domingo, 11 de agosto de 2013

EL RECOLECTOR DE SUEÑOS (fábula para cuando no quede nada)





El recolector de sueños
Rodrigo D'Ávila







Esta la historia de un viejo -sí viejo, ilustre palabra- que pasaba su tiempo, el poco que le quedaba, mirando al mar. Su larga y plena vida de trabajo, triunfos y penalidades le había enseñado el más precioso secreto de la existencia, de su existencia: la suprema ocupación del ser humano no era otra que eso, contemplar el mar, mirar hacia el océano, empaparse de su azul, esmeralda, gris... hasta que sus pupilas lograran adquirir asimismo esas mil tonalidades de luz.

Debo decir, más tarde lo supe, que ello era mal visto y hasta criticado por los que le rodeaban, quiénes le tildaban de vago, ocioso e incluso, con ese torpe atrevimiento hijo de la ignorancia, nada menos que de loco.

Aunque su nombre no sea relevante para esta historia, diré que se llamaba Max, al menos por ese apelativo todos le conocíamos. Desconozco si se trataba de un apócope de Maximiliano, Máximo o ese era su auténtico nombre, puesto que tampoco estoy en condiciones de asegurar que hubiera nacido aquí o viniera de lejos; ningún acento conservaba, nada que indujera a pensar en su origen anglosajón, teutón o francés, aunque siempre sospeché, no me pregunten la razón, que su cuna podría estar mucho más allá, al otro lado del océano.

Fuera su procedencia la que fuese, lo cierto era que llevaba muchos años aquí. Yo le recordaba desde mis primeras vacaciones en el pueblo costero donde veraneábamos entonces, si bien no comencé a tratarle hasta el año siguiente.

Para mejor comprensión de la historia, he de decir que Max había logrado que las autoridades del mar le vendieran, cedieran o arrendaran un antiguo faro en desuso que él había reparado y convertido en su casa. Puede que tan sólo le permitieran vivir allí para que no se perdiera aquel fascinante artilugio, que en el fondo, y además por supuesto de su reconocida utilidad para la seguridad del tráfico marítimo, representaba una especie de monumento a la solidaridad entre las gentes del mar.

Ni que decir tiene que recuerdo cuando y de que manera le conocí. Mi memoria se detiene ahora en las atiborradas nubes grises que aquella mañana dominaban la costa y todo el pueblo. Sin otra compañía que la ya por entonces mi fiel amiga: la soledad, había salido a dar un paseo por la playa adentrándome hasta el extremo de la bahía. Allí, muy cerca del viejo faro, sentado entre las rocas del espigón, con una caña en las manos y mirando hacia el infinito mar oscuro, como la negra morada del rey Neptuno -así acostumbraba él a definir aquella tonalidad- estaba Max.

En silencio tomé asiento a su lado y me dispuse a observarle. Él no abría la boca, yo tampoco. Una de las reglas no escritas entre los pescadores -igual que entre jugadores de mus- es no importunar, así lo había aprendido en mis primeros contactos con el mar.

Al cabo de un rato volvió la cabeza, me miró a los ojos y, mientras dibujaba en su rostro una media sonrisa entre dulce y socarrona, me espetó:

- ¿Qué, no preguntas si pican?

- Ya veo que no, y además no quería que mi presencia le distrajera- respondí con la habitual timidez de la que por entonces no lograba desprenderme.

- Pareces un chico prudente. ¿Quieres probar?- siguió al tiempo que me ofrecía la interminable caña.

Así comenzó a ilustrarme en la complicada técnica que es la pesca a la orilla del mar, también en la de altura, y de sus increíbles aventuras: como cuando -en su juventud- capturó una sirena, a la que permaneció unido durante tiempo, ahora no me explico de que manera; o de su especial relación con Poseidón.

Aquél fue -y perdonen el plagio- el comienzo de una gran amistad. Durante el resto de las vacaciones proseguí con mis visitas a Max. Al principio nos veíamos en el espigón, con el tiempo conocí el magnífico faro, su casa. Me explicó su manejo, y es que muchas noches aún lo hacía funcionar desplegando su potente haz de luz blanca hacia el horizonte, también me contó como los barcos desde la lejanía saludaban a faro y farero según pasaban al socaire de la costa. Por las tardes, a la hora de la siesta, me llegaba hasta la torre; allí, con la sola compañía de la mar plácida, jugábamos interminables partidas de ajedrez.


Conocido el protagonista principal, vamos con la fantástica historia de la que muy a mi pesar fui testigo...

Una mañana los periódicos y las radios abrieron con una única noticia: “Un desconocido roba los sueños de la gente”, “Un mundo sin sueños”“Soñar ya no es posible”... Estos y otros titulares parecidos encabezaban y hasta colmaban el papel y las ondas.

Alguien poderoso pretendía dominar el mundo mediante la implantación de una dictadura, un régimen en el que la imaginación, los anhelos más profundos de la gente desaparecieran, él los había robado. No sé conocía como, lo cierto es que consiguió arrebatar los sueños de todo el mundo, o lo que era lo mismo, su íntima razón para continuar en esta vida.

Las consecuencias se conocieron de inmediato: el índice de suicidios en el mundo se multiplicó. Los noticiarios daban cuenta de que cientos de miles de personas ponían fin a sus vidas cada hora. Y aquellos que no adoptaban la decisión fatal, fallecían de pena, de desesperanza, aunque en el certificado de defunción constase como última enfermedad otras mucho más prosaicas.

Primero fueron los ancianos, luego siguieron adultos, jóvenes, adolescentes y hasta niños de cualquier sexo y condición. Era cuestión de tiempo que el planeta tierra se despoblara en su práctica totalidad, y eso era lo que pretendía aquel cruel coleccionista de sueños: cuando no quedara nadie sobre la faz de la tierra, él -a quien nadie conocía- y sus adeptos, a los que mantenía controlados permitiendo disfrutaran de sus sueños y sólo mientras le obedecieran, dominarían este planeta, o lo que quedara de él.

Por supuesto, yo también resulté contaminado. A cada minuto me planteaba si merecía la pena continuar en este mundo, todo se me hacía gris, sin sentido. Apenas lo único que me reconfortaba, no eran mi madre y hermanas, tan enfermas como yo mismo, sino mi especial relación con Max.

Así que, como cada día fui a su encuentro. Allí estaba, en lo más alto del faro. No pude por menos de sorprenderme, le vi como siempre: alegre, ilusionado y con unas irrefrenables ganas de vivir.

Nada más verle puse todo mi empeño en ponerle al corriente de lo que sucedía, del macabro plan para exterminar a la humanidad, el dictador había puesto en marcha el reloj del fin del mundo y éste se extinguiría por su propia mano.

Max sonrió.

- Pues yo sigo como siempre. Esta mañana surqué las aguas del proceloso mar de la China, entre juncos y fragatas, inmerso en el fragor de la batalla en la segunda guerra del opio.

- Sigues con tus sueños. ¡No han logrado despojarte de ellos! - respondí-

- Pues claro, chico. Durante la pasada noche he peleado en la bahía de Veracruz a bordo de un galeón. Nos acorralaban carracas, carabelas, saicas y picazas. Ni aún así lograron hacerse con nuestra nave - eufórico terminó.

Mientras tanto, los días seguían cayendo, al igual que hombres, mujeres y niños en cualquier lugar del mundo. Yo a duras penas resistía, encontraba en Max mi único consuelo.

Los medios de comunicación libres, cada vez menos pues el dictador poco a poco lograba hacerse con la información, contaban que el maligno se proponía almacenar todos los sueños, anhelos y esperanzas de la gente en varios ingenios nucleares para hacerlos estallar en el espacio mediante satélites dirigidos. Ello provocaría la destrucción definitiva de la especie humana y la dominación absoluta del planeta por el usurpador, del que por cierto conocían ya el nombre: un millonario llamado Rupert Cobbler.

Recuerdo el último día que compartí con Max. Salimos a pescar en su barca. Yo apenas abrí la boca durante la travesía, no me sentía con fuerzas para seguir y dudaba si sería capaz de superar la próxima noche. Fue en ese momento, cuando gritó: - ¡Allí! – mientras señalaba a poniente. Miré y vi un enorme pájaro de acero, un bombardero, de su cola salía una columna de blanco humo y a intervalos también fuego. El aparato había perdido el control y se precipitaba hacia el agua. De repente, observamos como del fuselaje se desprendían varios objetos colgados de un enorme paracaídas que caían al mar. Enseguida la nave hizo lo propio estrellándose al tiempo que levantaba una formidable columna de agua y espuma.

- ¡Vamos! Debemos recuperar esos objetos - ordenó Max.

- Llegamos al lugar, varios objetos cilíndricos -acaso bombas- flotaban con la ayuda de la gran seda naranja.

- ¿Y si fueran...? - relaté a Max las últimas noticias sobre el probable destino de los sueños de la gente. No respondió, cogió varias herramientas de la barca al tiempo que pedía mi ayuda.

Allí permanecimos hasta bien entrada la tarde en que varios navíos de la armada completaron nuestra tarea.

No volví a ver a Max.

Estuve cierto tiempo en un Centro de Internamiento, cuarentena me dijeron. Lo cierto es que repetí mil veces nuestra historia a la inteligencia militar.

Max murió al cabo de pocos meses. Pasó mucho tiempo antes de que recibiera su carta. Aquel avión, como sospechaba, portaba las célebres bombas con su precioso contenido. Gracias a sus conocimientos de física nuclear, matemáticas y aeronáutica logró liberar a tiempo los sueños de la humanidad, éstos volaron hasta sus respectivos dueños, que recuperaron la alegría de vivir y la tierra, al menos, logró un aplazamiento de condena en su inexorable destino.

En secreto fue condecorado, aquí en mis manos tengo las medallas que le concedieron, me las envió con su carta. A duras penas, las lágrimas inundan mis ojos, consigo leer las últimas recomendaciones de mi viejo amigo:

“...Y sobre todo, nunca olvides que mirando al mar el ser humano se reencuentra con sus orígenes, en él se halla la respuesta a todos nuestros interrogantes, jamás dejes de contemplarlo. Hasta siempre. Max.
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