sábado, 4 de febrero de 2012

ESCRITO EN EL TIEMPO (un mito siempre actual)

Escrito en el tiempo

Rodrigo D'Ávila





Había embarcado en Barcelona, solo; esto no resultaba novedad, lo vivido hasta entonces, mi biografía muy bien podía compendiarse en una suma de soledades, acaso me autoengañaba justificando aquéllas como consentidas y aún deseadas; sin embargo, demasiado convencido estaba de que no era así. Pero no es de ello sobre lo que versa esta historia, aunque ahora, con la perspectiva que proporciona el tiempo, no me cabe duda de que en los sucesos acaecidos, origen de mi angustia, mucho tuvo que ver esta situación no por familiar menos amarga.
 
Huía no sabría decir en concreto de que, si del rutinario trabajo en el banco, de mis aburridos y envidiosos compañeros, de las tertulias monotemáticas de fútbol, puede que de las llamadas de mi hermana o de los insoportables gritos de mis sobrinos durante sus calculadas y periódicas visitas como mensajeros de sus padres. Mis futuros herederos que, influidos por la codicia de sus progenitores procuraban con esmero no olvidara, en mi tránsito al otro mundo, lo fundamental: situar mis bienes en el lugar adecuado, su -el suyo- sitio preciso. Mi fortuna, sin resultar exagerada, bien podría conceptuarse como respetable; era el fruto no tanto de un exceso de codicia con buenos resultados, como de un gasto módico, del consumo imprescindible. Ahora, tarde como siempre, comprendo lo tonto y miserable que he sido.

Escapaba de todas y cada una de estas circunstancias, ninguna se me aparecía por si sola decisiva, todas en conjunto me animaban a preguntarme el por qué no habría completado antes la definitiva evasión. Ensimismado como estaba en el pobre devenir de los días y los años, había olvidado lo fundamental: vivir. Cuánto hacía que no contemplaba una puesta de sol, un amanecer -a pesar de los muchos por los que transité sin enterarme-, la sonrisa inocente de un niño, el sutil fulgor de una estrella fugaz sobre el mar sereno, o en fin, el rumor de un riachuelo de montaña cuando el deshielo irrumpe al compás de los adelantados rayos de sol en primavera.

No esperé más, pedí un permiso indefinido, acudí a una agencia de viajes y contraté el mejor crucero por el mediterráneo de entre los que me ofrecieron: una singladura en el “Estrella del Mar” recorriendo varios lugares costeros con todo el lujo imaginable, al menos así me lo parecía, tampoco tenía elementos de juicio para comparar. Se trataba de la primera oportunidad en que escapaba del rutinario guión en que se había convertido -yo convertí- mi vida. ¿Para qué tantos años de trabajo? Presentía cerca el comienzo del fin y el balance, la mirada objetiva hacia atrás resultaba desoladora. No debía culpar a nadie de ello, tampoco lo pretendía, me limité a soltar amarras en lo que me quedaba de vida, al tiempo que el magnífico buque hacía lo propio.

Las primeras jornadas de navegación transcurrieron con normalidad, la calma presidía el viaje, hice uso de todos los servicios extras que se me brindaban, fuera cual fuese su precio, total para una vez que hacía un exceso. ¿Lo ves? -me decía a modo de reproche- ni siquiera en estos momentos olvidas el importe de las cosas, muchas de ellas no son cuantificables. ¿Qué coste puede tener la brisa que ahora mismo acaricia tu cara...?

Recorría el barco de proa a popa disfrutando como jamás lo había hecho, me codeaba con una gente a la que nunca habría sospechado conocer, todo era nuevo y fascinante para mí. Desde una hamaca contemplaba el horizonte, durante las claras noche de luna llena embelesado oteaba las estrellas, ya conocía su situación, identificaba muchas de ellas, en alguna ocasión amanecí sentado en cubierta. Todo resultaba perfecto, sin embargo...

Ayer de anochecida me acerqué al casino, aquella no resultaba una experiencia desconocida, ya había traspasado en alguna ocasión el umbral de esos templos del juego que tan de moda estuvieron en los años de entreguerras. Siempre me sentí subyugado por ese ambiente a caballo entre el vicio y la curiosidad: murmullos, buen servicio, gente bien vestida, gestos nerviosos y acaso también displicentes; algún grito femenino, luz tenue general que se convertía en torrente sobre las mesas de juego. Un mundo de lujo del que también, ahora, era partícipe.

Decidí probar fortuna durante un rato, elegí la ruleta, cambié diez mil y comencé. En un principio no se dio ni bien ni mal, al cabo de un rato perdía dos mil, sin embargo a medida que pasaba el tiempo me iba encontrando más a gusto, se trataba de una sensación difícil de definir, una excitación placentera al observar como se posaba la bolita en la cuadricula acogedora, sólo si resultaba el número al que jugabas, o maldita, si esquiva, como la mayoría de las veces ocurría, en una postrer pirueta se zafaba de la casilla deseada.

Al cabo de un rato me retiré a la cafetería, el ambigú que decíamos en los cines de mi barrio. Pretendía tan sólo observar a los demás. Pedí una copa de cualquier cosa y me arrellané en el taburete acodado en la barra, de espaldas al barman que intentó, sin yo permitírselo, iniciar una aburrida conversación. A partir de ese momento todo se vuelve confuso, rodeado de una gris nebulosa, tal que si de un sueño se tratara. Ahora, mientras escribo estas líneas debatiéndome por encontrar una explicación, sé muy bien que fue una pesadilla lo que me ha conducido al estado en que me encuentro, una atroz alucinación de la que fatalmente no despertaré jamás, sospecho que ni en esta ni, y ello es lo que resulta aterrador, en la otra vida.

A mi lado, con aire distraído, se hallaba un individuo anodino, ni joven ni viejo, de edad indeterminada, aunque mechas en tonos grises y blancos aclaraban sus sienes y un ridículo bigotito completaba un rostro indefinido. Su vestir se podría considerar elegante aunque pasado de moda: un esmoquin negro impoluto coronado por una extraña flor blanca, desconocida para mí, que asomaba en la solapa.

Me dirigió la palabra iniciando una conversación intranscendente, a duras penas podía ocultar mi desgana a proseguir aquel trivial diálogo -viajes, el tiempo, el mar...- La charla derivó, sin que pudiera evitarlo, hacia mi situación personal. Más tarde he repasado ese momento, ahí debí cortar el contacto con aquel sujeto, cómo no me di cuenta que yo le relataba gran parte de lo que había sido mi existencia, por contra de él no conocía siquiera su nombre. Lo curioso, y esto también lo advertí tarde, demasiado tarde, era que daba la sensación de saberlo todo sobre mí.

De esta manera, suavemente, como si así debiera suceder por el natural discurrir de la plática, llegamos a hablar del juego en general y en particular de mi afición, esporádica aunque intensa, por el verde tapete. En un determinado momento -ahora sé que el preciso- y como en broma, me preguntó que daría por ganar habitualmente a cualquier juego que intentara, hacerme rico con el azar y jamás volver a preocuparme de trabajo alguno para ganarme la vida. Continuando lo que yo creía juego contesté que ofrecería todo. Con una frialdad que aún me sobrecoge me inquirió de nuevo: ¿También el alma? ¿Su alma? Quedé confundido, turbado; el poco alcohol que había bebido, suficiente sin embargo para quien como yo no estaba acostumbrado, me hizo responder con un imprudente: ¿Quizá? -me insistió- ¿Eso es un sí? Bueno -respondí alegremente- podría ser un negocio. Exacto -continuó- un excelente trato, algo tan etéreo e inútil como el alma a cambio de lo tangible, la riqueza y todo lo que ella trae consigo: mujeres, poder, respeto, prestigio... Yo, que hacía tiempo estaba apartado de esas cosas, no le di excesiva importancia al asunto. ¡Qué equivocado estaba!

El diálogo derivó hacia otros asuntos. Pocos momentos después nos separamos, a modo de despedida me dijo: no olvide nuestro negocio. Entonces no le entendí...

Volví a la mesa de juego, miré el reloj, aún podía disfrutar un rato del rodar del marfil por entre las cuadrículas y escuchar las voces impersonales del croupier; de paso saborearía otro whisky con hielo y pasaría revista a las bellezas que, jubilosas, se arremolinaban alrededor de las partidas.

Si no fuera por las fatales consecuencias que me ha originado, yo diría que lo que vino a continuación goza de todos los ingredientes de esas comedías americanas que tanto he disfrutado estos últimos años. Me dispuse a jugar, sin miedo, como si el ganar o perder fuera lo que menos importara. Aposté mil al “29”, la bolita rebotó entre los perfiles de esa sima rojinegra que refulgente se me aparecía y acabó por posarse en: ¡el “29” negro, impar y pasa! Corroboró el croupier. No estaba mal, treinta y seis mil de una vez. Retiré las ganancias, mantuve la apuesta, y aquel garbanzo blanco, como si no existiera otro número en la rueda volvió a pararse en el “29”. Animado por mi repentina fortuna deposité cinco fichas de mil en el “5”, mi dígito favorito. Nuevas vueltas y, ¡oh sorpresa!: el cinco. Ganaba más de doscientas mil y seguía convencido de que estaba en racha.

Desde entonces hasta que cerraron, ocho de cada diez tiradas resultaron plenos. El veintinueve varias veces, el cinco otras tantas, hasta el trece fueron instrumento de mi increíble fortuna. Bastaba que depositara mi apuesta en un número, para que una multitud de manos anónimas me siguieran como si de un moderno flautista de Hámelin se tratase. Transcurrió el tiempo, ebrio de euforia como estaba aquél pasó en un suspiro. Llegó la hora de cierre y disponía de casi diez millones y aún, estúpido de mí, me maravillaba de mi buena suerte.

Dejé el botín en la caja fuerte y encaminé mis pasos hacia el camarote, me encontraba alegre y seguro de mi mismo, jamás antes experimente algo parecido. Me admiraba a mi mismo como un guapo triunfador a quien sonreía la fortuna y acosaban las mujeres. Además de la tragedia, qué ridículo he hecho.

Introduje la llave en la puerta y al tiempo sentí como una mano se posaba sobre mi hombro. ¡Enhorabuena! -se trataba del hombrecillo del bar-. Tenemos algo pendiente -casi amenazante me dijo-. ¿Perdón? -respondí, todavía nervioso-. Los pactos deben formalizarse, así nunca se olvidarán -me exigió, mientras del bolsillo interior del esmoquin extraía una especie de pergamino ajado y mugriento que me ofreció junto con su pluma-.

Comencé a leer aprovechando la tenue luz que colgaba encima de la puerta del camarote. Sólo acerté a examinar el final, un sentimiento entre el temor y la extrañeza me embargó: “...en consecuencia, por el presente entrega su alma, en este acto y para la eternidad a...

Realmente tenía la apariencia de un contrato en regla. Lo solté como si quemara al tiempo que me encaraba con el sujeto y rechazaba de plano tal pacto mientras sonreía tratando de aparentar seguía la patética broma y aguardaba, de un momento a otro, su carcajada cómplice.

BELLE Y C., que así se identificaba aquel hombre en el documento, sin perder la sonrisa me recordó la conversación que horas antes mantuvimos. Afirmaba que él había dado inicio al cumplimiento del convenio y lo justo era que yo correspondiera formalizando ahora y cumpliendo más tarde, en su momento, mi compromiso.

Aquello me confirmó que aquel individuo hablaba completamente en serio. Me negué en redondo a firmar cualquier documento y cortésmente le indiqué mi propósito de retirarme a descansar. Para mis adentros pensé que me había surgido un grave problema, entonces no acertaba a determinar su alcance, simplemente pensaba en la locura que aquejaba al grotesco personaje.

Traspasaba el umbral de la puerta cuando pronunció aquellas que parecían proféticas palabras: “mientras no firmes el acuerdo y estés dispuesto a cumplirlo permaneceré a tu lado por el resto de tus días exigiendo la ejecución. No descansarás, ni sosegaré yo hasta que me satisfagas. Continuarás acumulando fortuna, sin embargo serás el hombre más infeliz de la tierra, sufrirás tanto como jamás nadie lo ha hecho, y para ello disfrutarás de larga vida...”

Conmocionado por lo que acababa de escuchar cerré la puerta y me tumbé en la litera. ¿Había topado con un loco? Aún así, ¿Qué ganaba con aquella estupidez de pretender mi alma? ¿Se trataba de una broma? Si era eso, ya se había prolongado bastante, no tenía objeto seguir con ella. ¿Y si, realmente...? Lo descarté de inmediato, a mediados del siglo veinte estas cosas se encuentran fuera de su tiempo, están pasadas de moda, qué digo, pertenecen al mundo del pensamiento, a la literatura clásica y allí deben permanecer... Poco a poco el sueño me fue venciendo.

Una ligera modorra se apoderó de mí, me debatía entre la vigilia y el sopor. Conservo en el recuerdo el tormento de unas horribles pesadillas. De pronto desperté, me encontraba rodeado por mis propios vómitos, el camarote desprendía un nauseabundo olor. La cabeza me dolía hasta estallar y un intenso picor en el cuero cabelludo se me antojaba insoportable.

Sumergí mi cabeza en el agua fría, allí intenté encontrar consuelo. Miré al espejo, lo que éste reflejó me aterrorizó: mi testa aparecía moteada, sitiada por unas llagas purulentas, la piel enrojecida resaltaba mi incipiente calvicie. El picor, que se convertía en desesperante por momentos, junto con un dolor jaquecoso me hizo perder el conocimiento.

La sirena del barco me devolvió a la terrible realidad, intenté salir a pedir ayuda, inútil, afuera estaba él con su estúpida sonrisa, en cualquier caso ya sabía entonces que nadie estaba en condiciones de auxiliarme; lo que había profetizado aquel inhumano ser comenzaba a devenir en cruda e inexorable certeza. Volví a encerrarme en aquel cuarto que para mí se había transformado en cárcel infernal.

Poco a poco los picores y el dolor fueron atenuándose, me calé una gorra que hasta me hacía parecer cómico. Temeroso abrí la puerta, nadie aguardaba fuera, caminé unos metros hacia la enfermería, entonces se reanudaron las violentas arcadas que me desgarraban desde dentro, como si algo o alguien mordiera con saña en lo más profundo. Me apoyé en la barandilla de cubierta, asido a ella logré no rodar, seguía intentando provocar el vómito por si de esta manera me aliviaba. Con el rostro frente al agua abrí los ojos, abajo, entre remolinos de espuma estaba él, vi reflejada su figura, una mueca por sonrisa se dibujaba en su faz inexpresiva esculpida por el dolor de siglos. Horrorizado corrí sin rumbo, hasta que de nuevo perdí el conocimiento.

En estos momentos, mientras a duras penas escribo este legado para el futuro que pretende al menos dar cuenta -que no explicar- lo acaecido, pues dudo mucho exista alguna explicación más allá de mi torpeza, mezquindad y codicia, por si a alguien pudiera ser útil, pienso en lo que ha constituido mi vida, repaso estos últimos días y, por supuesto, la noche pasada.

Es curioso, lo que aparentaba una broma maldita se ha transformado en la más atroz de las pesadillas. Un sueño perverso que supera todo, sospecho que incluso, hasta la muerte.

Me asalta una gran duda: he pretendido disfrazar lo sucedido justificándolo en que se trataba de una chanza, un juego entre un infeliz como yo, sorprendido en su buena fe, y un raro sujeto con aficiones también extrañas. Sin embargo, creo no era ese el panorama, algo corroe mi alma, descubro que yo era plenamente consciente del juego al que, irresponsable de mí, jugaba. En mi interior bien sabía lo que ponía en riesgo, y así lo acepté, ya fuera por romper con mi anodina existencia, por eludir de un plumazo mi hábito diario o por despegarme de esa ciénaga cotidiana en la que me encontraba atrapado. Esta es mi aflicción, mi amarga e intensa tortura, lo demás, el dolor físico, ese tan sólo representa una relativa incomodidad, como al moribundo no le preocupa el largo de su cabello o si aparece bien rasurado.

No tengo miedo a morir, representará una redención, volaré hacia el horizonte flanqueado por las gaviotas, en libertad para encontrarme con mi destino. El drama de la existencia no debe ser la muerte, la auténtica tragedia, la verdadera desdicha estriba en no haber vivido, y yo puedo decir que ni siquiera sobreviví durante la etapa en que deambule por este mundo. Confío en que el que está por llegar me gratifique.
Aquí a mi lado dispongo de una cadena, gruesos eslabones que terminan en un artilugio también de hierro, pesa lo suficiente, para mí será suficiente, a mi me servirá.

Sólo un momento, apenas un salto y cesará mi padecer, no volveré a ver esa horrible silueta sonriente, le habré vencido. Debo caminar unos pasos hasta la borda, un pequeño esfuerzo y me libraré de él. El pacto no se ha consumado, el muy iluso creía poder derrotarme a través del dolor, el ser humano puede decidir su muerte, aunque tan sólo sea eso. Yo detento la última palabra, conservo la facultad primera del ser humano: el libre albedrío, él no lo podrá comprender nunca, no es mortal. Sé que nadie me recordará, siempre he perseguido algo, jamás supe muy bien el qué y termino ahora, a miles de kilómetros del lugar donde nací inmerso en la soledad más absoluta, como siempre he querido o me han obligado a vivir y con una gran pregunta que me inflama desde lo más profundo, pero todo está bien.

Si lo que me acongoja es un sueño, despertaré. Si por ventura, mala ventura, no lo fuera, dormiré para siempre...

Lo que se ha transcrito es copia del manuscrito encontrado hace muchos años en el camarote de un presunto suicida desaparecido, su cadáver jamás se recuperó. Todos los indicios apuntan a que cayó, o mejor se lanzó al mar, en algún lugar de las islas griegas, durante la travesía del trasatlántico “Estrella del Mar” en un crucero por el mediterráneo. En ese viaje yo, responsable último de que haya visto la luz este documento, ejercía de médico a bordo y conocí en persona al desaparecido.

Este texto constituiría poco más que la fantasía de un loco, si no fuera por el hecho de que acabo de reconocer en la calle a aquel sujeto que traté entonces. Se conservaba igual, los años no habían pasado por él. Iba acompañado por un individuo anodino, ni joven ni viejo, de edad indeterminada, aunque mechas en tonos grises y blancos aclaraban sus sienes y un ridículo bigotito completaba un rostro indefinido...

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