martes, 5 de octubre de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LIX) "Memorias de África II"












MEMORIAS DE ÁFRICA (II)
(Mi nombre es Escipión, Escipión el africano)
Rodrigo D’Ávila





Más allá de los muros del Centro, en la ciudad, la vida civil transcurría con normalidad, con la rutina peculiar de una villa también distinta, en la que dos razas, o mejor, dos culturas convivían desde hacía siglos. Musulmanes y cristianos además de otras etnias de menor entidad (hindúes, asiáticos…) contemplaban cada nuevo amanecer en paz y tolerancia. De vez en cuando nos llegaban noticias de algún incidente (pelea o agresión) que en todo caso adquiría tintes de conflicto personal más que de racismo, xenofobia o intolerancia religiosa.

En el interior, en nuestro exiguo microcosmos, el día a día transcurría apacible al mismo e imperturbable ritmo que la plaza, su escenario natural. A periodos de actividad frenética -que en el fondo agradecíamos- sucedían otros de calma chicha. Era entonces cuando se imponía salir de aquellas oficinas ya siniestras que, tras días enclaustrados, se convertían en jaulas preñadas de una sensación claustrofóbica que de cuando en cuando nos envolvía a todos, también a los profesionales del oficio militar.

Ese sentimiento hacía las veces de alarma, de una especie de inconsciente llamada de atención; había que salir, debíamos traspasar el umbral de aquel recinto para en el exterior encontrarnos con otro, acaso igual de claustrofóbico, si bien entonces aún no lo sabíamos o puede no quisiéramos tener conciencia de ello. Sin embargo, abandonar aquella reclusión no resultaba tan sencillo, todo lo contrario, había que preparar la expedición con cautela. Uniforme en perfecto estado de revista, botas relucientes, pelo al milímetro autorizado, en todo caso más ralo. Si era invierno, el nudo de la corbata ajustado -como tuerca a tornillo- al cuello de la camisa. Todo detalle era vital, ya que fuera, emboscada entre la jungla -en eso se convertían las calles- aguardaba al acecho la PM, la Policía Militar que, según la leyenda circulante por los cuarteles, esperaba conseguir su premio (rebajas de servicio y otras prebendas) por cada “parte” que impusieran a los incautos soldaditos. Este parte o propuesta de sanción, que para el guardián constituía un premio, al penado podía acarrearle desde un arresto hasta la pérdida del destino. Y eso, amigos míos, eran palabras mayores. Por ello, cuando paseabas en la calles debías estar alerta, por lo que pudiera pasar, a no cruzarte si quiera con aquellos cancerberos de la “recia elegancia militar”, no fuera que, tras pararte, consideraran la patilla larga en demasía, el afeitado no apurado lo suficiente o la brillantez de las botas no fuera la precisa como para devolver con nitidez aquella cínica sonrisa tan suya previa a la solicitud apremiante de la documentación.

Resultaba kafkiano, en lugar de perseguir a los malos o dedicarse a otros menesteres más edificantes y castrenses, la misión de aquellos guardias de la porra era la de acosar a los suyos, seguro a ellos les serviría de excusa el pensar que tan sólo practicaban lo que se conoce por “daños consecuencia de fuego amigo”.

En sólo una de las salidas a la ciudad obviábamos las precauciones con la ropa y el aspecto; y ello era así sencillamente porque… no la llevábamos. ¿Desnudos por el parque? No, pero casi.

En época estival podíamos ir a la playa como cualquier hijo de vecino. La norma establecía que la salida debía ser una más: uniforme, botas etc. Ya en la orilla del mar, la orden era cambiarse en una inmensa tienda de campaña preparada al efecto. Este vestuario improvisado constituía un monumento al aroma, a los miles de olores, colores y casi sabores de los cientos de bañistas rapados que hasta allí se acercaban. Pues bien, otra de las ventajas de nuestro destino era -a diferencia de los demás sufridos bañistas- la posibilidad de acudir a la playa en bañador, chanclas y toalla. ¿Cómo? Muy simple, pidiendo un taxi en el que transitaríamos el trayecto de ida y vuelta, puesto que una vez en la playa, en paños menores, todos los gatos -pueden creerlo- son pardos. Eso sí, nadie de los de fuera debía sorprendernos mientras, cual domingueros ansiosos de mar, nos abríamos o retornábamos a nuestro particular Sangri-la.

Para santificar el día del Señor, algunos domingos y fiestas de guardar, nos acercábamos, como siempre guardando durante el trayecto todas las precauciones que ya conocen, a un restaurante italiano donde -como diría mi admirado Pérez Reverte- nos calzábamos unos excelentes espaguetis carbonara, una grandiosa calzone o un magnifico goulash -sí han leído bien, ya sé que es un plato húngaro- que allí apellidaban Strogoff como el correo del zar, todo acompañado de un Chianti espléndido -pese a su juventud o tal vez por ello-.

Mi permiso vacacional se concretaba en 30 días, ni uno más ni uno menos; no obstante, gracias a mis buenos oficios y al considerable trabajo -excusen la inmodestia- que había desarrollado durante los primeros seis meses de estancia en el destierro, logré que el Coronel Jefe del Centro me autorizara diez días más. Les confesaré que hasta mi licenciamiento estuve con la mosca detrás de la oreja, siempre temí me obligarán a recuperar esos dichosos diez días, y todo porque la ampliación de mi licencia se me concedió de forma oficiosa, de palabra, fuera del conducto reglamentario.

El hachís, ese fiel camarada para muchos… Han pasado tantos años, si hubiera existido delito seguro habrá prescrito. Viene este preámbulo a cuento de que, durante mi estancia en el norte del continente negro, supe de gente que traficaba con este derivado del cannabis en sus viajes a la península (maniobras, permisos etc.). Incluso corrió el rumor de que habían pillado a algunos en su viaje definitivo, el de licenciamiento, con cierta cantidad de tal elixir -entonces prohibidísimo- lo que les costó, por culpa del costo -disculpen la gilipollez redundante- varios meses en lo que allí se denomina “castillo” (cárcel militar).

El chocolate, hierba, kif, costo etc. en otras latitudes denominado marijuana, marihuana o maría, circulaba a su libre albedrío por la región. Si hubiera que identificar la zona turística por algún producto típico, no lo dudaría, aunque no se vendiera en tiendas de suvenir, éste sería el indicado recuerdo que traer a la abuela, y no porque ésta lo demandara, aunque… quién sabe. Todo por hallarnos a escasos kilómetros del paraíso del hachís, el valle de Ketama, tanto es así que en la jerga del lugar para ponderar algo como buenísimo o excepcional en su especie se decía: “es auténtico de Ketama”.

Otra curiosidad, aventura o riesgo que viví durante mi estancia fue el vuelo de vuelta, cuando mi permiso, desde la península. Se trataba de un Fokker 50, con hélices, como para 30 o 35 pasajeros. El paso de una costa a la otra transcurrió con normalidad, el pájaro se movía y sonaba lo que sin embargo al parecer resultaba algo habitual. Lo malo vino con el aterrizaje: la pista, demasiado corta, finalizaba en unos acantilados en los que en lugar de hangares -como todo aeropuerto que se precie- se adornaba con el mar tras una caída de muchos metros. Cuando el aparato tomó tierra, la sensación que a todos nos invadió es que se terminaba la pista y el bicho no paraba, creo que todos, instintivamente, estiramos la pierna como si con este acto consiguiéramos, mediante un simulacro de roce en tierra, hacer frenar a la máquina. Conclusión, mi definitivo retorno a la península lo hice en barco, ocho horas entre mareos sí, pero con el billete pagado y lo que es más importante: de una pieza. Les diré que años más tarde (en el 2003 o así) otro Fokker se salió de la pista, resultando varias personas heridas (se trataba del tercer accidente en los últimos cuatro años).

En fin, podría seguir relatando anécdotas y no quiero cansar ni tampoco, pese a mis buenos propósitos, sucumbir a la tentación y finalmente aparecerme como un abuelo, tío o primo Cebolleta, con sus batallitas y tal.

Por eso acabaré ya, y creo no existe mejor manera para hacerlo que con el comienzo de la inmortal novela de Isak Dinesen: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong…




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