martes, 19 de junio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXV) "Feriantes"



F E R I A N T E S
Rodrigo D’Ávila

 


Ya se acercan las fiestas grandes de Ávila; para no inducir a engaño puntualizaré se trataba de las únicas que tenían lugar por aquel entonces. Nos encontramos a primeros de octubre de un año cualquiera a finales de los sesenta. Las clases no han comenzado, o quizá sí, de todos modos si lo han hecho ha sido suavemente, como sin querer, podría decirse que de broma. Hasta que pase “la Santa” no empezaremos en serio.

En el transcurso de una vida hay detalles que permanecen grabados en la memoria; parece como si determinados sucesos vinieran prologados por esos rasgos, de tal manera que con el tiempo casi olvidaras el acontecimiento principal y apenas recordaras esas pinceladas o bien tan sólo a través de ellos rememoraras lo fundamental. Algo de esto me ocurre cuando recuerdo a los “feriantes”, con ese apelativo englobo a ese conjunto de personas de todas las edades que en aquellos tiempos, y también ahora, practicaban un nomadismo moderno, en camiones y rulottes, de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta, acarreando atracciones y diversión para todos.

Siempre supe de la proximidad de las fiestas de Santa Teresa por los preparativos para la instalación de tíovivos, casetas de tiro al blanco, tómbolas, coches de choque y demás artilugios en cualquiera de los solares o espacios que cada año el ayuntamiento habilitaba al efecto. Igual que el buen tiempo preludia el estío y la declaración fiscal del IRPF, aquellos zíngaros -como aún mucha gente los denominaba y asimilaba de manera errónea a los romanís o gitanos- anunciaban la inminente llegada de nuestra festividad mayor.

Dentro del recinto pomposamente llamado “Real de la Feria” hombres y mujeres se afanaban en preparar norias, barcazas oscilantes, pistas de coches eléctricos o la conocidísima “Tómbola del Jamón”, todo a mayor gloria y diversión de los abulenses que no mirarían gastos durante los próximos días.

He de admitir que este ambiente siempre dejó en mí un poso de amargura, y no acierto a explicar el motivo. Puede se tratara del mismo carácter nómada de esas gentes, tan alejado del propio; acaso fuera la misma decepción que me embargaba una vez había disfrutado de la efímera ilusión de una vuelta en el tiovivo, el masoquista tormento del vaivén de la noria -aunque la sensación final aquí era de liberación-, o la pegajosa impresión del algodón de azúcar, en fin no lo sé...

Me sucedía algo parecido con el circo, aunque la razón de este desasosiego al contemplar el mayor espectáculo del mundo bien que la conocía, no era otra que el miedo, sí, mi propia angustia mezclada con una ansiedad insoportable mientras temía que el trapecista no asiera la barra o el salvador brazo de su compañero y cayera al vacío; el sobrecogedor sentimiento que me asaltaba al observar entre las rejas al domador obligando a la fiera a evolucionar contra su voluntad a costa de que aflorara su nunca olvidado y sanguinario instinto; o en fin, que la bala humana saliera despedida contra el público en lugar de aterrizar en la protectora red al otro lado de la carpa.

Así transcurrían las fiestas, hasta que de pronto un día, más allá del de las ánimas, al acercarme -por señalar un sitio- al solar de Santa Ana, donde a veces se instaló la feria, observaba ya no había nada más allá del árido descampado de tierra. En silencio, como llegaron, los feriantes habían desaparecido; en pocas horas desmontaron lo que con tanta ilusión vimos levantar. Se han ido, aquí nos dejan hasta el próximo año, por delante apenas nos espera un largo, crudo e inhóspito invierno.

jueves, 7 de junio de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXIV) "El espíritu del bosque"





EL ESPÍRITU DEL BOSQUE
Rodrigo D’Ávila


Aunque hoy día pudiéramos considerarlo casi un parque de la ciudad como San Antonio o San Roque, entonces, hace más de treinta años, todavía era nada menos que un bosque, una masa arbórea surcada por el Adaja y constituida por una mayoría de fresnos, arropada por alisos, chopos, álamos y algún que otro negrillo.

En efecto, lo que apenas con unas pinceladas he pretendido esbozar es ni más ni menos que “El Soto”, esa mancha verde que se desparrama por el valle, iniciándose, al tiempo que quiebra la monotonía del paisaje, poco más allá de la plaza de toros y justo a la derecha de la carretera que conduce a Navalmoral y Burgohondo según abandonas la ciudad.

Resulta innegable que todos los bosques poseen, de una u otra forma, vida propia, sin embargo siempre tuve la impresión de que unos gozan de ella en mayor medida que otros. Me explicaré: he conocido y hasta vivido alguna temporada en las cercanías o el interior de bosques de eucaliptos, pinos y otras especies de hoja perenne, y he de reconocer que no es lo mismo. Poco tiene que ver la vida que discurre en éstos, con la que cada primavera explota o durante el otoño se aletarga en el corazón de esos otros cuya fronda predominante se compone de árboles de hoja caduca: ya sean fresnos -como el del Soto-; robles -en el valle del Corneja-; castaños y frutales diversos -en el del Tietar-; o nogales y similares en la vega del Tomes a su paso por la comarca de Barco de Ávila.

La naturaleza en estos últimos es... ¿cómo lo explicaría? Más vital, instintiva y hasta salvaje. El tránsito estacional se percibe con una intensidad mayor, el motivo de ello no creo venga impuesto por el hecho de que los árboles broten o pierdan la hoja, se trata de algo mucho más profundo: es como si las plantas -y animales- que de todo tipo allí sobreviven gozaran de un colorido, una actividad distinta y a buen seguro mejor; en contraste con aquélla de la que disfrutan los otros (pinos, abetos, eucaliptos...)

Caminar entre robles, nogales, hayas o abedules siempre supuso para mí una especie de baño de vida, una zambullida de energía, de exuberancia en el tiempo de renacimiento, y otro de matiz muy distinto, aunque de igual intensidad, cuando la decadencia. El contacto que en esta frondosidad se establece con la naturaleza es mucho más auténtico, más vivo, me atrevería a asegurar que hasta más emocionante.

Siguiendo con esta dinámica, el recorrido otoñal tiene para mí, si cabe, un mayor atractivo. Es como si el declive, el ocaso, en lugar de significar consumación o desenlace, expresara vida, o mejor, paso a otra. En atravesando esa senda, las vivencias se presentan inflamadas de la melancolía de lo que se transforma y no obstante continua siendo vida al fin y al cabo, ya que se trata de la misma vida perpetuándose. Y es que el afán de vivir, la obsesiva necesidad por continuar disfrutando de lo que tenemos, adquiere entonces, en el crepúsculo, su máxima expresión con muchísima mayor profundidad y virulencia que en la primavera. De igual manera, durante el declinar de una vida es cuando, al tomar conciencia de lo que perdemos, de lo que dejamos atrás, valoramos con ansia desmedida aquélla que, plenos de displicencia, recibimos en el tiempo de lozanía.

Paseos otoñales por el Soto, lánguidos atardeceres en un octubre de poniente escarlata. El atuendo verde ya apenas se sostiene, lo sustituyen mil tonos y matices: ocres, amarillos, cremas, marrones, rojos... en una apoteósica sinfonía del ocaso donde los recuerdos se agolpan y una dulce-suave melancolía se revela desfalleciendo el ánimo otrora entero; al tiempo que en la lejanía, desde el norte, a caballo de una gélida brisa que todo lo invade, irrumpe ese viejo conocido, nuestro inseparable camarada el invierno lanza inmisericorde su periódica proclama de frío silencio y soledad, a la par que de un infinito y sobrecogedor vacío.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.