jueves, 13 de agosto de 2009

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LIV) "Haciendo el indio"




HACIENDO EL INDIO
Rodrigo D'Ávila



En otro lugar de esta serie que aspira a trasladar al papel, a las ondas o a lo que sea eso de internet, un puñado de recuerdos de mi niñez y adolescencia, pretendía describir las sensaciones - en su mayoría positivas - que desde siempre han producido en mí los trenes, o mejor las estaciones de arribo o partida de aquéllos. Pues bien, también del ferrocarril en si mismo creo tengo experiencias susceptibles de narrar, si bien contempladas con el paso del tiempo no puedo evitar que un escalofrío recorra de arriba hacia abajo mi espina dorsal. Esto es así cuando me pongo a rememorar-reflexionar en torno a las “barbaridades” que cultivé/cultivábamos desde la inconsciencia de los pocos años.

Casi siempre en verano, aunque he de advertir que aquello no duró mucho, los chicos de la pandilla disfrutábamos de una “sana” costumbre: de vez en cuando y al atardecer acudíamos a cualquier tramo de la vía férrea en las cercanías de Ávila (casi siempre el mismo, aunque por razones obvias no detallaré lugar) para practicar nuestros particulares “juegos prohibidos”. Bien es cierto que estas diversiones aunque pequeñas, inocentes y completamente imbéciles, sin poner en riesgo el patrimonio de la RENFE sí exponían - y mucho - el propio y vital de todos y cada uno de los chiquillos que alegres e inconscientes correteábamos entre las vías.

Uno de los juegos, el que acabó por representar más riesgo para nuestras infantiles vidas, consistía en aplicar la oreja de cada cual al hierro para así sentir las vibraciones y determinar la distancia a que se encontraba el siguiente tren en aparecer. Imagino que esta malsana afición mucho tendría que ver con alguna película del oeste que seguro habríamos visto en la sesión continua del cine Lagasca o del Principal. Parece que los indios eran grandes expertos en el cálculo de distancias mediante el sonido o temblor que desprendían las vías por las que discurrían los trenes a vapor y también los nuestros de entonces.

En cualquier caso, aquel inocente juego derivó con el tiempo en algo mucho más peligroso: se trataba de competir en quién aguantaba más tiempo pegado a la vía, mientras la locomotora se acercaba amenazante y seguro sin posibilidad alguna de frenada brusca en el supuesto de que el maquinista se hubiera visto obligado a ello.

En realidad nunca se llegó a producir este último hecho, todo lo más que ocurrió fue que el pobre hombre hubo de accionar reiteradas veces el estridente silbato de la máquina - que aún hoy retumba en mis oídos - mientras que, histérico, seguro rezaba para que nos apartásemos de la vía.

Aquella perversa afición finalizó de raíz cuando, una tarde en la que caminábamos despreocupados entre los raíles, observamos como un Land Rover verde, uno de aquellos viejos trastos de la Guardia Civil, se aproximaba paralelo a las vías. No sé si llegó a percatarse de nuestra presencia, lo cierto es que la estampida fue clamorosa, sin tener nada planeado cada uno salió pitando hacia un lado, por supuesto lejos de aquél en que se encontraba la pareja.

Siempre pensé que no llegaron a perseguirnos, acaso porque no nos vieran o vaya usted a saber el por qué; lo que sí puedo puedo dar fe es que durante unos días apenas nos llegó la camisa al cuerpo temiendo que en cualquier momento una pareja de civiles pulsara el timbre de nuestra casa preguntando por alguno de aquellos aprendices de delincuentes. Si así hubiera sucedido, habría caído toda la red. No estábamos preparados para resistir un tercer grado, ni mucho menos la segura e implacable reprimenda y posterior castigo de nuestros progenitores, que entonces y para nuestras núbiles entendederas bien podía asimilarse a la pena capital, que por cierto también se encontraba vigente en la época.

jueves, 9 de julio de 2009

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (LIII) "El marinero que nunca estuvo allí"


EL MARINERO QUE NUNCA ESTUVO ALLÍ
Rodrigo D'Ávila




Un día, rebuscando en ese cementerio doméstico de recuerdos inanimados que es el desván, encontré un álbum de fotografías que creía irremediablemente perdido. Tapas de cuero e instantáneas -cuatro por página separadas éstas por un sutil papel cebolla- sujetas mediante aquel antiguo procedimiento de triangulares cantoneras en las que se insertaban los cuatro vértices de cada uno de los rígidos papeles fotográficos, en blanco y negro, que hoy en día por la acción del tiempo y también -por qué no reconocerlo- del olvido, tiraban a un incipiente sepia lo que sin pretenderlo remarcaba aún más si cabe su ya notable ancianidad.

No eran más que capturas, momentos de mi primera y tierna niñez que desfilaban ante mis ojos en un orden aleatorio y sin embargo con una intrínseca sistemática que más tarde descubrí. Según pasaba las hojas parecía que cada una de aquellas fotografías cobrara vida. Fondos variopintos servían de escenario a las poses afectadas de entonces: Mercado Grande, el Rastro, San Vicente, San Roque…

Terminaba de reponer todo en su lugar, cuando una de las fotografías, en la que no había reparado antes, cayó del montón como si autónoma reclamara un protagonismo propio y diferenciado que, tonto de mí, no le había otorgado. Se trataba de una imagen de la puerta principal de San Pedro (la que da al Grande); en primer plano se ve la salida en procesión de un grupo de niños recién finalizada la ceremonia de su primera comunión. Blanco impoluto salpicado de azul, crema a todo lo más, en uniformes de marinero raso o almirante, nada de frailes, traje civil o modosa rebeca y pantalón, como hoy se estila. Nerviosos, nos miramos unos a otros puede que para mantener las hileras en cierto orden, o tal vez para reforzar la confianza propia observando los apuros de los demás.

Uno por uno, ayudado de una lupa, voy identificando a cada uno de los protagonistas. Puedo asegurar que consigo recordar el nombre, apellido y/o apelativo de todos ellos, bueno… para no mentir diré que de todos menos de uno, compañeros de párvulos en el vecino colegio de las Teresianas.

Varias preguntas me asaltan. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Cuántos vivirán? Por edad, imagino que la mayoría. ¿Qué será lo que les ha deparado la vida? ¿Habrán olvidado este momento que ahora yo, por casualidad, revivo?

Sé de la existencia de alguno, del que continúa por aquí claro. Uno falleció hace poco. De los demás no tengo idea de lo que ha sido de ellos, la mayoría ni siquiera vuelven a su tierra en vacaciones, al menos nunca coincidí con ninguno.

Pienso que en aquellos primeros momentos de uso de la razón, de lo que por entonces se conocía como “uso de razón” -aunque en aquel tiempo resultara discutible se pudiera alcanzar ese nivel de consciencia a tan temprana edad- nadie podría siquiera atisbar qué sería lo que aguardaba a cada uno durante el resto de sus días. Sí claro, uno querría ser médico, otro ingeniero, sacerdote o hasta bombero, y puede que algunos lo hayan conseguido, pero no me refiero a eso; no sé, podría definirlo como el alcanzar la plenitud, la satisfacción absoluta en el balance de la vida. ¿Alguien lo habrá logrado? ¿Alguno de estos marineritos que titubeantes desfilan entre los pétreos leones del atrio de San Pedro, podría asegurar, libre de soberbia y vana arrogancia, que ha alcanzado el equilibrio absoluto, lo que en las culturas orientales se llama nirvana o la gran calma?

Contemplo de nuevo la fotografía, parece como si uno de los protagonistas esbozara una franca sonrisa; para ser exacto, juraría que me sonríe a mí directamente, es una mueca que seguro va dirigida a mi persona. ¿Puede ser posible? Se trata de aquel muchacho del que no recuerdo nada, que pasó de puntillas por mi vida o acaso... Han pasado tantos años y ahora, precisamente ahora, me llega ese guiño que ha recorrido el tiempo y de alguien que para mi no ha existido jamás. Es como si se hubiera colado de non en la foto, casi seguro estoy de que ese chico no aparecía en la instantánea original, nunca estuvo allí.

Este asunto me preocupó algún tiempo, hasta me interesé en conseguir que alguno de mis compañeros a los que conozco pudiera identificar a aquel anónimo individuo. Nadie le recordaba. Al final, como tantas veces ocurre, olvidé este hecho ciertamente intrigante y así continué con mi vida habitual.

Ayer, cuando en mi coche volvía de un viaje, presencie un brutal accidente del vehículo que me precedía. Junto con los ocupantes de algún otro que circulaba fuimos a socorrer a los heridos; a la postre tan sólo uno: el conductor. A duras penas conseguimos sacarlo de entre el amasijo de hierros. Ya cadáver y tumbado sobre el asfalto le reconocí, era él con cuarenta años más pero inconfundible. Allí estaba ese desconocido, con el mismo rictus que en la foto, aquella sonrisa que pareciera únicamente fuera dedicada a mí.
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