lunes, 16 de mayo de 2011

LA PRÓRROGA (todo por un sueño)






La Prórroga










Echó el cierre al entramado metálico protector de los grandes ventanales que flanqueaban la puerta de entrada al establecimiento, colocó el cartel de cerrado y bajó las persianas, tupido velo a las miradas indiscretas desde el exterior.

Siempre el mismo rito cuando un partido de importancia iba a celebrarse. El bar, esa cafetería que con aires de importancia abrió hace años en el extrarradio, fiado en la expansión de la ciudad hacia allí, se había convertido en un lugar al que tan sólo concurrían parroquianos fieles: trabajadores de una cercana fábrica de productos lácteos, los administrativos empleados de algunas oficinas instaladas hace tiempo en inmuebles cuyos propietarios pensaron lo mismo que él y el puñado de despistados que de vez en cuando se perdían por aquellos andurriales.

Aún así, no podía quejarse, viudo y sin hijos, Lucas lograba sobrevivir sin estrecheces. Pese a las pírricas ganancias que le proporcionaba el negocio, el mínimo gasto que demandaba, hasta le permitía el ahorro y mantener intacto el capitalito que le quedó después de varios años de dedicación a la única actividad que le apasionaba: profesional del fútbol. En efecto, eran otros tiempos, las fichas y sueldos no podían compararse ni por asomo a las actuales, aún así, había conseguido montar este pequeño negocio, vivir cómodamente de él, acaso incrementar el patrimonio adquirido gracias a lo que constituyó su máxima emoción, casi adicción en esta vida.

Tras los cristales contemplaba aquel tibio atardecer de primavera. Los pocos que todavía deambulaban por la calle, aprisa, como si una imaginaria sirena hubiera sonado a generala, se disponían a recogerse en sus hogares. El primer partido de la selección en el mundial merecía eso y mucho más.

La costumbre, adquirida a lo largo de los años, imponía que en días como este Lucas cerrara minutos antes del comienzo del partido. Bien conocía que no habría clientes, y aún habiéndolos seguro daría lo mismo; le gustaba disfrutar del fútbol sólo: él frente al televisor, así desde que murió Rosa, su fiel compañera de toda la vida. Y es que con ella todo era distinto, iban juntos a todos los sitios, también a la capital más cercana, siempre donde hubiera fútbol de primera división.

Terminó de limpiar, cerró la puerta y echó la cortinilla. El cartel de cerrado le libraría de inoportunos clientes, él seguiría dentro, en silencio como tantas veces -apenas, en un susurro, algún comentario para si- mientras contemplaba el partido en el viejo Telefunken, uno de los primeros en color que salieron al mercado.

Aún quedaban unos minutos, antes de apagar las luces se detuvo frente a las variopintas fotografías -todas sin colorines, a lo más el sepia producto del tiempo y manoseo- que ornaban las paredes del local y recogían con torpeza retazos de su juventud.

Ahí estaba, formando con su equipo de toda la vida momentos antes de jugar la final de copa, aquella que perdió. Aunque toda la prensa coincidió en que fue el mejor de su equipo y del partido, no le sirvió nunca de consuelo. Nadie se acuerda de los perdedores, decía a menudo. Perdí como tantas otras veces.

Junto a aquélla aparecía otra en la que pocas veces se detenía, esa que siempre repetía la iba a retirar, a quemar incluso; nunca lo hizo ni lo haría. Se la sabía de memoria: era él con la camisola de la selección cabeceando a puerta, a menos de cinco metros de un arco semivacío, apenas se ve junto al poste a un único defensor, ese precisamente que décimas de segundo más tarde lograría tocar el cuero lo suficiente como para evitar el gol y despojarle de la gloria que siempre creyó merecía.

A menudo pensaba que todos tenemos una oportunidad en la vida, un tren que tan sólo pasa una vez, ese fue mi tren, aquella la ocasión de mi triunfo para la eternidad -a modo de consuelo y con desgana insistía para sí-, qué vamos a hacerlo, peor sería no haber disfrutado de la oportunidad, ahora ni siquiera tendría recuerdos a los que agarrarme.

Unos insistentes golpes en la puerta le arrancan de sus pensamientos. -¿Quién será ahora?- reniega ahogando una blasfemia a modo de apostilla.

-Está cerrado- vocifera. El machaqueo continúa… Alguien hace rato aporrea la puerta y Lucas ensimismado tarda en percatarse.

-¡Está cerrado le digo, márchese!- repite irritado. Sin embargo los golpes persisten aún con mayor virulencia.

-¡Va a romper los cristales!- Agarra el quitapenas, recio cayado de pastor regalo de un parroquiano, y se dirige hacia la puerta. La entreabre y observa como un anciano, puede que mendigo a juzgar por sus ropas, le ruega abra al tiempo que a modo de excusa suplica: -necesito beber algo-.

-Lo siento, ya le he dicho que hemos cerrado. ¿Es que no ha visto el cartel?-

-Déjeme pasar, no se arrepentirá-. Aquella respuesta le intriga y sorprende, parece como si el favor se lo fuera a hacer el viejo a él, piensa Lucas para si.

Unos segundos de duda y por fin franquea la entrada al extraño, no sin antes advertir:

-De acuerdo, diez minutos y nada de alcohol-.

No obtiene repuesta. El desconocido pone rumbo a la barra acodándose en ella. Le sirve un refresco que aquel hombre saborea con avidez lanzando un ahhh… de satisfacción tras el prolongado trago.

Lucas se percata de que el partido está a punto de comenzar si no lo ha hecho ya, olvida al intruso, pulsa el encendido del televisor, se sienta a su frente al tiempo que grita con intencionado tono impertinente:

-¡Y aligerando que tengo mucho que hacer!

El televisor comienza a vomitar las primeras imágenes, se ve a los jugadores -solemnes- escuchando los himnos. En ese momento Lucas exclama:

-Pero… ¿Qué le pasa a este chisme… no te irás a joder precisamente ahora?

Las efigies de los jugadores aparecen nítidas, perfectamente delimitadas; la voz del locutor -grave, con personalidad y magnifica dicción- inunda los rincones del local. Todo está en orden, excepto por un mínimo detalle: ha desaparecido el color, las gradas, césped, protagonistas… todo se aparece en un esplendido blanco y negro, eso sí, con su infinita gama de grises.

Lucas se dirige al aparato y comienza a manipular los mandos, nada… todo sigue igual. Desesperado apaga/enciende varias veces, se ve a la perfección pero… sin color alguno que no sea el ya prehistórico blanco-negro.

-No se moleste- escucha a su espalda. Se vuelve y el viejo, con una imperceptible sonrisa aflorando a sus labios, repite:

-Digo que no se moleste, el televisor está bien, tome asiento y disfrute del partido-.

Aún sabiendo que algo no funciona, Lucas obedece sin rechistar, vuelve a su sitio e inmóvil permanece absorto con sus ojos fijos en la pantalla.

El juego ya ha comenzado, apenas unos segundos le bastan para reconocer lo que contempla. ¡Dios santo! Se trata de aquel partido, del partido, ese del mundial de Inglaterra, el de su imperdonable fallo en el minuto 89 que les hizo perder la final luego en los penaltis.

Ahí estaba, joven, el “9” a la espalda, con el juego desarrollándose idéntico a como lo recordaba, en su memoria lo habrá repetido miles de veces. Aquella entrada del central que le dejó renqueante varios minutos; el balón que toca la mano del defensa -y él vuelve a gritar penalti-; su disparo al filo de la media hora que toca el portero junto al palo. -¡Vaya paradón!- exclama ahora como entonces.

Finaliza la primera parte, los jugadores se retiran a los vestuarios.

-¿Me habré equivocado y estarán repitiendo aquel partido en lugar del España-Francia de hoy?- Hojea de nuevo el periódico del día y… no hay duda, debían dar el primero de la Copa del Mundo.

De cualquier manera no le importa, desea visionarlo otra vez por mucho que sepa el final, que lo haya repasado mil veces, que de nuevo recuerde en vivo el lance que más le ha mortificado.

-Seré masoquista- se dice.

-¿Qué, acaba su refresco? Insolente se dirige al inoportuno cliente. Éste no contesta, aunque continúa con la leve sonrisa instalada en su cara.

-¿Será posible, y aún se estará riendo de mí?- musita Lucas entre dientes.

El comienzo de la segunda parte atrae de nuevo su atención hacia el viejo Telefunken. Retorna a su asiento y olvida al anciano provocador.

Todo se desarrolla igual que recuerda, lo mismo que mil veces ha repetido como en una perpetua moviola. ¿Todo…? Bueno, casi… Se alcanza el histórico minuto 89, continúa el empate… Ahí viene el centro desde el extremo, él cabecea con toda su alma, debe entrar, el único defensa no podría nunca llegar al balón… Sin embargo lo alcanza, llega a tocarlo… pero esta vez hace un extraño, roza el poste contrario y… mansamente entra en el arco. ¡¡¡GOOOL!!! Desde la pantalla grita Lucas como un poseso. ¡Goooool! Corean sus compañeros que corren a abrazarle. Nuestro protagonista no da crédito a lo que ve, al tiempo escucha al viejo lanzar una sonora carcajada. No le presta atención, ávido sigue contemplando el espectáculo. Como capitán, la reina le entrega el trofeo, la Jules Rimet, con ella dan la vuelta de honor al rectángulo de juego…

-Por favor, apaguen sus cigarrillos y abróchense los cinturones- suena por la megafonía del avión.

Lucas, sobresaltado despierta, aún tiene abrazada la copa, prácticamente no la ha soltado desde que terminó la final.

-Eh, eh… ¿qué ocurre, qué pasa…?-

-Parece que hay un problema en el avión, el piloto va a intentar un aterrizaje de emergencia- angustiado le advierte Carrizo su vecino de asiento, la aterrada mirada de éste le sitúa al momento en la realidad.

No da tiempo a más, de repente escucha una ronca explosión y todo se funde en negro. Lo último que consigue entrever en la penumbra es la efigie del viejo, sí de ese inoportuno mendigo que le mira mientras continúa dibujando en su ajado rostro una leve, casi imperceptible sonrisa…

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