lunes, 20 de junio de 2011

LA FIGURA DE LA SEMANA (un relato imaginario -de imaginación y de imagen-)



La Figura de la semana




¿Somos como realmente nos vemos a nosotros mismos cuando observamos ese extraño cuya figura, cruda y a veces insolente, devuelve el espejo en cualquier destemplada mañana de invierno? O por el contrario, ¿quiénes en realidad somos, la imagen que nos representa es aquélla que de cada uno tienen, acaso por habérnosla hurtado, los demás, la gente que nos rodea?

¿Es esa efigie única e inalterable? O quizá presentamos una diferente según el antagonista que, frente a nosotros, en cada coyuntura se opone. ¿Somos capaces de manipular nuestra imagen y lograr, cual trileros del día a día, trasladar a nuestro interlocutor una personalidad distinta según quien tengamos enfrente?

Por el contrario: ¿Nuestra personalidad se afirma -tan sólo- porque así lo desean aquellos que nos conocen, y de la guisa en que a ellos les place?


¿Es posible transformar nuestra íntima apariencia, en distintas según convenga, frente a todos y todo el tiempo? Y si es así, ¿llegado un momento no dudaremos de nuestro yo más esencial y perderemos nuestro auténtico -digamos- alma?

¿Existimos en fin, en tanto en cuanto permanecemos en la memoria de los otros y justo hasta el momento en que la presencia física deja paso al recuerdo y éste al infinito olvido perpetuo...?

La noticia con que el periódico esta misma mañana me ha sorprendido, ha vuelto a desatar de golpe, arrolladoras, todas estas preguntas que ahora, de nuevo, se agolpan demandando una respuesta que dudo mucho poseer.

Pero creo he de comenzar la crónica de este mágico episodio por el principio, al menos desde el instante en que yo, asumiendo el involuntario papel de espectador de última hora, irrumpí en esta historia; un relato que, al igual que yo al escucharlo por vez primera, cualquiera calificaría de aborto parido por la atormentada mente de un desequilibrado -si es que alguien, desde su honesta razón libre de prejuicios, pudiera pretender con osada ligereza etiquetar de tal modo a un ser humano como aquél que ante mí se presentó-. En estos momentos, quién sabe si demasiado tarde, no logro abstraerme a cuanto viví aquella tarde sin lanzar hacía lo más profundo de mí ser este angustioso interrogante: ¿acaso también yo habré perdido pie en mi particular travesía sobre el filo de la navaja, esa línea que constituye la tenue frontera razón-locura...?



“Bueno, nada más, nos vamos, me despido por unos meses tiempo durante el que se librarán de mí; eso salen ganando. Un abrazo de todo el equipo de producción y, por supuesto, del mío propio: Néstor Palacios. Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡graaacias!”

Música bullanguera, aplausos del público que se encuentra en el estudio, las luces se apagan y Néstor se despide de sus colaboradores más cercanos:

- Ya nos llamamos -asegura dirigiéndose al realizador-. Como te dije, pasaré un tiempo descansando y pronto comenzaré a trabajar en el proyecto de un nuevo programa, ni que decir tiene que cuento con todos; contigo coordinaré lo necesario una vez haya decidido hacia donde tiraré esta vez. En cualquier caso eso no será antes de un par de meses. ¡Hasta la vista! Así dio inicio a su relato el paciente con historia clínica número 6.545: Palacios Néstor, el que había acudido a mi consulta recomendado por un viejo colega y amigo a quién yo conocía de mucho tiempo atrás.

Se trataba de un individuo todo él mediano: estatura, complexión, instrucción e incluso edad, aunque el blanco que asomaba en sus sienes hacía representara más de la que en realidad tenía. Nada en él merecía la pena destacar sino fuera por algo accesorio -más tarde comprendería su auténtico significado- que me chocó; ello era, ni más ni menos, el atuendo con el que compareció: sombrero, guantes, gafas oscuras y una espesa barba - postiza a todas luces - como pretendiendo ocultar su identidad, o mejor, evitando mostrar siquiera una ínfima parte de su anatomía.

Tras las habituales presentaciones de cortesía y sorprendido de que yo desconociera su existencia -nunca fui dado a ver televisión, y desde luego no a contemplar espacios “prime time” de consumo de masas- pasamos al objeto de su visita, del que nada sabía toda vez que mi compañero había guardado buen cuidado en no desvelarlo.

Tomé de mi archivo un puñado de las correspondientes hojas impresas, y me dispuse a cumplimentar la historia:

Nombre, antecedentes familiares y personales, enfermedades pasadas, relación con las drogas (en su juventud había probado LSD y en la actualidad era consumidor -esporádico según aseguró- de cocaína). Pronto terminé el cuestionario de rutina y, con ese aire entre interesado y sereno con que siempre he procurado confortar al paciente, pregunté:

- Y bien Néstor. ¿Cuál es el motivo de su visita?

Arrellanándose en el asiento y como si tuviera prisa por confesar, por sacar a la luz lo que le angustiaba, dio principio a su narración:

- Verá doctor, antes que nada le diré que acudo a usted con el pleno convencimiento de que en muy poco, por no decir en nada, podrá ayudarme; sin embargo, al menos me escuchará, será participe, también biógrafo cuando todo acabe, de mi desesperación y comprenderá el auténtico significado del desenlace que pronto, muy pronto tendrá lugar. No, no diga nada, aguarde a conocer el mal que me aqueja y usted mismo se convencerá.

-Como le he dicho, me dedico a esto de la televisión espectáculo. Produzco, dirijo y, la mayoría de las veces, además presento programas de gran audiencia de los más diversos estilos: musicales, variedades, entrevistas rosáceas, hasta algún concurso... y he de decirle, aunque suene a petulancia, que desde hace algunos años, precisamente con aquel famoso: “Yo pregunto, usted responde”, todos con extraordinario éxito de público, si bien no así de crítica, ésta nunca me ha tratado como merecía, tal vez por ello hace tiempo dejé de prestarla atención, y por lo mismo esos envidiosos del éxito ajeno frustrados de gloria, que lo saben, a cada momento tratan de hacérmelo pagar.

Sin temor a equivocarme puedo afirmar que a partir de aquel primer triunfo no he parado de trabajar, y mucho me temo que ello haya influido decisivamente en mi vida privada. Llevo años divorciado y creo durante este periodo no haber echado de menos la vida familiar; el trabajo ha significado para mí algo así como una obsesión, lo ha llenado todo. Arriesgándome a parecer un cínico carente de eso que la chusma llama sentimientos, y en lo que se refugia para ocultar su vulgaridad, creo que el hombre con algo importante que construir en su vida, algo con lo que se le recuerde, ha de desprenderse del lastre, de todo aquello que pueda distraerle en su camino, y esos afectos de que tanto habla la gente constituyen el mayor peligro en la trayectoria de cualquier gran hombre que se precie.

No puedo negarlo, aquellas palabras me impresionaron y no sólo por ellas en si mismas, sino por su tono -seguro que no se trataba de una pose-, aquel hombre estaba plenamente convencido de lo que decía, de lo que había sido su vida y su relación con los demás, hasta con sus más cercanos. En contadas ocasiones, durante mis muchos años de ejercicio profesional, había escuchado algo así, ni siquiera en las entrevistas a personalidades psicopáticas o con rasgos paranoides. En todos los casos, por mínima que fuera, siempre emergía una referencia a los afectos; bien por la añoranza de su pérdida, bien por su desesperada búsqueda, o en fin, por el anhelo en recuperarlos. Para Néstor apenas suponían un inconveniente, un lastre como el mismo decía, algo accesorio en lo que sólo reparaba para expresar su desprecio.

- Pero ese no es el motivo de mi presencia -continuó Néstor-, sino algo mucho más grave. Hace unos meses, y anticipándome al previsible comienzo de la caída de los índices de audiencia, decidí suspender el programa que con tanto éxito mantenía en el aire las tres últimas temporadas. Además, así descansaría, me tomaría un respiro y volvería al cabo de un año con nuevas ideas y renovados bríos. ¿Sabe doctor? Esto de la tele quema mucho, a ti y a los que te siguen, no es bueno cansar al público. Por otra parte, tenía bien merecido un respiro, llevo diez años sin parar y mi cuerpo demandaba a gritos este pequeño paréntesis.

Así que, como le he dicho al principio, hace tres meses me despedí de mi público con la última edición de “La Figura de la Semana”, un programa de entrevistas con gente famosa en el que se intercalaban actuaciones de las más renombradas estrellas del mundo. Bueno, eso ahora da igual, y tampoco quiero aburrirle...

- No se preocupe, me interesa conocer todos los detalles - le tranquilicé.

- Como le decía -prosiguió Néstor su relato- me retiré lejos de todo a una casita que poseo muy próxima al mar, una especie de cabaña de cuya existencia muy pocos saben y donde me sentía completamente feliz cuando, muy de tarde en tarde, ya cada vez más de tarde en tarde, me acercaba para disfrutar de la deseada soledad que ésta me ofrecía. Y es que siempre he sido un apasionado de un cierto aislamiento voluntario, acaso como reacción inconsciente a lo que ha sido una constante en mi vida: la multitud, encontrarme a menudo rodeado de gente, profesionales-compañeros y público, es lo mismo, muchedumbre al fin y al cabo la que como tumulto he acabado por odiar. En fin, me estoy desviando de lo importante… mi propósito era permanecer allí, en mi oasis particular, un par de semanas para luego iniciar un largo viaje por el nuevo continente al objeto de descubrir lo más reciente que en espacios de variedades se produjera en la cuna de este medio.

Los primeros días transcurrieron con normalidad, sentía unas ligeras molestias, inespecíficas como dicen ustedes, y asimismo un cierto desasosiego que sin embargo no lograba perturbar el sentimiento de calma benefactora que me invadía, ese que tanto había echado de menos en estos años. La soledad era la mejor medicina que conocía, a la que siempre recurría las escasas veces que he necesitado parar.

Así continuaron su perezoso devenir las siguientes jornadas: paseos por la playa, baños a la luz de la luna, buena comida, plácidos amaneceres, reencuentro con alguna aventura interrumpida tiempo atrás… Así hasta que una mañana, al levantarme, dio inicio este tormento que desde entonces me aflige y creo pronto acabará conmigo.

Como otras veces, entré en el cuarto de baño, una ducha reparadora y, siguiendo la rutina cotidiana, me dispuse a terminar el aseo frente al espejo. Fue entonces cuando observé algo que me heló la sangre en las venas: completamente desnudo, la imagen que devolvía el cristal no era la habitual.

- ¿No se reconocía? - me atreví a interrumpir.

- No, no se trataba de eso, por supuesto que aquel que aparecía frente al espejo era yo mismo, o al menos... lo que quedaba de mí.

- ¿Qué quiere decir? - intrigado no pude por menos de volver a detener la noticia de su peripecia.

- Mi aspecto resultaba el habitual, si no fuera por que... ¿Cómo le diría...? Parecía no poseyera sustancia física, sí, eso es, como si mi cuerpo hubiera perdido consistencia. Hasta creía ver, mirando al espejo y a través de él, tenues los objetos que se hallaban a mi espalda y que en realidad mi cuerpo tapaba.

No quise interrumpir de nuevo su exposición, pese a ello, enseguida pensé en un caso de esquizofrenia -sin determinar en ese instante el apellido-. Las personas con esquizofrenia pueden percibir la realidad de forma muy diferente a cómo lo hacen otras personas que las rodean. A menudo sufren síntomas aterradores, como oír voces internas no percibidas por otros, o creer que otras personas leen sus mentes, controlan sus pensamientos o conspiran para hacerles daño. Al vivir en un mundo distorsionado por alucinaciones y delirios, las personas con esquizofrenia pueden sentirse asustadas, ansiosas y confusas, y pueden vivir aterradas y recluidas. Su forma de hablar y de comportarse puede llegar a ser tan desorganizada que resulte incomprensible o espantosa para los demás. En parte debido a lo inusual de las realidades que experimentan, estas personas pueden comportarse de formas muy distintas en momentos diferentes. A veces pueden parecer distantes, indiferentes o preocupadas, e incluso podrían permanecer sentadas rígidamente, sin moverse durante horas y sin emitir un sonido. Otras veces, podrían estar moviéndose constantemente, siempre ocupadas, con aspecto despabilado, vigilante y alerta.

Para comenzar a concretar un diagnostico diferencial, recordé ciertos casos de esquizofrenia suficientemente descritos que presentan análogos síntomas (percepción de ausencia de materia, insubstancialidad etc.).

A pesar de todo me resultaba extraño -y más teniendo en cuenta la edad del paciente- que de improviso apareciera sintomatología de carácter psicótico. De cualquier manera, potencialmente también el consumo de ácido pudiera provocar esas alucinaciones, aunque, según confesaba, lo había abandonado mucho tiempo atrás.


- Sí doctor, en ese momento comenzó este calvario. Con el paso de los días continué observándome, y lo que en principio apenas era un ligero clarear se fue convirtiendo en absoluta transparencia. Mi cuerpo, renegando de su habitual opacidad, tornábase poco a poco traslúcido. La certeza me llegó durante la primera salida al pueblo cercano para hacer unas compras, no se trataba de figuraciones mías, o de un problema de visión alterada de la realidad de mi cuerpo. La gente paraba su andadura para mirarme y se arremolinaba junto a mí entre aspavientos, resultaba algo así como un fenómeno de feria. Precipitadamente huí del lugar y retorné al seguro refugio en la soledad de mi cabaña.

Llamé a mi representante que me puso en contacto con un médico al que acudí. Como imaginaba, no supo diagnosticar lo que me ocurría ni por supuesto dar con un tratamiento para al menos paliar mi congoja, porque no existe medicina conocida que frene esta volatilización progresiva en que se ha convertido mi vida. Ese compañero suyo me aconsejó acudir a usted, y aquí estoy, sin esperanza, suspirando por encontrar un mínimo consuelo mientras le refiero este encantamiento que, sin saber cómo ni por qué, se ha apoderado de mí mientras me conduce a un final espantoso que acaso, y ello es lo que más me aterra, representa justa recompensa a lo que ha sido mi vida, en especial la que he llevado estos últimos años.

No obstante aquí no termina todo, debo confesarle que yo mismo he llegado a un diagnóstico certero de la enfermedad, de ahí nace la impotencia y abatimiento que me embarga, el conocer que no existe cura para mi dolencia y que ésta, implacable, me consumirá.

Hace poco, convencido de lo perentorio del plazo que me queda y con el fin de transmitir una especie de legado para la posteridad, he grabado un vídeo -que, en su momento, colgaré en las redes-. Qué mejor manera de manifestarme en estos instantes del final, yo que siempre he vivido para las cámaras. Del mismo modo que esos veteranos actores de teatro ansían sucumbir entre las bambalinas, yo también he querido dirigir a todo aquel que tenga a bien contemplarme el definitivo mensaje resumen de una vida.

No le referiré su contenido, es lo de menos, apenas una pretenciosa exhibición de mi ego, una más. Lo verdaderamente importante, aquello que ha dado respuesta concluyente a lo que me está sucediendo, a este sortilegio que dará fin a mi vida, se ha revelado resplandeciente cuando me he dispuesto a contemplar mi imagen en el televisor. Allí aparecía, como en mis mejores momentos: la figura plenamente delimitada, consistente, fuerte, hasta diría más juvenil que nunca. Ni siquiera mi pesimismo se dejaba traslucir en esa misiva final. Yo, imponente, surgía de la pantalla como aquel guerrero que vence en sus batallas después de muerto; ese es mi elemento, el medio soy yo mismo, gracias a él vivo exuberante y sin su amparo no soy nada, existo en tanto en cuanto mi publico me admira; a través de los espectadores me reafirmo en mi verdadero ser, a ellos les pertenezco, en su regazo encuentro el aire de vida, la razón de mi existencia.

Lo sucedido ha recuperado de mi memoria algo que en algún sitio leí; sí, el pavor que ciertas tribus primitivas sentían ante las cámaras fotográficas de los primeros exploradores. Se negaban con todo su afán a permitir captaran sus efigies; firmemente creían, ahora sé con cuanto fundamento, que el fotógrafo les robaría su espíritu, su esencia, o lo que es lo mismo: su intimidad e identidad misma. En estos últimos días me he documentado algo más en torno a esta leyenda. Se trata, lo sé, de una vieja creencia que, como todas ellas, tiene su poso de realidad, esas tribus aborígenes se negaban a ser fotografiadas por los exploradores, porque aquellas máquinas robaban el alma.

Esta leyenda, que he escuchado varias veces, tiene una de sus “realidades” más representativas en la vida, muerte más bien, de Guido Boggiani, un italiano que nació en 1887 y que dejó su vida a comienzos del siglo XX en Paraguay. Artista y etnólogo, fue esto segundo lo que le llevó a viajar por Sudamérica. Después de un tiempo desaparecido, se organizó una expedición, dirigida por el explorador español José Fernández Cancio, para localizar a Boggiani. Lamentablemente lo que localizaron fue su tumba. Él y su peón habían sido asesinados, presuntamente por los indios, y enterrados con las cabezas separadas de los cuerpos. Separar la cabeza del cuerpo impedía, para los nativos, que esos hombres siguieran haciendo el mal. Pero lo más curioso es que también enterraron la cámara fotográfica del explorador. Sin duda, porque aquel chisme también hacía el mal, posiblemente, robaba el alma. De hecho, la hipótesis más aceptada para justificar su muerte a manos de los nativos, si fue así, es la que se basa en que sus fotos sorprendían, molestaban y preocupaban a los indios.

Demasiado tarde comprendo la causa del espanto que les asaltaba ante tal eventualidad. Y nosotros, pobres hijos de la civilización, apenas les teníamos por unos estúpidos y crédulos salvajes...

Siempre pensé que en la sociedad de hoy, el hombre, la mujer, cualquier persona, adquiría su auténtica dimensión a través de la imagen que de ella poseían los demás, poco importaba la forma en que a ti mismo te vieras, lo en verdad determinante era aquello que transmitías a los otros. Esto, que en la vida común apenas tiene trascendencia porque en todo caso siempre conservas, aunque sea mínimamente, una parte de tu esencia, al menos para unos pocos -tus íntimos-; en el ámbito mediático adquiere una importancia decisiva, y para mi desgracia he reparado en ello cuando ya era tarde. Confieso haber pertenecido a mucha gente durante demasiado tiempo, tanto que llegado un momento tan sólo existía en el concepto que mi público poseía de mí, a su capricho, tal y como a cada uno le convenía contemplarme. Mi imagen, y por extensión mi vida, ya no era mía, esa audiencia por la que tanto suspiré había logrado hurtármela. Han bastado unas semanas lejos del medio para que, con la misma cadencia que esa imagen se borraba de la memoria del espectador, yo me desvaneciera del mundo real; o quizá hace años ya lo había abandonado y ahora no quedaba más que la representación, el modelo que los demás disfrutaban u odiaban, ese que anodino y en silencio se retiraba ya, a la manera de un definitivo mutis, del recuerdo de los otros.

Con estas sombrías palabras, ceremoniosamente, Néstor se puso en pie y comenzó a despojarse de sombrero, guantes, gafas y también de aquella horrible barba de atrezzo. Finalmente, se mostró ante mí una estampa difícilmente definible, desde luego todo lo que en él se descubría aparecía translúcido. No deja de ser curioso, lo que ahora con más fuerza queda en mi memoria es apenas un detalle: tras lo que podría decirse constituía su cabeza y parte de su torso, surgía nítido, claramente diáfano y visible hasta en sus mínimos detalles aquel paisaje de Canogar que, colgado en la pared opuesta, presidía majestuoso mi despacho.

Luego de, por unos instantes, exhibir su impúdica transparencia, dio medía vuelta y, pausadamente, como cumpliendo un rito, sin siquiera tomarse la molestia de abrir la puerta, se alejó definitivamente de mi vida confundiéndose entre las primeras sombras de la noche que poco a poco lograba adueñarse de aquel largo e inolvidable día.


Releo de nuevo la página de sucesos del periódico que, desplegado, reposa sobre mi mesa:

Agencias.- Según fuentes de la Oficina del Fiscal, en las últimas horas y por agentes de la fiscalía, se busca infructuosamente el paradero del popular productor y presentador de televisión Néstor Palacios desaparecido de su domicilio. Las primeras hipótesis acerca de lo sucedido se encaminan hacia un más que probable secuestro, descartándose la posibilidad de robo ya que todas sus pertenencias, incluso ropas y enseres personales, se han hallado en su residencia de la ciudad. Parece como si hubiera tenido que salir precipitadamente, aseguró una de esas fuentes.”


Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡GRAAACIAS!
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