martes, 15 de enero de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLI) "Un paseo por el dolor, con cierto aroma a canela"



UN PASEO POR EL DOLOR, CON CIERTO AROMA A CANELA
Rodrigo D’Ávila



Creo habremos de convenir que la naturaleza, la providencia o lo que quiera que exista, si es que hubiera algo más que se encuentre por encima de nosotros los mortales y de alguna manera dirija, influya o siquiera supervise nuestras andanzas y destino; digo que una gran parte de quienes lean estas líneas, estarán conmigo en que ese ente es sabio o cuando menos domina bien lo que hace, pudiera decirse que es un gran profesional.

Viene este introito a cuento para ratificarme en la tesis que sostengo -y pienso que conmigo muchos- de que las malas experiencias, el dolor físico y también el otro, aunque éste se demore algo más, termina a lo largo de la vida por caer en el pozo del olvido, o a atemperarse hasta límites que jamás pudiéramos imaginar en el momento mismo en que acontece el accidente, desengaño o hecho luctuoso.

Tendría seis años o así cuando, para evitar los constantes y repetitivos ataques de “amigdalitis”, mis padres optaron -como por otra parte entonces era habitual- por cortar por lo sano, en este caso lo enfermo.

Y ahí me tienen, una mañana de otoño, caminando de la mano de mis progenitores, como un hombrecito, sin saber muy bien donde iba a meterme. Desconocía que al poco abandonaría el lugar algo más ligero de peso, y eso que entonces -¡qué tiempos aquellos!- lo único que no me sobraban eran kilos.

Subimos al primer piso y allí aguardaba el otorrino. Una enorme bata blanca o mandil, el embozo protector que aún no cubría su nariz y boca, y una sonrisa solícita en exceso bastaron para ablandar mi ánimo otrora entero. No obstante, pensé para mis adentros, no podía desfallecer en ese momento, yo que bien ganada fama tenía de valiente -y perdón por la inmodestia-.

Por ello, y porque también pensé que resistirme en ese último momento era actitud, a la par que nada gallarda, inútil, consentí en traspasar aquella alba puerta, con las piernas temblando cual Jarabo -aquel asesino, postrer reo de garrote vil- que tiempo antes había estado muy de moda en nuestro país.

Sobre las piernas de mi padre, cubierto de una sabana que más parecía un sudario, bajo una potentísima luz que me cegaba, me obligaron a abrir la boca encajando en ella un aparato que impedía la cerrara. Un golpe de éter que alguien vertió sobre la gasa que me cubría nariz y boca -entonces nada de inyección ni control por anestesiólogo que valiera- y todo mudó a rojo. Aquello es lo último que recuerdo antes de despertar en mi cama, rodeado de familiares y amigos que comentaban lo valeroso que había sido.

Creo fue por aquellos días cuando establecí mi actual récord de degustación de helados en menor tiempo, puedo asegurar que no está en el Guinness porque entonces esa moderna imbecilidad aún no se había inventado. Los subían del cercano Pepillo -“La Flor Valenciana” y sus parientes “Los Valencianos” a esas alturas ya habían cerrado-. Los sabores: leche merengada, mantecado y tal vez chocolate, en aquella época no había más.

Seguro pasé algún tiempo molesto hasta que la cosa cicatrizó. Sin embargo, volviendo al principio, esas molestias las olvidé enseguida. La única sensación que ha sobrevivido al tiempo acaso haya sido el sabor a mantecado y leche merengada con su aroma a canela, todo mezclado con ese regusto tan peculiar, entre dulce y salobre, que deja la sangre, tu propia sangre.

miércoles, 2 de enero de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XL) "Embrujos de andar por casa"





EMBRUJOS DE ANDAR POR CASA
Rodrigo D’Ávila


Ahora, con la libertad que me proporciona este viaje de fantasía, me remonto a la prehistoria o casi. Se trata de uno de los primeros recuerdos que conservo, y como tal aparece y se desvanece igual que aquellas imágenes de los primitivos fotógrafos, época heroica del trípode y postmagnesio, que trabajaban en los parques tras sus viejas cámaras cubiertos por un trapo negro, destapando y tapando de nuevo el objetivo. Así se me presentan ahora esas semblanzas de entonces, a caballo de una luz y penumbra alternativa, eso sí, en tonos sepia.

Es muy de mañana, de la mano de mi abuela y acompañados por una doncella de oscuro terno, bajo impoluto delantal blanco y enorme cesta al brazo, recorremos el itinerario que nos llevará al Mercado Chico un viernes cualquiera, de cualquier año, en cualquier tiempo a principios de los sesenta.
Caminamos por la calle Generalísimo -con perdón-, Alemania y Reyes Católicos. Los primeros rayos de sol, al besar los cristales, parece jugaran al escondite con los viejos edificios de balcones colgando; ora sí, ora no se estrellan contra mis ojos. Todavía retengo aquella molesta sensación que me obliga a mantenerlos entreabiertos. Ahora sombra y de inmediato sol, brillo-opacidad, penumbra-fulgor.

Llegamos a la pescadería de toda la vida, la de Gregorio, mi abuela ordena - siempre mandó mucho-; hace el encargo que recogeremos a la vuelta. Algo de merluza, un poco de vertorella y poco más, los métodos de conservación de entonces no aconsejaban un aprovisionamiento exagerado.
Nos despedimos del pescadero y continuamos la andadura hasta el mercado de los viernes en la recoleta plaza, siempre acomplejada por la otra, que recuerdo más o menos como hoy día.

Nos detenemos en varios puestos, mi abuela sigue su inspección, revisa frutas, hortalizas, verduras… Medio en broma, medio en serio -que es como se deben insinuar estas cosas, aunque ella se andaba con pocas chanzas-, advierte a los paisanos del riesgo que corren si estos tomates no resultan tan sabrosos como parecen, o si esa coliflor no sale lo tierna que el hortelano asegura.

Finaliza la compra, la cesta cargada y, tras saludar a las dueñas de una tintorería -amigas de la familia- y recoger el pescado, retornamos a casa. Mi abuela no es muy dada a charlar con la gente por la calle, en todo caso saluda a los conocidos que se encuentra y se escuda en la prisa para evitar la cháchara, que como ella dice: “a nada conduce y a nadie sirve”.

(Otro recuerdo se entremezcla con estos, seguro no sucedió el mismo día, aún así lo relataré como epílogo)
Ya estamos en casa, hoy, como tantas veces comeré con ella y con mi tía. Una vez la compra depositada en la “fresquera” (como su nombre indica el habitáculo más frío de la casa, orientado al norte) se dispone todo para la ritual preparación de la comida. En esto que, un sonido agudo, penetrante y continuado invade la casa, no sabemos de que se trata, lo cierto es que va in crescendo y parece procediera precisamente de la fresquera, donde acabamos de depositar frutas, hortalizas, pescado…

No se me olvidará nunca, mi abuela, tranquila como en ella era habitual y con toda la naturalidad del mundo, afirma sin que se la mueva un cabello: “Eso van a ser las coles de Bruselas, seguro están embrujadas”.

Creo que éstos se encuentran entre mis más rancios recuerdos, esos que el viejo Freud localizaría casi en el subconsciente, y que de tarde en tarde afloran como si algo o alguien pretendiera jamás olvidaras el principio. Es probable que con los años tornen más recurrentes y poco a poco vayas completando el círculo.

(*) Por cierto, el ruido venía provocado por el teléfono, que por lo visto alguien no había colgado bien.
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