la realidad de mi cuerpo. La gente paraba su andadura para mirarme y se arremolinaba junto a mí entre aspavientos, resultaba algo así como un fenómeno de feria. Precipitadamente huí del lugar y retorné al seguro refugio en la soledad de mi cabaña.

Llamé a mi representante que me puso en contacto con un médico al que acudí. Como imaginaba, no supo diagnosticar lo que me ocurría ni por supuesto dar con un tratamiento para al menos paliar mi congoja, porque no existe medicina conocida que frene esta volatilización progresiva en que se ha convertido mi vida. Ese compañero suyo me aconsejó acudir a usted, y aquí estoy, sin esperanza, suspirando por encontrar un mínimo consuelo mientras le refiero este encantamiento que, sin saber cómo ni por qué, se ha apoderado de mí mientras me conduce a un final espantoso que acaso, y ello es lo que más me aterra, representa justa recompensa a lo que ha sido mi vida, en especial la que he llevado estos últimos años.

No obstante aquí no termina todo, debo confesarle que yo mismo he llegado a un diagnóstico certero de la enfermedad, de ahí nace la impotencia y abatimiento que me embarga, el conocer que no existe cura para mi dolencia y que ésta, implacable, me consumirá.

Hace poco, convencido de lo perentorio del plazo que me queda y con el fin de transmitir una especie de legado para la posteridad, he grabado un vídeo -que, en su momento, colgaré en las redes-. Qué mejor manera de manifestarme en estos instantes del final, yo que siempre he vivido para las cámaras. Del mismo modo que esos veteranos actores de teatro ansían sucumbir entre las bambalinas, yo también he querido dirigir a todo aquel que tenga a bien contemplarme el definitivo mensaje resumen de una vida.

No le referiré su contenido, es lo de menos, apenas una pretenciosa exhibición de mi ego, una más. Lo verdaderamente importante, aquello que ha dado respuesta concluyente a lo que me está sucediendo, a este sortilegio que dará fin a mi vida, se ha revelado resplandeciente cuando me he dispuesto a contemplar mi imagen en el televisor. Allí aparecía, como en mis mejores momentos: la figura plenamente delimitada, consistente, fuerte, hasta diría más juvenil que nunca. Ni siquiera mi pesimismo se dejaba traslucir en esa misiva final. Yo, imponente, surgía de la pantalla como aquel guerrero que vence en sus batallas después de muerto; ese es mi elemento, el medio soy yo mismo, gracias a él vivo exuberante y sin su amparo no soy nada, existo en tanto en cuanto mi publico me admira; a través de los espectadores me reafirmo en mi verdadero ser, a ellos les pertenezco, en su regazo encuentro el aire de vida, la razón de mi existencia.

Lo sucedido ha recuperado de mi memoria algo que en algún sitio leí; sí, el pavor que ciertas tribus primitivas sentían ante las cámaras fotográficas de los primeros exploradores. Se negaban con todo su afán a permitir captaran sus efigies; firmemente creían, ahora sé con cuanto fundamento, que el fotógrafo les robaría su espíritu, su esencia, o lo que es lo mismo: su intimidad e identidad misma. En estos últimos días me he documentado algo más en torno a esta leyenda. Se trata, lo sé, de una vieja creencia que, como todas ellas, tiene su poso de realidad, esas tribus aborígenes se negaban a ser fotografiadas por los exploradores, porque aquellas máquinas robaban el alma.

Esta leyenda, que he escuchado varias veces, tiene una de sus “realidades” más representativas en la vida, muerte más bien, de Guido Boggiani, un italiano que nació en 1887 y que dejó su vida a comienzos del siglo XX en Paraguay. Artista y etnólogo, fue esto segundo lo que le llevó a viajar por Sudamérica. Después de un tiempo desaparecido, se organizó una expedición, dirigida por el explorador español José Fernández Cancio, para localizar a Boggiani. Lamentablemente lo que localizaron fue su tumba. Él y su peón habían sido asesinados, presuntamente por los indios, y enterrados con las cabezas separadas de los cuerpos. Separar la cabeza del cuerpo impedía, para los nativos, que esos hombres siguieran haciendo el mal. Pero lo más curioso es que también enterraron la cámara fotográfica del explorador. Sin duda, porque aquel chisme también hacía el mal, posiblemente, robaba el alma. De hecho, la hipótesis más aceptada para justificar su muerte a manos de los nativos, si fue así, es la que se basa en que sus fotos sorprendían, molestaban y preocupaban a los indios.

Demasiado tarde comprendo la causa del espanto que les asaltaba ante tal eventualidad. Y nosotros, pobres hijos de la civilización, apenas les teníamos por unos estúpidos y crédulos salvajes...

Siempre pensé que en la sociedad de hoy, el hombre, la mujer, cualquier persona, adquiría su auténtica dimensión a través de la imagen que de ella poseían los demás, poco importaba la forma en que a ti mismo te vieras, lo en verdad determinante era aquello que transmitías a los otros. Esto, que en la vida común apenas tiene trascendencia porque en todo caso siempre conservas, aunque sea mínimamente, una parte de tu esencia, al menos para unos pocos -tus íntimos-; en el ámbito mediático adquiere una importancia decisiva, y para mi desgracia he reparado en ello cuando ya era tarde. Confieso haber pertenecido a mucha gente durante demasiado tiempo, tanto que llegado un momento tan sólo existía en el concepto que mi público poseía de mí, a su capricho, tal y como a cada uno le convenía contemplarme. Mi imagen, y por extensión mi vida, ya no era mía, esa audiencia por la que tanto suspiré había logrado hurtármela. Han bastado unas semanas lejos del medio para que, con la misma cadencia que esa imagen se borraba de la memoria del espectador, yo me desvaneciera del mundo real; o quizá hace años ya lo había abandonado y ahora no quedaba más que la representación, el modelo que los demás disfrutaban u odiaban, ese que anodino y en silencio se retiraba ya, a la manera de un definitivo mutis, del recuerdo de los otros.

Con estas sombrías palabras, ceremoniosamente, Néstor se puso en pie y comenzó a despojarse de sombrero, guantes, gafas y también de aquella horrible barba de atrezzo. Finalmente, se mostró ante mí una estampa difícilmente definible, desde luego todo lo que en él se descubría aparecía translúcido. No deja de ser curioso, lo que ahora con más fuerza queda en mi memoria es apenas un detalle: tras lo que podría decirse constituía su cabeza y parte de su torso, surgía nítido, claramente diáfano y visible hasta en sus mínimos detalles aquel paisaje de Canogar que, colgado en la pared opuesta, presidía majestuoso mi despacho.

Luego de, por unos instantes, exhibir su impúdica transparencia, dio medía vuelta y, pausadamente, como cumpliendo un rito, sin siquiera tomarse la molestia de abrir la puerta, se alejó definitivamente de mi vida confundiéndose entre las primeras sombras de la noche que poco a poco lograba adueñarse de aquel largo e inolvidable día.


Releo de nuevo la página de sucesos del periódico que, desplegado, reposa sobre mi mesa:

Agencias.- Según fuentes de la Oficina del Fiscal, en las últimas horas y por agentes de la fiscalía, se busca infructuosamente el paradero del popular productor y presentador de televisión Néstor Palacios desaparecido de su domicilio. Las primeras hipótesis acerca de lo sucedido se encaminan hacia un más que probable secuestro, descartándose la posibilidad de robo ya que todas sus pertenencias, incluso ropas y enseres personales, se han hallado en su residencia de la ciudad. Parece como si hubiera tenido que salir precipitadamente, aseguró una de esas fuentes.”


Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡GRAAACIAS!
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