domingo, 12 de diciembre de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LX) "Ese sentimiento tan peculiar"



ESE SENTIMIENTO TAN PECULIAR
Rodrigo D’Ávila





En muchas ocasiones el comportamiento del ser humano es grande, admirable, hasta sublime, adquiere tintes heroicos de sacrificio para con los demás; sí, ya sé que en otras, más de las deseables su actitud es miserable, rastrera, sádica y hasta genocida, ejemplos de ello los tenemos a cientos todos los días.

Hoy, desde estas líneas, voy a tratar su lado más hermoso, glosar un sentimiento que a muchos adorna y considero que hasta engrandece; una pasión que cuando no se utiliza como arma arrojadiza ni con aviesos fines de perjuicio para con aquellos que no sienten lo mismo, ennoblece a hombres y mujeres.

Los sentimientos que iluminan al ser humano van desde el amor a la tierra, a la familia -padres, hijos, esposa, incluso, sí créanlo, a veces a la suegra- hasta el cariño, o mejor, devoción por un santo, santa, cristo o virgen, por los que se daría la vida sin dudarlo.

Pero no, no es en esa clase de sentimientos en los que pretendo detenerme, sino otro mucho más prosaico, puede que banal y hasta mediocre, aunque ya verán como no es tan insignificante como pudiera parecer.

El afecto, inclinación o fidelidad a que me refiero es el amor hacia un equipo, sí no se rían, hacia un equipo de fútbol.

Esta pasión brota en los albores de la pubertad y, las más de las veces, te acompaña durante el resto de tu vida como fiel escudero al que acudes en los malos momentos y casi nunca te falla. Y no me digan aquello de "opio del pueblo" o “pan y circo”, porque no se trata de eso; como tampoco nunca se ha dicho lo mismo -salvando todas las distancias- de la música, el cine, el teatro o cualquiera otra de las artes.

Por supuesto que no es común a todos, así puede no gustarte ningún deporte y el sentimiento no alcanza esa enjundia que representa para otros; sin embargo, estoy seguro que a la mayoría de aquellos a los que el deporte ni fu ni fa, al menos prefieren que cuando se enfrenta a extraños siempre venza el equipo que representa a su terruño. Pues ese ya constituye el germen de este fervor.

Pero hablemos de fútbol en particular. Durante los sesenta y en nuestra tierra había aficionados del Madrid, Atlético de Madrid (atleti), Betis balompié, Atlético de Bilbao (atlethic), Barcelona y otros; si bien, por razones conocidas, la afición hacia estos dos últimos ha decrecido bastante.

Esta pasión, aunque parezca irracional y puede que lo sea (¿qué te va a ti en el hecho de que unos individuos en paños menores porfíen con otros por introducir una pelotita en un cubículo que denominan portería?) se mueve en otra dimensión, en la esfera de las emociones, de los sueños, de las sensaciones, de aquellas vivencias que no se pueden pesar o medir, ni siquiera razonar sobre ellas. Por ello, cuando alguien, desde un punto de vista lógico, censura estas actitudes parte con una ventaja o desventaja, según se mire, la de que no puede discutirse con él en el nivel en que plantea la controversia.

Resulta difícil de definir la sensación que experimentas al contemplar un partido de fútbol cuando uno de los contendientes es tu equipo. Se trata de un nerviosismo, de un cosquilleo que te acompaña desde que comienza el partido hasta el pitido final. Al terminar, los sentimientos que se agolpan van desde la satisfacción a la frustración o impotencia. Es curioso, por grande que sea la decepción que sientas, seguro, a poco que puedas, no te perderás el siguiente partido.

Por supuesto esta mística, esta noble emoción, se transforma en cerril e inhumana pendencia cuando hooligans, movidos por otras inclinaciones, se apropian de esta pasión para oscuros fines que nada tienen que ver con el fútbol. Pero esto también ocurre con las más nobles disciplinas. Me vienen a la memoria los casos de corrupción en el Palau de Barcelona, las catástrofes acaecidas en multitudinarios conciertos, el mercado negro en obras de arte, los plagios en la música y otras artes, las desgarradas envidias entre compositores de todas las épocas, y otras miserias y hasta delitos que encuentran su caldo de cultivo en el mundo llamémosle... de la cultura.

Lo cierto es que este sentimiento tan peculiar, que para el verdadero aficionado no tiene su origen en el dinero, el poder o cualquier otro espurio apetito, sino en el inocente y desinteresado amor por tu club, es uno de los pocos que se mantiene íntegro desde la niñez y a muchos acompaña con mayor o menor intensidad hasta el definitivo adiós a este mundo y, por supuesto, a los estadios de fútbol.

Y ahora disculpen debo terminar, es que… comienza el partido.

martes, 5 de octubre de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LIX) "Memorias de África II"












MEMORIAS DE ÁFRICA (II)
(Mi nombre es Escipión, Escipión el africano)
Rodrigo D’Ávila





Más allá de los muros del Centro, en la ciudad, la vida civil transcurría con normalidad, con la rutina peculiar de una villa también distinta, en la que dos razas, o mejor, dos culturas convivían desde hacía siglos. Musulmanes y cristianos además de otras etnias de menor entidad (hindúes, asiáticos…) contemplaban cada nuevo amanecer en paz y tolerancia. De vez en cuando nos llegaban noticias de algún incidente (pelea o agresión) que en todo caso adquiría tintes de conflicto personal más que de racismo, xenofobia o intolerancia religiosa.

En el interior, en nuestro exiguo microcosmos, el día a día transcurría apacible al mismo e imperturbable ritmo que la plaza, su escenario natural. A periodos de actividad frenética -que en el fondo agradecíamos- sucedían otros de calma chicha. Era entonces cuando se imponía salir de aquellas oficinas ya siniestras que, tras días enclaustrados, se convertían en jaulas preñadas de una sensación claustrofóbica que de cuando en cuando nos envolvía a todos, también a los profesionales del oficio militar.

Ese sentimiento hacía las veces de alarma, de una especie de inconsciente llamada de atención; había que salir, debíamos traspasar el umbral de aquel recinto para en el exterior encontrarnos con otro, acaso igual de claustrofóbico, si bien entonces aún no lo sabíamos o puede no quisiéramos tener conciencia de ello. Sin embargo, abandonar aquella reclusión no resultaba tan sencillo, todo lo contrario, había que preparar la expedición con cautela. Uniforme en perfecto estado de revista, botas relucientes, pelo al milímetro autorizado, en todo caso más ralo. Si era invierno, el nudo de la corbata ajustado -como tuerca a tornillo- al cuello de la camisa. Todo detalle era vital, ya que fuera, emboscada entre la jungla -en eso se convertían las calles- aguardaba al acecho la PM, la Policía Militar que, según la leyenda circulante por los cuarteles, esperaba conseguir su premio (rebajas de servicio y otras prebendas) por cada “parte” que impusieran a los incautos soldaditos. Este parte o propuesta de sanción, que para el guardián constituía un premio, al penado podía acarrearle desde un arresto hasta la pérdida del destino. Y eso, amigos míos, eran palabras mayores. Por ello, cuando paseabas en la calles debías estar alerta, por lo que pudiera pasar, a no cruzarte si quiera con aquellos cancerberos de la “recia elegancia militar”, no fuera que, tras pararte, consideraran la patilla larga en demasía, el afeitado no apurado lo suficiente o la brillantez de las botas no fuera la precisa como para devolver con nitidez aquella cínica sonrisa tan suya previa a la solicitud apremiante de la documentación.

Resultaba kafkiano, en lugar de perseguir a los malos o dedicarse a otros menesteres más edificantes y castrenses, la misión de aquellos guardias de la porra era la de acosar a los suyos, seguro a ellos les serviría de excusa el pensar que tan sólo practicaban lo que se conoce por “daños consecuencia de fuego amigo”.

En sólo una de las salidas a la ciudad obviábamos las precauciones con la ropa y el aspecto; y ello era así sencillamente porque… no la llevábamos. ¿Desnudos por el parque? No, pero casi.

En época estival podíamos ir a la playa como cualquier hijo de vecino. La norma establecía que la salida debía ser una más: uniforme, botas etc. Ya en la orilla del mar, la orden era cambiarse en una inmensa tienda de campaña preparada al efecto. Este vestuario improvisado constituía un monumento al aroma, a los miles de olores, colores y casi sabores de los cientos de bañistas rapados que hasta allí se acercaban. Pues bien, otra de las ventajas de nuestro destino era -a diferencia de los demás sufridos bañistas- la posibilidad de acudir a la playa en bañador, chanclas y toalla. ¿Cómo? Muy simple, pidiendo un taxi en el que transitaríamos el trayecto de ida y vuelta, puesto que una vez en la playa, en paños menores, todos los gatos -pueden creerlo- son pardos. Eso sí, nadie de los de fuera debía sorprendernos mientras, cual domingueros ansiosos de mar, nos abríamos o retornábamos a nuestro particular Sangri-la.

Para santificar el día del Señor, algunos domingos y fiestas de guardar, nos acercábamos, como siempre guardando durante el trayecto todas las precauciones que ya conocen, a un restaurante italiano donde -como diría mi admirado Pérez Reverte- nos calzábamos unos excelentes espaguetis carbonara, una grandiosa calzone o un magnifico goulash -sí han leído bien, ya sé que es un plato húngaro- que allí apellidaban Strogoff como el correo del zar, todo acompañado de un Chianti espléndido -pese a su juventud o tal vez por ello-.

Mi permiso vacacional se concretaba en 30 días, ni uno más ni uno menos; no obstante, gracias a mis buenos oficios y al considerable trabajo -excusen la inmodestia- que había desarrollado durante los primeros seis meses de estancia en el destierro, logré que el Coronel Jefe del Centro me autorizara diez días más. Les confesaré que hasta mi licenciamiento estuve con la mosca detrás de la oreja, siempre temí me obligarán a recuperar esos dichosos diez días, y todo porque la ampliación de mi licencia se me concedió de forma oficiosa, de palabra, fuera del conducto reglamentario.

El hachís, ese fiel camarada para muchos… Han pasado tantos años, si hubiera existido delito seguro habrá prescrito. Viene este preámbulo a cuento de que, durante mi estancia en el norte del continente negro, supe de gente que traficaba con este derivado del cannabis en sus viajes a la península (maniobras, permisos etc.). Incluso corrió el rumor de que habían pillado a algunos en su viaje definitivo, el de licenciamiento, con cierta cantidad de tal elixir -entonces prohibidísimo- lo que les costó, por culpa del costo -disculpen la gilipollez redundante- varios meses en lo que allí se denomina “castillo” (cárcel militar).

El chocolate, hierba, kif, costo etc. en otras latitudes denominado marijuana, marihuana o maría, circulaba a su libre albedrío por la región. Si hubiera que identificar la zona turística por algún producto típico, no lo dudaría, aunque no se vendiera en tiendas de suvenir, éste sería el indicado recuerdo que traer a la abuela, y no porque ésta lo demandara, aunque… quién sabe. Todo por hallarnos a escasos kilómetros del paraíso del hachís, el valle de Ketama, tanto es así que en la jerga del lugar para ponderar algo como buenísimo o excepcional en su especie se decía: “es auténtico de Ketama”.

Otra curiosidad, aventura o riesgo que viví durante mi estancia fue el vuelo de vuelta, cuando mi permiso, desde la península. Se trataba de un Fokker 50, con hélices, como para 30 o 35 pasajeros. El paso de una costa a la otra transcurrió con normalidad, el pájaro se movía y sonaba lo que sin embargo al parecer resultaba algo habitual. Lo malo vino con el aterrizaje: la pista, demasiado corta, finalizaba en unos acantilados en los que en lugar de hangares -como todo aeropuerto que se precie- se adornaba con el mar tras una caída de muchos metros. Cuando el aparato tomó tierra, la sensación que a todos nos invadió es que se terminaba la pista y el bicho no paraba, creo que todos, instintivamente, estiramos la pierna como si con este acto consiguiéramos, mediante un simulacro de roce en tierra, hacer frenar a la máquina. Conclusión, mi definitivo retorno a la península lo hice en barco, ocho horas entre mareos sí, pero con el billete pagado y lo que es más importante: de una pieza. Les diré que años más tarde (en el 2003 o así) otro Fokker se salió de la pista, resultando varias personas heridas (se trataba del tercer accidente en los últimos cuatro años).

En fin, podría seguir relatando anécdotas y no quiero cansar ni tampoco, pese a mis buenos propósitos, sucumbir a la tentación y finalmente aparecerme como un abuelo, tío o primo Cebolleta, con sus batallitas y tal.

Por eso acabaré ya, y creo no existe mejor manera para hacerlo que con el comienzo de la inmortal novela de Isak Dinesen: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong…




sábado, 18 de septiembre de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LVIII) "Memorias de África (I)"




MEMORIAS DE ÁFRICA (I)
Rodrigo D’Ávila



Nada más lejos de mi intención que aburrir. Nada más ajeno a mi ánimo que, sin pretenderlo, aparecer como ese abuelo o tío cebolleta plomazo (habitual en cualquier familia que se precie) que relata quieras o no, entre los bostezos de sus nietos, sobrinos y demás allegados mártires, las aventuras de las que siempre salió airoso -jamás erróneas o calamitosas situaciones- que protagonizó durante el cumplimiento de su glorioso servicio a la patria.

Aunque si bien nunca lo sufrí -mis abuelos dejaron este mundo antes de mi feliz alumbramiento- siempre me propuse no torturar a nadie con batallitas que tan sólo al protagonista pudieran interesar.

No obstante lo dicho, y sin que tachárseme pueda de embustero, resulta indudable que los once meses de cuasi reclusión castrense en el norte del continente negro dieron para mil y una anécdotas, ciento una experiencias y decenas de situaciones cómicas unas, estrafalarias otras y, a los ojos de hoy en día, surrealistas la mayoría, que seguro puedan aparecer como atractivas tanto para aquellos que conocieron la época, como para los afortunados ignorantes - por su juventud lo digo - puedan servirles de regocijo en la distancia, igual que quien lee una historia de romanos, o -no hay que exagerar- una película de los ochenta.

Sentado todo ello, y excusándome por tan dilatado prólogo, demos principio a esta historia bélica, carcelaria -por lo que de aislamiento tiene- road movie y hasta podría catalogarse como de comedia española o “españolada” que así se decía entonces.

La presente crónica comienza con un viaje, el traslado en ferrocarril -rigurosamente vigilado y nocturno- hasta Málaga, donde embarcaríamos hasta nuestro destino final en África.

Lo primero a reseñar: la travesía resultó movidita. Y es que entre el mal cuerpo que de por si llevábamos y el que nos puso la propia mar, bastante alterada, pocos fueron los que no terminaron echando la pota en cubierta. La inexperiencia de muchos en el noble arte de la náutica hizo que sus degluciones -copiosas al principio- lo fueran a sotavento, con las consecuencias que para ellos y sus vecinos fácilmente imaginarán.

Para no cansar, tras un puñado de peripecias de mi interés, porque las sufrí en primera persona, auque ociosas para ustedes, les situaré en el destino final del periplo: unas instalaciones administrativas denominadas Mayoría Centralizada, ya que precisamente en eso radicaba su función: en ellas se agrupaba toda la contabilidad y demás funciones burocráticas de la plaza (en cuanto a nóminas, suministros, ingresos, pagos etc.). En la trasera del complejo, y como un apéndice, se situaba también un depósito de Intendencia al que acudían los adscritos a esa compañía para cargar o descargar provisiones que a su vez distribuían entre los destacamentos de la ciudad.

La importancia que para mí supuso tal almacén se explica en que gracias a él mantuve una buena relación con algunos soldados que, destinados -para su desgracia, pues su sede se situaba anexa a una bandera de la legión- en esa Compañía, sin embargo por suerte para ellos y precisamente por la existencia de ese almacén trabajaban en el mismo lugar que yo mismo.

La vida en ese núcleo cerrado, dentro de un territorio ya aislado de por si, no se podría calificar como dura, al menos si la comparamos con otros como la legión -aunque este destino era "voluntario"- regulares o unidades que sin resultar penosas per se, se transformaban en un infierno gracias a su proximidad con otras que si lo eran, convirtiéndolas por afinidad en destinos desgraciados para aquellos infelices que allí caían.

En Mayoría siempre nos consideramos unos privilegiados. ¿El motivo? Muy sencillo: a cambio de trabajar, y duro en algunas épocas, el régimen disciplinario en el interior resultaba bastante relajado. Trato afable; laxitud en el atuendo y costumbres; no servicios de cocina, limpieza, hostelería, de eso se encargaban otros; y sobre todo, nada de guardias. Se trataba de un hábitat regido por una especie de contubernio, de un pacto no escrito: trabajas con interés, minuciosidad y dedicación, y en contraprestación aquí dentro estarás casi como en la vida civil. “Do ut des” o “Quid pro quo” que dirían los latinos. Y es que la eficacia en aquel trabajo jamás podría haberse impuesto tan sólo con disciplina. Si alguien hubiera querido, la habría armado simplemente con introducir gazapos en la contabilidad, los que se habrían descubierto muchos meses después, justo cuando el autor -licenciado con honores- retozara feliz en su casa.

Para que el tiempo pasara más rápido, especialmente en épocas en que el trabajo escaseaba, solicité y se me concedió el honroso ministerio de encargado de la pequeña pero surtida biblioteca del recinto. De esta manera disfruté en ese tiempo de un rincón donde escaparme cuando quisiera y disponer a mi capricho del mayor tesoro que se escondía en aquel lugar apartado del mundo. En compensación, el trabajo era mínimo: catalogación -si me placía acometerla- fichero, reparto y control de los por desgracia escasos libros que se prestaban.

Lo cierto es que la tarea de bibliotecario contribuyó, además de a mantenerme con cierta ocupación cuando los periodos de baja actividad laboral, a continuar en el cultivo de mi pasión - casi vicio- por la lectura. Hay que convenir que once meses dan para voltear muchas páginas.

Antes aseguré, y casi no mentí, que estábamos rebajados de todos los servicios que no fuera nuestro propio trabajo en las oficinas. Ese “casi” lo constituyen las dos marchas -sólo dos- de las que no pude/pudimos escaquearnos nadie (escaqueo bonita palabra con recia raigambre castrense) y bien sabe Dios que lo intentamos. Se trataba de las famosas concentraciones en una planicie a lo alto de la ciudad llamada “Rostrogordo”. Allí, cada tres o cuatro semanas, se concentraba toda la guarnición de la plaza (puede que más de 20.000 hombres) después de caminar en formación por calles, vericuetos y callejuelas. En mi caso la marcha era de unos siete kilómetros, algunos de pronunciada subida, todos bajo un implacable sol y el sobrecogedor sonido de los tambores de la legión. Al final, agotados y sudorosos (no estábamos en forma para caminatas), alcanzábamos la grandiosa explanada donde hacía horas nos aguardaban, concentrados y ejercitándose en simulados juegos de guerra bajo la inmisericorde mirada de sus mandos, la practica totalidad de la guarnición del Tercio y Regulares, además de las otras tropas auxiliares.

Siempre pensé que estas maniobras, más o al menos tanto como su utilidad práctica a modo de entrenamiento, tenían otra fundamental: la disuasión. En efecto, si toda aquella parafernalia acojonaba, nos amedrentaba a nosotros mismos, qué no iban a experimentar los del otro lado, aquellos que en teoría nos sitiaban y a los que, llegado el caso, deberíamos romper las líneas para avanzar y salir de la ratonera; es decir los -usando un término hoy políticamente incorrecto- “moros” o como en la España actual se dice: magrebies.

La vida en el interior del Centro transcurría rutinaria, plácida, hasta diríase que perezosa. Los días caían con una pesada cadencia, y es que la emoción, el riesgo, el peligro acechaba fuera, en las calles, y no precisamente procedía del enemigo… Pero esa historia será objeto del siguiente capítulo.

lunes, 5 de julio de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LVII) "La serena furia de los eucaliptos"






LA SERENA FURIA DE LOS EUCALIPTOS
Rodrigo D’Ávila




Han transcurrido unos pocos años desde que -en su cama, martirizado por los que decían venerarle- murió el dictador y, aunque tibia e imperceptiblemente la vida política va cambiando, la otra, la cotidiana, más o menos se mantiene igual. También el ejército.

Y es que, lo que he venido aplazando sine die desde hace años se convierte en perentorio y urgente, ha llegado el die. Más o menos organizada mi vida civil, me dispongo a comenzar la otra; no, no se trata de la vida mística o contemplativa, ni tampoco de la vida alegre, sino la del cumplimiento de mis inexcusables y obligadas obligaciones para con la patria: el Servicio Militar.

He de reconocer que a lo largo de los años y en distintas ocasiones la varita de la suerte tocó mi existencia, en ésta puede que también fuera así. El azar, el destino o vaya usted a saber, dispuso que habría de pasar un año en una de nuestras queridísimas plazas africanas. ¿Suerte? Qué duda cabe de que sí… aunque tampoco negarse puede que fue de la "mala". Al menos eso pensé entonces. Hoy, después de tantos inviernos, los recuerdos sin virar a rosáceos tampoco pueden calificarse de completamente negativos, todo lo más el balance se resumiría en: perdí tiempo y dinero, sin embargo creo que lo que gané fue mucho más.

Previo al comienzo del servicio en si, hube de disfrutar durante un mes más o menos de lo que se denominaba “campamento”. Lugar: uno al borde del mar, cerca, muy cerca de donde el mediterráneo se convierte en océano. La ocupación: instruirte en técnicas y tácticas de campaña, en fin jugar a la guerra; o al menos eso era lo que se pretendía.

Pues bien, es precisamente de ese periodo del que me propongo dibujar apenas un par de pinceladas, porque lo cierto es que un mes da para muy poco.

En realidad instrucción o adiestramiento práctico apenas hubo, pues gracias a lo desapacible del tiempo -hay que decir que con lluvia no se salía al campo- y la oportuna enfermedad o indisposición transitoria -que recordar no quiero- los días de instrucción que practiqué se redujeron a dos, y eso sin exagerar, que si lo hiciera bien pudiera decirse que no aparecí por Camposoto, que así se llamaba el idílico lugar, poco que ver con el escenario de películas como El Sargento de Hierro o La Chaqueta Metálica.


Mis recuerdos se tiñen del gris negruzco de cielos encapotados; del verde caqui militar que se acentuaba con el otro de las lianas de los eucaliptos azotadas por el viento; del azul oscuro del cabreadísimo mar; o de aquel ocre del papel de estraza moteado de manchas de grasa, recipiente de fritura de pescaito, manjar por antonomasia de aquella tierra muelle/rampa de salida para conquistadores.

La verdad sea dicha, el tiempo, perezoso, transcurría como a tropezones, con la lenta cadencia impuesta por la perniciosa ociosidad que todo lo inundaba; cuan cierto es que el anhelo a que algo termine es inversamente proporcional a su duración real. De martirio chino podría calificarse este teorema que se me acaba de ocurrir.

Tan cierto como el atinado refrán: "no hay mal que cien años dure". Así que, por fin, una venturosa mañana de primeros de marzo, amenazados por los bejucos de cientos de eucaliptos que a nuestro alrededor el viento zarandeaba a su antojo, y tras una emocionante ceremonia, juré/juramos (puede que alguno perjurara) fidelidad a la bandera y retornamos durante un puñado de días a nuestros hogares. Aunque esto tan sólo constituye el principio de la historia que continuará en el siguiente capítulo. En ese, uno ya formará parte, en plenitud y cual Escipión, del glorioso y laureado ejercito de África.

viernes, 15 de enero de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LVI) ("Si hoy es 23 F esto es Neptuno)



SI HOY ES 23 F ESTO ES NEPTUNO
Rodrigo D’Ávila



Ha pasado los años, nos encontramos al comienzo de la década de los ochenta: 1981, más concretamente el 23 de febrero. Sí, ya sé que la fecha les sonará de algo, son de esas en que maldita la falta hace puntualizar el año. Igual que el 11 S, el 14 M, o si me apuran -y ya para iniciados- el 7 D (diciembre 1941, bombardeo a Pearl Harbor) o bien el 28/29 O (octubre1929, lunes-martes negro, crak de Walt Street). No cabe duda que nos hemos aficionado a las siglas hasta sobrarnos las palabras, tanto que al oír alguna de ellas, además de producirnos un cierto escalofrío, el sólo citarlas nos permite recordar con facilidad donde estábamos y que hacíamos en ese momento.

Pues bien -sin que suene a petulancia- he de decir que el 23 F yo estaba allí, no en el interior del Palacio de la carrera de San Gerónimo, pero casi. Por ello, creo que -por supuesto- la relevancia del hecho mismo y también la anécdota, la casualidad de lo que a mí directamente atañe, merecen le dediquemos unas líneas y ya puestos comenzar la historia desde el principio.

Ese día, muy de mañana, había arribado a Madrid, el motivo: asistir a un curso de perfeccionamiento en lo mío, el derecho administrativo. Recién terminaba de entrar en la administración pública y, cargado de la ilusión propia de la edad y del nuevo estado, comenzaba esa misma jornada las clases que anhelaba disfrutar como una prolongación a la carrera universitaria terminada apenas tres años atrás.

Dejé el equipaje en el hotel y, minutos antes de las diez, me encontraba en la puerta del lugar donde se impartirían las clases, en la calle Santa Engracia, muy cerquita de Alonso Martínez.

El día transcurrió con normalidad, aunque si bien es cierto que la situación política era de por si bastante crispada (dimisión del Presidente del Gobierno, atentados de ETA y GRAPO, mini golpe de estado abortado…) nada hacía presagiar lo que horas después ocurriría.

Terminamos hacia las seis y, como quiera la primavera se había adelantado obsequiándonos con una magnifica tarde (aunque he de decir que en Madrid-ciudad yo jamás sentí frío), opté por regresar al hotel dando un paseo. Bajé por la calle Génova hasta la Castellana con la idea de continuar hasta el paseo del Prado. Ya por entonces se escucharon las primeras sirenas de los vehículos de la policía al tiempo que vi pasar muchos de ellos a todo gas, como si fueran a apagar un incendio, lo que en cierto modo y como más tarde supe era su misión.

Algo ha ocurrido, pensé para mí, no obstante en la juvenil audacia que entonces me adornaba continué la caminata, aunque la prudencia aconsejara dirigir los pasos justo en sentido contrario al que llevaban los del chocolate con porras, como entonces se conocía a los agentes del orden.

Así, unos minutos más tarde alcancé la plaza de Neptuno la que se encontraba cortada por la policía en su dirección a la carrera de San Gerónimo. Allí coincidí con bastante gente que se arremolinaba expectante con los ojos puestos en el palacio de las Cortes. Un segundo cordón, éste de Guardia Civil, se situaba metros más allá cerca del palacio, también los había en edificios cercanos y en el mismo tejado de aquél.

La confusión era notable, nadie acertaba a explicar lo que ocurría, fue entonces cuando un rumor emergió y corrió de boca en boca: ETA ha ocupado el Congreso de los Diputados y mantiene secuestrados a éstos y también al Gobierno en pleno. Para mejor situarnos, recordaré que en ese momento se votaba la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo Presidente del Gobierno, tras la dimisión de Adolfo Suárez.

Mientras el gentío se multiplicaba en los alrededores de la fuente de Neptuno, contemplé a varios vehículos oficiales traspasar el cordón policial y detenerse ante el hotel Palace descargando autoridades, precisamente las que permanecían en libertad por encontrarse fuera del Congreso en el momento del golpe. Así reconocí, entre otros, al Director de la Seguridad del Estado (abulense por cierto) y a los Directores de la Policía y Guardia Civil.

No pretendo dármelas de aprendiz de Nostradamus si afirmo que tenía claro, fuera lo que fuese lo que sucediera dentro del Palacio, que me encontraba viviendo en primera fila - aunque paradójicamente bastante desinformado- unos momentos históricos para el devenir de nuestro país.

Por fin, a eso de las ocho, la policía cargó contra los ya miles de personas que rodeaban - al seguro que perplejo- Neptuno para disolver aquella manifestación en ciernes que espontáneamente se había organizado. Ni que decir tiene que fui uno de los primeros en salir corriendo, mientras recordaba tiempos no tan lejanos en que mi/nuestros perseguidores, mis/nuestros miedos eran una informe -aunque de uniforme- masa gris.

Llegué al hotel y allí, en recepción, me relataron lo ocurrido, lo que todos conocemos. El final ya se sabe. Lo cierto es que en aquellas horas y las siguientes hasta bien entrada la mañana del 24 F, se decidió el futuro de España y puede que también, aunque para cada cual en diferente medida, el de todos.

domingo, 10 de enero de 2010

UN VIAJE A LA NOSTALGIA " (LV) "El hombre tranquilo"


EL HOMBRE TRANQUILO
Rodrigo D’Ávila



Allá por la primavera de mediados de los sesenta mi itinerario matutino camino del Instituto discurría, entre otros lugares, por el jardín de San Roque; no recuerdo ahora el motivo -supongo serían obligaciones docentes- sin embargo, seguro estoy de que al menos durante un par de semanas hube de transitarlo antes de lo habitual, a primerísimas horas de la mañana, definitivamente antes de las ocho.

¿Y a cuento de qué aparece ahora esta tempranera evocación? No, no se trata de que pretenda auto-imponerme medallas al trabajo -sin tampoco considerarme un dormilón- no era yo de los que comenzara la jornada a maitines sin verme obligado a ello.

No más preámbulos, diré que la puerta abierta para este entrañable retorno al pasado ha sido un cuadro, sí una pintura que hace poco y por casualidad vi colgada en una galería de arte contemporáneo.

El motivo: un paisaje, un panorama bucólico en el que aparecía un valle -probablemente en primavera- con cereales, algún árbol, amapolas y demás aditamentos que suelen adornar aquéllos. Una vista común y al alcance de cualquier lugar del mundo.

Durante aquellos quince días, o mejor diez que en realidad eran los lectivos, en un recodo del jardín y sospecho que a cobijo de pelmazos, coincidí con un pintor que, ante su lienzo sobre el caballete, observaba el Amblés -cuando por entonces la visión desde el parque hacia el sur era la práctica nada-. Artista digo, que en calma y como si el tiempo no pasara, igual que si fuera el último hombre sobre la tierra, ajeno a todo se afanaba en su incomparable tarea creativa.

Desde el primer día en que me crucé con él y hasta el último en que por la razón que fuere deambulé a tan intempestivas horas a través de aquél idílico lugar, no dejé uno sólo de pararme a su vera y contemplar durante un rato el progreso de su obra.

Apenas cruzaba dos palabras de saludo con aquel hombre grande -a mí así me lo parecía- y seguro que, no me pregunten porqué, también gran hombre de larga melena y barba asimismo blanca, ataviado de blusón que en su día fuera negro salpicado por gotas que formaban un arco iris en pasta multicolor. En silencio, imperturbable, bañado todo él por esa increíble luz del amanecer abulense, aquel individuo continuaba dando forma a su creación.

Un día deje de pasar por allí tan temprano, lo haría mas tarde y él ya no estaba -pudo terminar su trabajo y no volver- lo cierto es que jamás lo volví a ver, nunca supe su nombre, tampoco conocí su obra más allá de aquella tela que día a día vi tomar forma y color, crecer en fin, no obstante a pesar de los años trascurridos no he olvidado la pintura ni el autor.

Pues bien, ese mismo paisaje es el que días atrás, en calma, tranquilo como aquel enorme y puede que bohemio artista, he vuelto a contemplar. Lo curioso es que el motivo había cambiado, o al menos lo que yo veía: al fondo el valle, más atrás el caballete y en primerisimo plano, casi saliendo del cuadro, el artista con un blusón que quería ser negro y a su lado, también de espaldas y con su inseparable mochila al hombro, un niño de pelo rubio que absorto mira el lienzo.
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