lunes, 20 de junio de 2011

LA FIGURA DE LA SEMANA (un relato imaginario -de imaginación y de imagen-)



La Figura de la semana




¿Somos como realmente nos vemos a nosotros mismos cuando observamos ese extraño cuya figura, cruda y a veces insolente, devuelve el espejo en cualquier destemplada mañana de invierno? O por el contrario, ¿quiénes en realidad somos, la imagen que nos representa es aquélla que de cada uno tienen, acaso por habérnosla hurtado, los demás, la gente que nos rodea?

¿Es esa efigie única e inalterable? O quizá presentamos una diferente según el antagonista que, frente a nosotros, en cada coyuntura se opone. ¿Somos capaces de manipular nuestra imagen y lograr, cual trileros del día a día, trasladar a nuestro interlocutor una personalidad distinta según quien tengamos enfrente?

Por el contrario: ¿Nuestra personalidad se afirma -tan sólo- porque así lo desean aquellos que nos conocen, y de la guisa en que a ellos les place?


¿Es posible transformar nuestra íntima apariencia, en distintas según convenga, frente a todos y todo el tiempo? Y si es así, ¿llegado un momento no dudaremos de nuestro yo más esencial y perderemos nuestro auténtico -digamos- alma?

¿Existimos en fin, en tanto en cuanto permanecemos en la memoria de los otros y justo hasta el momento en que la presencia física deja paso al recuerdo y éste al infinito olvido perpetuo...?

La noticia con que el periódico esta misma mañana me ha sorprendido, ha vuelto a desatar de golpe, arrolladoras, todas estas preguntas que ahora, de nuevo, se agolpan demandando una respuesta que dudo mucho poseer.

Pero creo he de comenzar la crónica de este mágico episodio por el principio, al menos desde el instante en que yo, asumiendo el involuntario papel de espectador de última hora, irrumpí en esta historia; un relato que, al igual que yo al escucharlo por vez primera, cualquiera calificaría de aborto parido por la atormentada mente de un desequilibrado -si es que alguien, desde su honesta razón libre de prejuicios, pudiera pretender con osada ligereza etiquetar de tal modo a un ser humano como aquél que ante mí se presentó-. En estos momentos, quién sabe si demasiado tarde, no logro abstraerme a cuanto viví aquella tarde sin lanzar hacía lo más profundo de mí ser este angustioso interrogante: ¿acaso también yo habré perdido pie en mi particular travesía sobre el filo de la navaja, esa línea que constituye la tenue frontera razón-locura...?



“Bueno, nada más, nos vamos, me despido por unos meses tiempo durante el que se librarán de mí; eso salen ganando. Un abrazo de todo el equipo de producción y, por supuesto, del mío propio: Néstor Palacios. Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡graaacias!”

Música bullanguera, aplausos del público que se encuentra en el estudio, las luces se apagan y Néstor se despide de sus colaboradores más cercanos:

- Ya nos llamamos -asegura dirigiéndose al realizador-. Como te dije, pasaré un tiempo descansando y pronto comenzaré a trabajar en el proyecto de un nuevo programa, ni que decir tiene que cuento con todos; contigo coordinaré lo necesario una vez haya decidido hacia donde tiraré esta vez. En cualquier caso eso no será antes de un par de meses. ¡Hasta la vista! Así dio inicio a su relato el paciente con historia clínica número 6.545: Palacios Néstor, el que había acudido a mi consulta recomendado por un viejo colega y amigo a quién yo conocía de mucho tiempo atrás.

Se trataba de un individuo todo él mediano: estatura, complexión, instrucción e incluso edad, aunque el blanco que asomaba en sus sienes hacía representara más de la que en realidad tenía. Nada en él merecía la pena destacar sino fuera por algo accesorio -más tarde comprendería su auténtico significado- que me chocó; ello era, ni más ni menos, el atuendo con el que compareció: sombrero, guantes, gafas oscuras y una espesa barba - postiza a todas luces - como pretendiendo ocultar su identidad, o mejor, evitando mostrar siquiera una ínfima parte de su anatomía.

Tras las habituales presentaciones de cortesía y sorprendido de que yo desconociera su existencia -nunca fui dado a ver televisión, y desde luego no a contemplar espacios “prime time” de consumo de masas- pasamos al objeto de su visita, del que nada sabía toda vez que mi compañero había guardado buen cuidado en no desvelarlo.

Tomé de mi archivo un puñado de las correspondientes hojas impresas, y me dispuse a cumplimentar la historia:

Nombre, antecedentes familiares y personales, enfermedades pasadas, relación con las drogas (en su juventud había probado LSD y en la actualidad era consumidor -esporádico según aseguró- de cocaína). Pronto terminé el cuestionario de rutina y, con ese aire entre interesado y sereno con que siempre he procurado confortar al paciente, pregunté:

- Y bien Néstor. ¿Cuál es el motivo de su visita?

Arrellanándose en el asiento y como si tuviera prisa por confesar, por sacar a la luz lo que le angustiaba, dio principio a su narración:

- Verá doctor, antes que nada le diré que acudo a usted con el pleno convencimiento de que en muy poco, por no decir en nada, podrá ayudarme; sin embargo, al menos me escuchará, será participe, también biógrafo cuando todo acabe, de mi desesperación y comprenderá el auténtico significado del desenlace que pronto, muy pronto tendrá lugar. No, no diga nada, aguarde a conocer el mal que me aqueja y usted mismo se convencerá.

-Como le he dicho, me dedico a esto de la televisión espectáculo. Produzco, dirijo y, la mayoría de las veces, además presento programas de gran audiencia de los más diversos estilos: musicales, variedades, entrevistas rosáceas, hasta algún concurso... y he de decirle, aunque suene a petulancia, que desde hace algunos años, precisamente con aquel famoso: “Yo pregunto, usted responde”, todos con extraordinario éxito de público, si bien no así de crítica, ésta nunca me ha tratado como merecía, tal vez por ello hace tiempo dejé de prestarla atención, y por lo mismo esos envidiosos del éxito ajeno frustrados de gloria, que lo saben, a cada momento tratan de hacérmelo pagar.

Sin temor a equivocarme puedo afirmar que a partir de aquel primer triunfo no he parado de trabajar, y mucho me temo que ello haya influido decisivamente en mi vida privada. Llevo años divorciado y creo durante este periodo no haber echado de menos la vida familiar; el trabajo ha significado para mí algo así como una obsesión, lo ha llenado todo. Arriesgándome a parecer un cínico carente de eso que la chusma llama sentimientos, y en lo que se refugia para ocultar su vulgaridad, creo que el hombre con algo importante que construir en su vida, algo con lo que se le recuerde, ha de desprenderse del lastre, de todo aquello que pueda distraerle en su camino, y esos afectos de que tanto habla la gente constituyen el mayor peligro en la trayectoria de cualquier gran hombre que se precie.

No puedo negarlo, aquellas palabras me impresionaron y no sólo por ellas en si mismas, sino por su tono -seguro que no se trataba de una pose-, aquel hombre estaba plenamente convencido de lo que decía, de lo que había sido su vida y su relación con los demás, hasta con sus más cercanos. En contadas ocasiones, durante mis muchos años de ejercicio profesional, había escuchado algo así, ni siquiera en las entrevistas a personalidades psicopáticas o con rasgos paranoides. En todos los casos, por mínima que fuera, siempre emergía una referencia a los afectos; bien por la añoranza de su pérdida, bien por su desesperada búsqueda, o en fin, por el anhelo en recuperarlos. Para Néstor apenas suponían un inconveniente, un lastre como el mismo decía, algo accesorio en lo que sólo reparaba para expresar su desprecio.

- Pero ese no es el motivo de mi presencia -continuó Néstor-, sino algo mucho más grave. Hace unos meses, y anticipándome al previsible comienzo de la caída de los índices de audiencia, decidí suspender el programa que con tanto éxito mantenía en el aire las tres últimas temporadas. Además, así descansaría, me tomaría un respiro y volvería al cabo de un año con nuevas ideas y renovados bríos. ¿Sabe doctor? Esto de la tele quema mucho, a ti y a los que te siguen, no es bueno cansar al público. Por otra parte, tenía bien merecido un respiro, llevo diez años sin parar y mi cuerpo demandaba a gritos este pequeño paréntesis.

Así que, como le he dicho al principio, hace tres meses me despedí de mi público con la última edición de “La Figura de la Semana”, un programa de entrevistas con gente famosa en el que se intercalaban actuaciones de las más renombradas estrellas del mundo. Bueno, eso ahora da igual, y tampoco quiero aburrirle...

- No se preocupe, me interesa conocer todos los detalles - le tranquilicé.

- Como le decía -prosiguió Néstor su relato- me retiré lejos de todo a una casita que poseo muy próxima al mar, una especie de cabaña de cuya existencia muy pocos saben y donde me sentía completamente feliz cuando, muy de tarde en tarde, ya cada vez más de tarde en tarde, me acercaba para disfrutar de la deseada soledad que ésta me ofrecía. Y es que siempre he sido un apasionado de un cierto aislamiento voluntario, acaso como reacción inconsciente a lo que ha sido una constante en mi vida: la multitud, encontrarme a menudo rodeado de gente, profesionales-compañeros y público, es lo mismo, muchedumbre al fin y al cabo la que como tumulto he acabado por odiar. En fin, me estoy desviando de lo importante… mi propósito era permanecer allí, en mi oasis particular, un par de semanas para luego iniciar un largo viaje por el nuevo continente al objeto de descubrir lo más reciente que en espacios de variedades se produjera en la cuna de este medio.

Los primeros días transcurrieron con normalidad, sentía unas ligeras molestias, inespecíficas como dicen ustedes, y asimismo un cierto desasosiego que sin embargo no lograba perturbar el sentimiento de calma benefactora que me invadía, ese que tanto había echado de menos en estos años. La soledad era la mejor medicina que conocía, a la que siempre recurría las escasas veces que he necesitado parar.

Así continuaron su perezoso devenir las siguientes jornadas: paseos por la playa, baños a la luz de la luna, buena comida, plácidos amaneceres, reencuentro con alguna aventura interrumpida tiempo atrás… Así hasta que una mañana, al levantarme, dio inicio este tormento que desde entonces me aflige y creo pronto acabará conmigo.

Como otras veces, entré en el cuarto de baño, una ducha reparadora y, siguiendo la rutina cotidiana, me dispuse a terminar el aseo frente al espejo. Fue entonces cuando observé algo que me heló la sangre en las venas: completamente desnudo, la imagen que devolvía el cristal no era la habitual.

- ¿No se reconocía? - me atreví a interrumpir.

- No, no se trataba de eso, por supuesto que aquel que aparecía frente al espejo era yo mismo, o al menos... lo que quedaba de mí.

- ¿Qué quiere decir? - intrigado no pude por menos de volver a detener la noticia de su peripecia.

- Mi aspecto resultaba el habitual, si no fuera por que... ¿Cómo le diría...? Parecía no poseyera sustancia física, sí, eso es, como si mi cuerpo hubiera perdido consistencia. Hasta creía ver, mirando al espejo y a través de él, tenues los objetos que se hallaban a mi espalda y que en realidad mi cuerpo tapaba.

No quise interrumpir de nuevo su exposición, pese a ello, enseguida pensé en un caso de esquizofrenia -sin determinar en ese instante el apellido-. Las personas con esquizofrenia pueden percibir la realidad de forma muy diferente a cómo lo hacen otras personas que las rodean. A menudo sufren síntomas aterradores, como oír voces internas no percibidas por otros, o creer que otras personas leen sus mentes, controlan sus pensamientos o conspiran para hacerles daño. Al vivir en un mundo distorsionado por alucinaciones y delirios, las personas con esquizofrenia pueden sentirse asustadas, ansiosas y confusas, y pueden vivir aterradas y recluidas. Su forma de hablar y de comportarse puede llegar a ser tan desorganizada que resulte incomprensible o espantosa para los demás. En parte debido a lo inusual de las realidades que experimentan, estas personas pueden comportarse de formas muy distintas en momentos diferentes. A veces pueden parecer distantes, indiferentes o preocupadas, e incluso podrían permanecer sentadas rígidamente, sin moverse durante horas y sin emitir un sonido. Otras veces, podrían estar moviéndose constantemente, siempre ocupadas, con aspecto despabilado, vigilante y alerta.

Para comenzar a concretar un diagnostico diferencial, recordé ciertos casos de esquizofrenia suficientemente descritos que presentan análogos síntomas (percepción de ausencia de materia, insubstancialidad etc.).

A pesar de todo me resultaba extraño -y más teniendo en cuenta la edad del paciente- que de improviso apareciera sintomatología de carácter psicótico. De cualquier manera, potencialmente también el consumo de ácido pudiera provocar esas alucinaciones, aunque, según confesaba, lo había abandonado mucho tiempo atrás.


- Sí doctor, en ese momento comenzó este calvario. Con el paso de los días continué observándome, y lo que en principio apenas era un ligero clarear se fue convirtiendo en absoluta transparencia. Mi cuerpo, renegando de su habitual opacidad, tornábase poco a poco traslúcido. La certeza me llegó durante la primera salida al pueblo cercano para hacer unas compras, no se trataba de figuraciones mías, o de un problema de visión alterada de la realidad de mi cuerpo. La gente paraba su andadura para mirarme y se arremolinaba junto a mí entre aspavientos, resultaba algo así como un fenómeno de feria. Precipitadamente huí del lugar y retorné al seguro refugio en la soledad de mi cabaña.

Llamé a mi representante que me puso en contacto con un médico al que acudí. Como imaginaba, no supo diagnosticar lo que me ocurría ni por supuesto dar con un tratamiento para al menos paliar mi congoja, porque no existe medicina conocida que frene esta volatilización progresiva en que se ha convertido mi vida. Ese compañero suyo me aconsejó acudir a usted, y aquí estoy, sin esperanza, suspirando por encontrar un mínimo consuelo mientras le refiero este encantamiento que, sin saber cómo ni por qué, se ha apoderado de mí mientras me conduce a un final espantoso que acaso, y ello es lo que más me aterra, representa justa recompensa a lo que ha sido mi vida, en especial la que he llevado estos últimos años.

No obstante aquí no termina todo, debo confesarle que yo mismo he llegado a un diagnóstico certero de la enfermedad, de ahí nace la impotencia y abatimiento que me embarga, el conocer que no existe cura para mi dolencia y que ésta, implacable, me consumirá.

Hace poco, convencido de lo perentorio del plazo que me queda y con el fin de transmitir una especie de legado para la posteridad, he grabado un vídeo -que, en su momento, colgaré en las redes-. Qué mejor manera de manifestarme en estos instantes del final, yo que siempre he vivido para las cámaras. Del mismo modo que esos veteranos actores de teatro ansían sucumbir entre las bambalinas, yo también he querido dirigir a todo aquel que tenga a bien contemplarme el definitivo mensaje resumen de una vida.

No le referiré su contenido, es lo de menos, apenas una pretenciosa exhibición de mi ego, una más. Lo verdaderamente importante, aquello que ha dado respuesta concluyente a lo que me está sucediendo, a este sortilegio que dará fin a mi vida, se ha revelado resplandeciente cuando me he dispuesto a contemplar mi imagen en el televisor. Allí aparecía, como en mis mejores momentos: la figura plenamente delimitada, consistente, fuerte, hasta diría más juvenil que nunca. Ni siquiera mi pesimismo se dejaba traslucir en esa misiva final. Yo, imponente, surgía de la pantalla como aquel guerrero que vence en sus batallas después de muerto; ese es mi elemento, el medio soy yo mismo, gracias a él vivo exuberante y sin su amparo no soy nada, existo en tanto en cuanto mi publico me admira; a través de los espectadores me reafirmo en mi verdadero ser, a ellos les pertenezco, en su regazo encuentro el aire de vida, la razón de mi existencia.

Lo sucedido ha recuperado de mi memoria algo que en algún sitio leí; sí, el pavor que ciertas tribus primitivas sentían ante las cámaras fotográficas de los primeros exploradores. Se negaban con todo su afán a permitir captaran sus efigies; firmemente creían, ahora sé con cuanto fundamento, que el fotógrafo les robaría su espíritu, su esencia, o lo que es lo mismo: su intimidad e identidad misma. En estos últimos días me he documentado algo más en torno a esta leyenda. Se trata, lo sé, de una vieja creencia que, como todas ellas, tiene su poso de realidad, esas tribus aborígenes se negaban a ser fotografiadas por los exploradores, porque aquellas máquinas robaban el alma.

Esta leyenda, que he escuchado varias veces, tiene una de sus “realidades” más representativas en la vida, muerte más bien, de Guido Boggiani, un italiano que nació en 1887 y que dejó su vida a comienzos del siglo XX en Paraguay. Artista y etnólogo, fue esto segundo lo que le llevó a viajar por Sudamérica. Después de un tiempo desaparecido, se organizó una expedición, dirigida por el explorador español José Fernández Cancio, para localizar a Boggiani. Lamentablemente lo que localizaron fue su tumba. Él y su peón habían sido asesinados, presuntamente por los indios, y enterrados con las cabezas separadas de los cuerpos. Separar la cabeza del cuerpo impedía, para los nativos, que esos hombres siguieran haciendo el mal. Pero lo más curioso es que también enterraron la cámara fotográfica del explorador. Sin duda, porque aquel chisme también hacía el mal, posiblemente, robaba el alma. De hecho, la hipótesis más aceptada para justificar su muerte a manos de los nativos, si fue así, es la que se basa en que sus fotos sorprendían, molestaban y preocupaban a los indios.

Demasiado tarde comprendo la causa del espanto que les asaltaba ante tal eventualidad. Y nosotros, pobres hijos de la civilización, apenas les teníamos por unos estúpidos y crédulos salvajes...

Siempre pensé que en la sociedad de hoy, el hombre, la mujer, cualquier persona, adquiría su auténtica dimensión a través de la imagen que de ella poseían los demás, poco importaba la forma en que a ti mismo te vieras, lo en verdad determinante era aquello que transmitías a los otros. Esto, que en la vida común apenas tiene trascendencia porque en todo caso siempre conservas, aunque sea mínimamente, una parte de tu esencia, al menos para unos pocos -tus íntimos-; en el ámbito mediático adquiere una importancia decisiva, y para mi desgracia he reparado en ello cuando ya era tarde. Confieso haber pertenecido a mucha gente durante demasiado tiempo, tanto que llegado un momento tan sólo existía en el concepto que mi público poseía de mí, a su capricho, tal y como a cada uno le convenía contemplarme. Mi imagen, y por extensión mi vida, ya no era mía, esa audiencia por la que tanto suspiré había logrado hurtármela. Han bastado unas semanas lejos del medio para que, con la misma cadencia que esa imagen se borraba de la memoria del espectador, yo me desvaneciera del mundo real; o quizá hace años ya lo había abandonado y ahora no quedaba más que la representación, el modelo que los demás disfrutaban u odiaban, ese que anodino y en silencio se retiraba ya, a la manera de un definitivo mutis, del recuerdo de los otros.

Con estas sombrías palabras, ceremoniosamente, Néstor se puso en pie y comenzó a despojarse de sombrero, guantes, gafas y también de aquella horrible barba de atrezzo. Finalmente, se mostró ante mí una estampa difícilmente definible, desde luego todo lo que en él se descubría aparecía translúcido. No deja de ser curioso, lo que ahora con más fuerza queda en mi memoria es apenas un detalle: tras lo que podría decirse constituía su cabeza y parte de su torso, surgía nítido, claramente diáfano y visible hasta en sus mínimos detalles aquel paisaje de Canogar que, colgado en la pared opuesta, presidía majestuoso mi despacho.

Luego de, por unos instantes, exhibir su impúdica transparencia, dio medía vuelta y, pausadamente, como cumpliendo un rito, sin siquiera tomarse la molestia de abrir la puerta, se alejó definitivamente de mi vida confundiéndose entre las primeras sombras de la noche que poco a poco lograba adueñarse de aquel largo e inolvidable día.


Releo de nuevo la página de sucesos del periódico que, desplegado, reposa sobre mi mesa:

Agencias.- Según fuentes de la Oficina del Fiscal, en las últimas horas y por agentes de la fiscalía, se busca infructuosamente el paradero del popular productor y presentador de televisión Néstor Palacios desaparecido de su domicilio. Las primeras hipótesis acerca de lo sucedido se encaminan hacia un más que probable secuestro, descartándose la posibilidad de robo ya que todas sus pertenencias, incluso ropas y enseres personales, se han hallado en su residencia de la ciudad. Parece como si hubiera tenido que salir precipitadamente, aseguró una de esas fuentes.”


Esto es todo amigos, ¡hasta siempre! y... ¡GRAAACIAS!

lunes, 16 de mayo de 2011

LA PRÓRROGA (todo por un sueño)






La Prórroga










Echó el cierre al entramado metálico protector de los grandes ventanales que flanqueaban la puerta de entrada al establecimiento, colocó el cartel de cerrado y bajó las persianas, tupido velo a las miradas indiscretas desde el exterior.

Siempre el mismo rito cuando un partido de importancia iba a celebrarse. El bar, esa cafetería que con aires de importancia abrió hace años en el extrarradio, fiado en la expansión de la ciudad hacia allí, se había convertido en un lugar al que tan sólo concurrían parroquianos fieles: trabajadores de una cercana fábrica de productos lácteos, los administrativos empleados de algunas oficinas instaladas hace tiempo en inmuebles cuyos propietarios pensaron lo mismo que él y el puñado de despistados que de vez en cuando se perdían por aquellos andurriales.

Aún así, no podía quejarse, viudo y sin hijos, Lucas lograba sobrevivir sin estrecheces. Pese a las pírricas ganancias que le proporcionaba el negocio, el mínimo gasto que demandaba, hasta le permitía el ahorro y mantener intacto el capitalito que le quedó después de varios años de dedicación a la única actividad que le apasionaba: profesional del fútbol. En efecto, eran otros tiempos, las fichas y sueldos no podían compararse ni por asomo a las actuales, aún así, había conseguido montar este pequeño negocio, vivir cómodamente de él, acaso incrementar el patrimonio adquirido gracias a lo que constituyó su máxima emoción, casi adicción en esta vida.

Tras los cristales contemplaba aquel tibio atardecer de primavera. Los pocos que todavía deambulaban por la calle, aprisa, como si una imaginaria sirena hubiera sonado a generala, se disponían a recogerse en sus hogares. El primer partido de la selección en el mundial merecía eso y mucho más.

La costumbre, adquirida a lo largo de los años, imponía que en días como este Lucas cerrara minutos antes del comienzo del partido. Bien conocía que no habría clientes, y aún habiéndolos seguro daría lo mismo; le gustaba disfrutar del fútbol sólo: él frente al televisor, así desde que murió Rosa, su fiel compañera de toda la vida. Y es que con ella todo era distinto, iban juntos a todos los sitios, también a la capital más cercana, siempre donde hubiera fútbol de primera división.

Terminó de limpiar, cerró la puerta y echó la cortinilla. El cartel de cerrado le libraría de inoportunos clientes, él seguiría dentro, en silencio como tantas veces -apenas, en un susurro, algún comentario para si- mientras contemplaba el partido en el viejo Telefunken, uno de los primeros en color que salieron al mercado.

Aún quedaban unos minutos, antes de apagar las luces se detuvo frente a las variopintas fotografías -todas sin colorines, a lo más el sepia producto del tiempo y manoseo- que ornaban las paredes del local y recogían con torpeza retazos de su juventud.

Ahí estaba, formando con su equipo de toda la vida momentos antes de jugar la final de copa, aquella que perdió. Aunque toda la prensa coincidió en que fue el mejor de su equipo y del partido, no le sirvió nunca de consuelo. Nadie se acuerda de los perdedores, decía a menudo. Perdí como tantas otras veces.

Junto a aquélla aparecía otra en la que pocas veces se detenía, esa que siempre repetía la iba a retirar, a quemar incluso; nunca lo hizo ni lo haría. Se la sabía de memoria: era él con la camisola de la selección cabeceando a puerta, a menos de cinco metros de un arco semivacío, apenas se ve junto al poste a un único defensor, ese precisamente que décimas de segundo más tarde lograría tocar el cuero lo suficiente como para evitar el gol y despojarle de la gloria que siempre creyó merecía.

A menudo pensaba que todos tenemos una oportunidad en la vida, un tren que tan sólo pasa una vez, ese fue mi tren, aquella la ocasión de mi triunfo para la eternidad -a modo de consuelo y con desgana insistía para sí-, qué vamos a hacerlo, peor sería no haber disfrutado de la oportunidad, ahora ni siquiera tendría recuerdos a los que agarrarme.

Unos insistentes golpes en la puerta le arrancan de sus pensamientos. -¿Quién será ahora?- reniega ahogando una blasfemia a modo de apostilla.

-Está cerrado- vocifera. El machaqueo continúa… Alguien hace rato aporrea la puerta y Lucas ensimismado tarda en percatarse.

-¡Está cerrado le digo, márchese!- repite irritado. Sin embargo los golpes persisten aún con mayor virulencia.

-¡Va a romper los cristales!- Agarra el quitapenas, recio cayado de pastor regalo de un parroquiano, y se dirige hacia la puerta. La entreabre y observa como un anciano, puede que mendigo a juzgar por sus ropas, le ruega abra al tiempo que a modo de excusa suplica: -necesito beber algo-.

-Lo siento, ya le he dicho que hemos cerrado. ¿Es que no ha visto el cartel?-

-Déjeme pasar, no se arrepentirá-. Aquella respuesta le intriga y sorprende, parece como si el favor se lo fuera a hacer el viejo a él, piensa Lucas para si.

Unos segundos de duda y por fin franquea la entrada al extraño, no sin antes advertir:

-De acuerdo, diez minutos y nada de alcohol-.

No obtiene repuesta. El desconocido pone rumbo a la barra acodándose en ella. Le sirve un refresco que aquel hombre saborea con avidez lanzando un ahhh… de satisfacción tras el prolongado trago.

Lucas se percata de que el partido está a punto de comenzar si no lo ha hecho ya, olvida al intruso, pulsa el encendido del televisor, se sienta a su frente al tiempo que grita con intencionado tono impertinente:

-¡Y aligerando que tengo mucho que hacer!

El televisor comienza a vomitar las primeras imágenes, se ve a los jugadores -solemnes- escuchando los himnos. En ese momento Lucas exclama:

-Pero… ¿Qué le pasa a este chisme… no te irás a joder precisamente ahora?

Las efigies de los jugadores aparecen nítidas, perfectamente delimitadas; la voz del locutor -grave, con personalidad y magnifica dicción- inunda los rincones del local. Todo está en orden, excepto por un mínimo detalle: ha desaparecido el color, las gradas, césped, protagonistas… todo se aparece en un esplendido blanco y negro, eso sí, con su infinita gama de grises.

Lucas se dirige al aparato y comienza a manipular los mandos, nada… todo sigue igual. Desesperado apaga/enciende varias veces, se ve a la perfección pero… sin color alguno que no sea el ya prehistórico blanco-negro.

-No se moleste- escucha a su espalda. Se vuelve y el viejo, con una imperceptible sonrisa aflorando a sus labios, repite:

-Digo que no se moleste, el televisor está bien, tome asiento y disfrute del partido-.

Aún sabiendo que algo no funciona, Lucas obedece sin rechistar, vuelve a su sitio e inmóvil permanece absorto con sus ojos fijos en la pantalla.

El juego ya ha comenzado, apenas unos segundos le bastan para reconocer lo que contempla. ¡Dios santo! Se trata de aquel partido, del partido, ese del mundial de Inglaterra, el de su imperdonable fallo en el minuto 89 que les hizo perder la final luego en los penaltis.

Ahí estaba, joven, el “9” a la espalda, con el juego desarrollándose idéntico a como lo recordaba, en su memoria lo habrá repetido miles de veces. Aquella entrada del central que le dejó renqueante varios minutos; el balón que toca la mano del defensa -y él vuelve a gritar penalti-; su disparo al filo de la media hora que toca el portero junto al palo. -¡Vaya paradón!- exclama ahora como entonces.

Finaliza la primera parte, los jugadores se retiran a los vestuarios.

-¿Me habré equivocado y estarán repitiendo aquel partido en lugar del España-Francia de hoy?- Hojea de nuevo el periódico del día y… no hay duda, debían dar el primero de la Copa del Mundo.

De cualquier manera no le importa, desea visionarlo otra vez por mucho que sepa el final, que lo haya repasado mil veces, que de nuevo recuerde en vivo el lance que más le ha mortificado.

-Seré masoquista- se dice.

-¿Qué, acaba su refresco? Insolente se dirige al inoportuno cliente. Éste no contesta, aunque continúa con la leve sonrisa instalada en su cara.

-¿Será posible, y aún se estará riendo de mí?- musita Lucas entre dientes.

El comienzo de la segunda parte atrae de nuevo su atención hacia el viejo Telefunken. Retorna a su asiento y olvida al anciano provocador.

Todo se desarrolla igual que recuerda, lo mismo que mil veces ha repetido como en una perpetua moviola. ¿Todo…? Bueno, casi… Se alcanza el histórico minuto 89, continúa el empate… Ahí viene el centro desde el extremo, él cabecea con toda su alma, debe entrar, el único defensa no podría nunca llegar al balón… Sin embargo lo alcanza, llega a tocarlo… pero esta vez hace un extraño, roza el poste contrario y… mansamente entra en el arco. ¡¡¡GOOOL!!! Desde la pantalla grita Lucas como un poseso. ¡Goooool! Corean sus compañeros que corren a abrazarle. Nuestro protagonista no da crédito a lo que ve, al tiempo escucha al viejo lanzar una sonora carcajada. No le presta atención, ávido sigue contemplando el espectáculo. Como capitán, la reina le entrega el trofeo, la Jules Rimet, con ella dan la vuelta de honor al rectángulo de juego…

-Por favor, apaguen sus cigarrillos y abróchense los cinturones- suena por la megafonía del avión.

Lucas, sobresaltado despierta, aún tiene abrazada la copa, prácticamente no la ha soltado desde que terminó la final.

-Eh, eh… ¿qué ocurre, qué pasa…?-

-Parece que hay un problema en el avión, el piloto va a intentar un aterrizaje de emergencia- angustiado le advierte Carrizo su vecino de asiento, la aterrada mirada de éste le sitúa al momento en la realidad.

No da tiempo a más, de repente escucha una ronca explosión y todo se funde en negro. Lo último que consigue entrever en la penumbra es la efigie del viejo, sí de ese inoportuno mendigo que le mira mientras continúa dibujando en su ajado rostro una leve, casi imperceptible sonrisa…

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