sábado, 27 de abril de 2019

EL INSÓLITO VIAJE DE MONSIEUR LAFOUX (crónica de una venganza)


El insólito viaje de monsieur Lafoux













A menudo desconfié de aquellos que anteponían el amor a todo y lo juzgaban algo perenne, muy lejos de la que pensaba su auténtica esencia, frágil y delicada, casi tanto como la fugaz escarcha que se deposita sobre el alfeizar de la ventana durante el albor de una gélida mañana de primavera.

Ahora, cuando vago por este último crepúsculo, recelo de aquellas mis “irrefutables” creencias de incorregible descreído. He de confesar, que más allá de pretender replantear mis concepciones de la vida, en estos instantes en los que ya no existe marcha atrás, rescato de mi memoria unos acontecimientos a los que en su momento no dediqué la atención que merecían -si bien siempre sospeché que marcaron mi existencia- y ahora recupero en su plena lozanía.

¿Es capaz el amor de traspasar la frontera de la muerte? La respuesta, sincera y libre de convención o atadura que pueda condicionar mi criterio, es... ¡SÍ!

¿Qué como he llegado a esta certeza...? Muy fácil, a través de un tortuoso sendero, igual que aquel que observa la realidad a través del negativo de una fotografía. En estos momentos, acaso demasiado tarde, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el odio, el desamor absoluto, sí que supera la frontera que representa el final de esta vida terrena...

Esto que ahora me propongo relatar sucedió hace mucho tiempo... podría decirse que todo, definitivamente todo el tiempo...

INFORME DE LEVANTAMIENTO DE CADÁVER

Ms. CLAUDE LAMBEY, doctor en medicina, por requerimiento de H. Muller y juramento previo ante dicho magistrado, me he trasladado el día 24 de Enero de 1930, siendo las 10 a.m., a fin de examinar un cuerpo que se me ha dicho ser el de ERIC LAFOUX de 43 años de edad.

El cuerpo, vestido por completo, estaba aun caliente en el tronco; la rigidez cadavérica era muy notable y general, la putrefacción no había empezado. No existen heridas en las diversas partes del cuerpo, ni erosiones, esquimosis, ni otras señales de violencia. El individuo, bien constituido, no ha adelgazado y no muestra indicios exteriores de enfermedad, ni particularidad alguna que pueda indicar cual ha sido la causa de la muerte.

Conclusiones: 1) La muerte de Ms. Lafoux es real. 2) Data de seis a ocho horas aproximadamente. 3) No presenta señales de violencia a las que pueda atribuirse la muerte. 4) La causa de ésta no puede determinarse por el examen exterior del cadáver; si hubiese interés en conocerla, sería necesario recurrir a la autopsia.”


Por enésima vez releía la carta y el informe que esa misma mañana había recibido en mi despacho de la Audiencia de San Sebastián. Mi colega, y sin embargo amigo, el doctor Lambey -forense de la vecina Bayona- requería mi opinión profesional y me invitaba a acompañarle en la práctica de la autopsia del tal Lafoux, que iba a tener lugar al día siguiente.

Debe tratarse de algo serio, acaso extraño, o puede que ambas cosas -me decía a mi mismo, mientras el traqueteo del tren perturbaba mis reflexiones- como para que Claude haya requerido mi presencia.

Le conocía desde varios años atrás, la casualidad de un viaje turístico a Donostia nos había puesto en contacto. A partir de entonces manteníamos una relación que, sobrepasando el ámbito profesional, con el tiempo tornó en amistad cuasi fraternal.

A pesar de ello, jamás había sido llamado por él en tales términos, ni por supuesto con aquella urgencia; esa circunstancia, y el proverbial cuidado en abstenerse de importunar de que hacía gala mi galo amigo, me incitaban a sospechar que la situación que a mi llegada a Bayona iba a encontrar distaría mucho de considerarse corriente: un cadáver limpio, o lo que es lo mismo, carente de signos aparentes a partir de los que fuera posible aventurar la causa de la muerte.

Ya bien caída la tarde arribé a la coqueta estación de la célebre villa veraniega y de ocio. Allí, en el andén, acompañado de un joven quien supuse su ayudante, me aguardaba Claude. Apenas un par de años habían transcurrido desde nuestra última entrevista, sin embargo se diría que fuesen lustros, dado lo avejentado que le encontré. Nunca gozó de cabello en demasía, no obstante ahora las entradas se habían convertido en una soberana calvicie, flanqueada a ambos lados por mechones de un blanco absoluto.

Un caluroso saludo, la apresurada presentación de su joven asistente -Paul Gressin- y de inmediato abandonamos el lugar al tiempo que una fina y persistente lluvia barría de gente el escenario de nuestro encuentro. La humedad, que penetraba inclemente en nuestros destemplados cuerpos, multiplicaba la sensación de frío acusada en rincones como este que empero presumen de un clima templado, y aún caluroso, en temporadas más suaves.

Subimos a un longevo Citroen, Paul se sentó al volante, y nos dirigimos a casa de Claude.

Un protocolario y recíproco interrogatorio acerca de nuestras vidas privadas y de inmediato mi amigo, sin querer ocultar su preocupación, preguntó:

- ¿Leíste el informe?

- Por supuesto.

- ¿Y bien? - ansioso inquirió de nuevo.

- Considero que todo en este asunto resulta muy extraño, aunque no alcanzo a comprender esa inquietud que apenas logras disimular.

No me dejó continuar, profundamente angustiado y como si lo que pretendía confiarme no pudiera esperar un minuto más, me desveló algunos detalles que jamás hubiera podido detallar negro sobre blanco.

- Me explicaré, lo inusual del caso viene, no ya del hecho de la ausencia de indicios para determinar la causa aparente de la muerte, lo que con resultar atípico no deja de ser, aunque infrecuente, hasta cierto punto natural. Algún otro episodio, la verdad contados con los dedos de una mano o como mucho de las dos, ha presentado durante mi ya larga vida profesional características análogas a las del presente.

- Alguno que otro también yo conocí, y la autopsia invariablemente desveló el secreto que el cuerpo guardaba. Ya sabes, los cadáveres son algo así como libros abiertos, sólo se trata de saber leer en ellos para que te revelen sus supuestos misterios- intenté tranquilizar a mi amigo.

- No es eso... -prosiguió- todo lo que ha rodeado al caso resulta tan inusual... Ya desde el hecho de su aparición en el cementerio y sobre la tumba de un viejo amigo al que también encontraron muerto meses atrás...

Claude echó un vistazo a sus notas y siguió nervioso su relato.

- Hervé, Jean Hervé era su nombre. Además, como sabes, en el caso Lafoux no hallamos señal alguna de violencia. Con todo, lo que más me impresionó, y desde entonces me obsesiona, fue su rostro: una mueca de terror se esbozaba en él, no se trataba únicamente de ese miedo absoluto ante algo que sabes sobrehumano y a lo que no puedes oponer resistencia, no; al mismo tiempo en ese terrible guiño se advertía algo así como la calma del ganador, parecía dirigirse a su asesino y con sorna le retase: “...aunque acabes conmigo no lograrás consumar tu venganza.”

-Todo aquello era para mí ajeno a lo científico, yo jamás di importancia alguna a las apreciaciones que bordearan lo empírico sumergiéndose en el mundo de lo posible y no demostrado, en especial, como era el caso, cuando lo digamos... “esotérico” hace su aparición. Así que traté de devolverle al apacible, aunque tedioso, universo de los hechos probados:

- ¿Faltaba algún objeto al cadáver?

- Parece ser que no llevaba un viejo reloj de bolsillo con cadena, todo ello de oro, y que el difunto siempre portaba consigo, algo tan característico e inseparable como para un tuerto su ojo de cristal.

- Ahí lo tienes -contesté- un móvil, existe motivo para un posible asesinato, ya tenemos un cierto camino andado.

- No sé... no me parece siquiera que haya sido asesinado, o al menos por un asesino digamos... convencional.

El frenazo del vehículo, al llegar a la vieja mansión de mi amigo, interrumpió bruscamente nuestra conversación.

Tras saludar a su esposa y descansar unos minutos, degustamos una exquisita cena y, después de un rato de amena aunque trivial conversación, marchamos a dormir. Muy temprano deberíamos estar listos para practicar la autopsia objeto de mi viaje.

Aún no había amanecido y ya nos hallábamos en el Instituto Forense de la Prefectura de Bayona. Todo estaba preparado, unos pocos minutos para embutirnos en las enormes batas verdes, y entramos en la sala donde ya aguardaban Paul y otro novel auxiliar.



Dimos principio a la intervención, que se prolongó acaso más de tres horas; los ayudantes quedaron allí cerrando y arreglando mínimamente el cuerpo, mientras Claude y yo salimos del lugar impregnados del ya familiar olor a formol y muerte -aromas que aunque a veces se confundan son bien distintos-.


Nos disponíamos a salir del Instituto, cuando, de improviso, una mujer morena de mediana edad aunque espléndida, se dirigió decidida hacia nosotros:

- ¿Dr. Lambey?

- ¿Sí? - repuso Claude.

- Mi nombre es Olivia, Olivia Clotís, de casada Hervé. Soy la viuda de Jean Hervé, mi marido y yo éramos grandes amigos del difunto; me gustaría conocer la causa de la muerte de Eric...- la mujer dejó escapar un casi imperceptible sollozo que tanto Claude como yo captamos - quiero decir de Ms. Lafoux - corrigió de inmediato.

- Mire madame -se impuso Lambey- aún no hemos redactado el informe, y en cualquier caso sólo estamos autorizados, cuando el juez así lo disponga, a facilitárselo a la familia cercana.

- Ms. Lafoux carecía de parientes, únicamente nos tenía a nosotros - insistió la dama.

- Lo siento madame...

No le permitió continuar, Olivia, con una ansiedad que nos sorprendió, y como si en ello la fuera la vida, comenzó a relatar la historia de su relación con Lafoux.

Parece ser que su amistad venía de bastante tiempo atrás; su marido conoció al difunto cuando ambos servían en un buque mercante que traficaba con las colonias francesas en África, en especial con Argelia. A tanto llego su intimidad con Hervé, que Eric fijó su domicilio en Bayona, trasladándose desde el norte donde vivía. Ella y él le consideraban un hermano.

Los dos amigos habían proseguido sus actividades mercantes, a veces surcando las mismas aguas, otras cada uno por su lado. Sea como fuere se veían a menudo y el afecto mutuo, lejos de enfriarse, habíase incrementado con el transcurso de los años.

- Comprenderán -finalizó Olivia- que me interese su suerte. Deben saber, que a partir de la muerte de mi marido Lafoux no volvió a ser el mismo, en las contadas ocasiones que coincidimos -dijo esto con mucho énfasis- le encontré desasosegado, nervioso, hasta diría que angustiado. Anteayer le vi por última vez, me confesó que debía cumplir una promesa, se lo debía a Jean.

- ¿Cuál era tal promesa? - preguntó Claude interesado.

- No sé si debo revelar ese pacto secreto que sólo ellos conocían...

- Puede que facilitara nuestra labor - la apremió Claude.



- Pues bien -convencida prosiguió Olivia- el juramento, casi de sangre teniendo en cuenta el vínculo fraternal que mantenían, pudiera parecer una locura, incluso algo macabro: hace unos meses se juraron que aquel que sobreviviera al otro debía acudir a su tumba y aguardar allí una señal que el difunto provocaría, ninguno tenía claro el procedimiento. De esta manera, así pensaban ellos, el que permaneciera en el mundo de los vivos podría confirmar la existencia de otra vida, o al menos -fuera lo que fuese- de algo en el más allá.


Lambey y yo nos miramos incrédulos reprimiendo, en atención a la viuda, sendas sonrisas que pugnaban por aflorar a nuestros, al menos eso pretendíamos, siempre circunspectos semblantes.

- Gracias Madame -se despidió Claude- insisto en que cualquier información acerca de este suceso habrá de interesarla del magistrado Ms. Muller.

Allí acabó la conversación, mi amigo y yo nos reunimos para, juntos, elaborar el informe que dirigido al magistrado firmaría Lambey…

“INFORME DE LA AUTOPSIA.-
Aspecto del cadáver.- El cuerpo es el de un hombre bien constituido, de entre 40 y 50 años. La putrefacción no ha empezado.
No se observa señal alguna de violencia. En el antebrazo izquierdo aparecen las marcas de una cicatriz, relativamente reciente (dos o tres meses), que pudieran corresponder a incisivos...
Apertura del cadáver.- Laringe y tráquea: normales.
Pulmones voluminosos, de coloración rosada y sembrados de esquimosis subpleurales muy finas; en su superficie no se observan vejigas enfisematosas...
Los bronquios están vacíos.
El corazón presenta una docena de esquimosis particulares.
El estómago: normal.
El hígado muy voluminoso y congestionado.

El bazo, riñones y demás vísceras abdominales tienen aspecto normal...

Conclusiones.- 1) El cadáver es de un varón entre 40 y 50 años. 2) Sin señales externas o internas de violencia. 3) Parece la muerte sobrevino por asfixia, no encontrándose el origen mediato que la pudo provocar. 4) Causa del fallecimiento: desconocida.”

Me despedí de Claude y puse rumbo a San Sebastián en el primer tren de la tarde.

Inmerso en la rutina diaria, los pocos meses que transcurrieron lograron hurtar de mi memoria aquel incidente. Por ello, cuando de nuevo recibí una misiva de mi amigo ni por un momento sospeché que lo que se me ofrecía era el desenlace a aquella historia y que Olivia Hervé, ahora de nuevo Clotís, nos iba a proporcionar la fantástica clave de unos insólitos sucesos.


Se me anunciaba el repentino fallecimiento de la mujer y, si bien Claude no me lo pedía, deduje de su escueto mensaje que acaso desearía mi presencia en el acto de la autopsia que debería tener lugar al día siguiente.

La curiosidad profesional, y un sexto sentido, me aconsejaron no perderme lo que pronto ocurriría; algo me decía que descubriríamos mucho más que el origen del fallecimiento de la mujer.

Bien entrada la madrugada partí, encontrándome a primera hora del nuevo día en la Morgue. Tanta prisa me di que llegué incluso antes que el propio Claude.

Un breve saludo y de inmediato nos recluimos en aquella sala. Pronto comprobamos que las circunstancias del caso aparecían, en todo, idénticas al de Lafoux; poco hubimos de reconocer o disecar, enseguida observamos que tampoco aquí descubriríamos indicios para determinar la causa de la muerte. Los efectos nos llevaban, desde luego, a concluir que estábamos ante otro ahogo súbito, sin origen aparente. Era algo así como cuando visitas un lugar en el que jamás estuviste y no obstante te resulta conocido. Aquí los síntomas te conducían a un trance de muerte por estrangulamiento, sin embargo, faltaba la respuesta a la pregunta decisiva: ¿Qué o quién la había provocado?

Decepcionados abandonamos la sala, como en la otra ocasión y muy a nuestro pesar no lográbamos, desde la lógica científica, alcanzar una satisfacción a aquel repetido enigma.

Fue entonces cuando topamos, casi chocamos físicamente, con el magistrado Muller.

Una breve presentación y...

- Doctor Lambey, le buscaba, debo mostrarle algo -urgió el juez- les ruego me acompañen los dos a mi despacho.

Apenas hubimos tomado asiento en los amplios sillones de cuero que, dispuestos en torno a una mesita, ocupaban una de las esquinas del imponente salón que servía de despacho al juez, éste intervino ante nuestra indisimulada curiosidad:

- Lo que quiero enseñarles fue encontrado esta misma mañana en la casa de Mdme. Clotís, durante un registro rutinario que ordené en busca de información sobre posibles parientes de aquélla. Tiene que ver con este caso y también con los de Lafoux y Hervé.

Sin más explicaciones, Muller extrajo de su bolsillo una cuartilla cuidadosamente doblada que, tras desplegarla con desesperante parsimonia, comenzó a leer en tono solemne:

Escribo estas líneas desde la seguridad que me otorga el saber que tal vez constituyan mi postrera comunicación con el mundo de los vivos, acaso sea mejor así.

Un sentimiento de cansancio y tristeza me invade. El miedo, el terror, quedaron atrás... justo cuando confirmé lo que presentía.

Hoy volveré al lugar donde reposan -¿definitivamente?- los únicos hombres que han existido en mi vida. Creo será mi última andadura.

Jean ha vuelto para desquitarse y soy yo el exclusivo objeto de su venganza, ahora que se llevó a Eric. En realidad él no tuvo la culpa, fue el destino: hubo de retornar a puerto antes de lo previsto y nos sorprendió. La disputa y lo demás no importa, se trató de un accidente -rodó por la escalera, como concluyó la investigación- y Jean se encontró con la peor parte, igual pudo ocurrir con Eric.

A partir de ese momento mi querido Lafoux no consiguió hallar el sosiego, algo le empujaba a cumplir su promesa. Por ello, cuando apareció inerte sobre la tumba, no me hizo falta que nadie lo confirmara: era Jean, se valió del trato que acordaron como arma para su cruel venganza.

Ahora se cerrará el círculo, el pacto que debimos sellar en vida, y para el que no tuve valor, hemos de completarlo en el más allá. No me importa, seguro siempre será mejor alternativa a ésta que ahora sufro... ¡qué Dios me perdone! Olivia Lafoux.

Claude y yo intercambiamos una mirada de asombro, eso fue antes de que Muller sentenciara que entendía el mensaje como una confesión en regla que aclaraba de manera concluyente el fallecimiento de Hervé -aunque no el de Lafoux-. En cualquier caso la investigación continuaría.

Pasaron algunos meses, mentiría si dijera que había olvidado aquellos sucesos. Hasta que una mañana recibí un telegrama de Claude...

“Exhumado cadáver Hervé -stop- extraordinariamente conservado -stop- ausencia nuevos indicios -stop- sólo una evidencia -stop- entre sus manos sostenía viejo reloj de Lafoux -stop- inexplicable como pudo llegar hasta allí -stop- rostro dibujábase lo que pretendía ser macabra sonrisa.”





El odio es un borracho en el fondo de una taberna,
que constantemente renueva su sed en la bebida.”
(Charles Baudelaire)

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